Dostoïevski Fedor Mikhaïlovitch. "Crimen y Castigo". Parte 5

CAPÍTULO 1

Al día siguiente de la noche fatal en que había roto con Dunia y Pulqueria Alejandrovna, Piotr Petrovitch se despertó de buena mañana. Sus pensamientos se habían aclarado, y hubo de reconocer, muy a pesar suyo, que lo ocurrido la víspera, hecho que le había parecido fantástico y casi imposible ntonces, era completamente real e irremediable. La negra serpiente del amor propio herido no había cesado de roerle el corazón en toda la noche. Lo primero que hizo al saltar de la cama fue ir a mirarse al espejo: temía haber sufrido un derrame de bilis.

Afortunadamente, no se había producido tal derrame. Al ver su rostro blanco, de persona distinguida, y un tanto carnoso, se consoló momentáneamente y tuvo el convencimiento de que no le sería difícilreemplazar a Dunia incluso con ventaja; pero pronto volvió a ver las cosas tal como eran, y entonces lanzó un fuerte salivazo, lo que arrancó una sonrisa de burla a su joven amigo y compañero de habitación Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Piotr Petrovitch, que había advertido esta sonrisa, la anotó en él debe, ya bastante cargado desde hacía algún tiempo, de Andrés Simonovitch.

Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero de hospedaje el resultado de su entrevista de la noche anterior. Era la segunda torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían llevado a cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió durante toda la mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento que había alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que había hecho reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contrato. Este hombre era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a pesar de que Piotr Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que parecía nueva. Además, el mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo de la cantidad anticipada por unos muebles que Piotr Petrovitch no había recibido todavía.

«¡No voy a casarme sólo por tener los muebles!», exclamó para sí mientras rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una loca ilusión, pasó por su pensamiento. «¿Es verdaderamente irremediable el mal?

¿No podría intentarse algo todavía?» El seductor recuerdo de Dunetchka le atravesó el corazón como una aguja, y si en aquel momento hubiera bastado un simple deseo para matar a Raskolnikof, no cabe duda de que Piotr Petrovitch lo habría expresado.

«Otro error mío ha sido no darles dinero —siguió pensando mientras regresaba, cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof—. ¿Por qué demonio habré sido tan judío? Mis cálculos han fallado por completo. Yo creía que, dejándolas momentáneamente en la miseria, las preparaba para que luego vieran en mí a la providencia en persona. Y se me han escapado de las manos…Si les hubiera dado…, ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagatelas, en fin, que se venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el negocio me habría ido mejor. Ellas no me habrían soltado tan fácilmente.

Por su manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obligadas a devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil.

Además, habría entrado en juego su conciencia. Se habrían dicho que cómo podían romper con un hombre que se había mostrado tan generoso y delicado con ellas. En fin, que he cometido una verdadera pifia.»

Y Piotr Petrovitch, con un nuevo rechinar de dientes, se llamó imbécil a sí mismo.Después de llegar a esta conclusión, volvió a su alojamiento más irritado y furioso que cuando había salido. Sin embargo, al punto despertó su curiosidad el bullicio que llegaba de las habitaciones de Catalina Ivanovna, donde se estaba preparando la comida de funerales. El día anterior había oído decir algo de esta ceremonia. Incluso se acordó de que le habían invitado, aunque sus muchas preocupaciones le habían impedido prestar atención.

Se apresuró a informarse de todo, preguntando a la señora Lipevechsel, que, por hallarse ausente Catalina Ivanovna (estaba en el cementerio), se cuidaba de todo y correteaba en torno a la mesa, ya preparada para la colación.

Así se enteró Piotr Petrovitch de que la comida de funerales sería un acto solemne. Casi todos los inquilinos, incluso algunos que ni siquiera habían conocido al difunto, estaban invitados. Andrés Simonovitch Lebeziatnikof se sentaría a la mesa, no obstante, su reciente disgusto con Catalina Ivanovna. A él, Piotr Petrovitch, se le esperaba como al huésped distinguido de la casa.

Amalia Ivanovna había recibido una invitación en toda regla a pesar de sus diferencias con Catalina Ivanovna. Por eso ahora se preocupaba de la comida con visible satisfacción. Se había arreglado como para una gran solemnidad: aunque iba de luto, lucía orgullosamente un flamante vestido de seda.

Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de Andrés Simonovitch Lebeziatnikof.

Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas relaciones sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le odiaba, le despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se había instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el único.

Estando aún en su localidad provinciana, había oído hablar de Andrés Simonovitch, su antiguo pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación. Esto había impresionado a Piotr Petrovitch.

Aquellos círculos todopoderosos que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban a todo el mundo, le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el mundo, que en Petersburgo había progresistas, nihilistas y toda suerte de enderezadores de entuertos, pero, como la mayoría de la gente, exageraba el sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más le inquietaba desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua, eran las indagaciones que realizabantales partidos. Sólo por esta razón había estado mucho tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como centro de sus actividades.

Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil.

Varios años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya protección contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las actividades de tales asociaciones: así, en caso de necesidad, podría presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación de las nuevas generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y que se había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su visita a Raskolnikof.

Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.

Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia, únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr Petrovitch se habría podido hacer otras muchas preguntas como éstas…

Andrés Simonovitch era un hombrecillo enclenque, escrofuloso, que pertenecía al cuerpo de funcionarios y trabajaba en una oficina pública. Su cabello era de un rubio casi blanco y lucía unas pobladas patillas de las que se sentía sumamente orgulloso. Casi siempre tenía los ojos enfermos. En el fondo, era una buena persona, pero su lenguaje, de una presunción que rayaba en la pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura. Se le consideraba como uno de los inquilinos más distinguidos de Amalia Ivanovna, ya que no se embriagaba y pagaba puntualmente el alquiler.

Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. Su afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno deesos innumerables pobres hombres, de esos testarudos ignorantes que se apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y desacreditarla en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad.

Digamos además que Lebeziatnikof, a pesar de su buen carácter, empezaba también a no poder soportar a su huésped y antiguo tutor Piotr Petrovitch: la antipatía había surgido espontánea y recíprocamente por ambas partes. Por poco perspicaz que fuera, Andrés Simonovitch se había dado cuenta de que Piotr Petrovitch no era sincero con él y le despreciaba secretamente; en una palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Lujine aparentaba ser.

Había intentado exponerle el sistema de Fourier y la teoría de Darwin, pero Piotr Petrovitch le escuchaba con un gesto sarcástico desde hacía algún tiempo, y últimamente incluso le respondía con expresiones insultantes. En resumen, que Lujine se había dado cuenta de que Andrés Simonovitch era, además de un imbécil, un charlatán que no tenía la menor influencia en el partido. Sólo sabía las cosas por conductos sumamente indirectos, e incluso en su misión especial, la de la propaganda, no estaba muy seguro, pues solía armarse verdaderos enredos en sus explicaciones. Por consiguiente, no era de temer como investigador al servicio del partido.

Digamos de paso que Piotr Petrovitch, al instalarse en casa de Lebeziatnikof, sobre todo en los primeros días, aceptaba de buen grado los cumplimientos, verdaderamente extraños, de su patrón, o, por lo menos, no protestaba cuando Andrés Simonovitch le consideraba dispuesto a favorecer el establecimiento de una nueva commune en la calle de los Bourgeois, o a consentir que Dunetchka tuviera un amante al mes de casarse con ella, o a comprometerse a no bautizar a sus hijos. Le halagaban de tal modo las alabanzas, fuera cual fuere su condición, que no rechazaba estos cumplimientos.

Aquella mañana había negociado varios títulos y, sentado a la mesa, contaba los fajos de billetes que acababa de recibir. Andrés Simonovitch, que casi siempre andaba escaso de dinero, se paseaba por la habitación, fingiendo mirar aquellos papeles con una indiferencia rayana en el desdén. Desde luego, Piotr Petrovitch no admitía en modo alguno la sinceridad de esta indiferencia, y Lebeziatnikof, además de comprender esta actitud de Lujine se decía, no sin amargura, que aun se complacía en mostrarle su dinero para mortificarle, hacerle sentir su insignificancia y recordarle la distancia que los bienes de fortuna establecían entre ambos.

Andrés Simonovitch advirtió que aquella mañana su huésped apenas le prestaba atención, a pesar de que él había empezado a hablarle de su tema favorito: el establecimiento de una nueva commune.Las objeciones y las lacónicas réplicas que lanzaba de vez en cuando Lujine sin interrumpir sus cuentas parecían impregnadas de una consciente ironía que se confundía con la falta de educación. Pero Andrés Simonovitch atribuía estas muestras de mal humor al disgusto que le había causado su ruptura con Dunetchka, tema que ardía en deseos de abordar. Consideraba que podía exponer sobre esta cuestión puntos de vista progresistas que consolarían a su respetable amigo y prepararían el terreno para su posterior filiación al partido.

—¿Sabe usted algo de la comida de funerales que da esa viuda vecina nuestra? —preguntó Piotr Petrovitch, interrumpiendo a Lebeziatnikof en el punto más interesante de sus explicaciones.

—Pero ¿no se acuerda de que le hablé de esto ayer y le di mi opinión sobre tales ceremonias…? Además, la viuda le ha invitado a usted. Incluso habló usted con ella ayer.

—Es increíble que esa imbécil se haya gastado en una comida de funerales todo el dinero que le dio ese otro idiota: Raskolnikof. Me he quedado estupefacto al ver hace un rato, al pasar, esos preparativos, esas bebidas…Ha invitado a varias personas. El diablo sabrá por qué lo hace.

Piotr Petrovitch parecía haber abordado este asunto con una intención secreta. De pronto levantó la cabeza y exclamó:

—¡Cómo! ¿Dice que me ha invitado también a mí? ¿Cuándo? No recuerdo…No pienso ir… ¿Qué papel haría yo en esa casa? Yo sólo crucé unas palabras con esa mujer para decirle que, como viuda pobre de un funcionario, podría obtener en concepto de socorro una cantidad equivalente a un año de sueldo del difunto. ¿Me habrá invitado por eso? ¡Je, je!

—Yo tampoco pienso ir —dijo Lebeziatnikof.

—Sería el colmo que fuera usted. Después de haber dado una paliza a esa señora, comprendo que no se atreva a ir a su casa. ¡Je, je, je!

—¿Qué yo le di una paliza? ¿Quién se lo ha dicho? —exclamó Lebeziatnikof, turbado y enrojeciendo.

—Me lo contaron ayer: hace un mes o cosa así, usted golpeó a Catalina Ivanovna… ¡Así son sus convicciones! Usted dejó a un lado su feminismo por un momento. ¡Je, je, je!

Piotr Petrovitch, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de decir, volvió a sus cuentas.

—Eso son estúpidas calumnias —replicó Andrés Simonovitch, que temía que este incidente se divulgara—. Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho menos! lo que le han contado es una verdadera calumnia. Yo no hice más quedefenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi me arranca una patilla…Yo considero que los hombres tenemos derecho a defendernos.

Por otra parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre mí la menor violencia…Esto es un principio…Lo contrario sería favorecer el despotismo.

¿Qué quería usted que hiciera: que me dejase golpear pasivamente? Yo me limité a rechazarla.

Lujine dejó escapar su risita sarcástica.

—¡Je, je, je!

—Usted quiere molestarme porque está de mal humor. Y dice usted cosas que no tienen nada que ver con la cuestión del feminismo. Usted no me ha comprendido. Yo me dije que si se considera a la mujer igual al hombre incluso en lo que concierne a la fuerza física (opinión que empieza a extenderse), la igualdad debía existir también en el campo de la contienda.

Como es natural, después comprendí que no había lugar a plantear esta cuestión, ya que la sociedad futura estaría organizada de modo que las diferencias entre los seres humanos no existirían…Por lo tanto, es absurdo buscar la igualdad en lo que concierne a las riñas y a los golpes. Claro que no estoy ciego y veo que las querellas existen todavía…, pero, andando el tiempo no existirán, y si ahora existen… ¡Demonio! Uno pierde el hilo de sus ideas cuando habla con usted…Si no asisto a la comida de funerales no es por el incidente que estamos comentando, sino por principio, por no aprobar con mi presencia esa costumbre estúpida de celebrar la muerte con una comida…

Cierto que habría podido acudir por diversión, para reírme…Y habría ido si hubiesen asistido popes; pero, por desgracia, no asisten.

—Es decir, que usted aceptaría la hospitalidad que le ofrece una persona y se sentaría a su mesa para burlarse de ella y escupirle, por decirlo así, si no he entendido mal.

—Nada de escupir. Se trata de una simple protesta. Yo procedo con vistas a una finalidad útil. Así puedo prestar una ayuda indirecta a la propaganda de las nuevas ideas y a la civilización, lo que representa un deber para todos. Y este deber tal vez se cumple mejor prescindiendo de los convencionalismos sociales. Puedo sembrar la idea, la buena semilla. De esta semilla germinarán hechos. ¿En qué ofendo a las personas con las que procedo así? Empezarán por sentirse heridas, pero después verán que les he prestado un servicio. He aquí un ejemplo: se ha reprochado a Terebieva, que ahora forma parte de la commune y que ha dejado a su familia para…entregarse libremente, que haya escrito una carta a sus padres diciéndoles claramente que no quería vivir ligada a los prejuicios y que iba a contraer una unión libre. Se dice que ha sido demasiado dura, que debía haber tenido piedad y haberse conducido con más diplomacia. Pues bien, a mí me parece que este modo de pensar es absurdo,que en este caso las fórmulas están de más y se impone una protesta clara y directa. Otro caso: Ventza ha vivido siete años con su marido y lo ha abandonado con sus dos hijos, enviándole una carta en la que le ha dicho francamente: «Me he dado cuenta de que no puedo ser feliz a tu lado. No te perdonaré jamás que me hayas engañado, ocultándome que hay otra organización social: la commune. Me ha informado de ello últimamente un hombre magnánimo, al que me he entregado y al que voy a seguir para fundar con él una commune. Te hablo así porque me parecería vergonzoso engañarte.

Tú puedes hacer lo que quieras. No esperes que vuelva a tu lado: ya no es posible. Te deseo que seas muy feliz.» Así se han de escribir estas cartas.

—Oiga: esa Terebieva, ¿no es aquella de la que usted me dijo que andaba por la tercera unión libre?

—Bien mirado, sólo era la segunda. Pero aunque fuese la cuarta o la decimoquinta, esto tiene muy poca importancia. Ahora más que nunca siento haber perdido a mi padre y a mi madre. ¡Cuántas veces he soñado en mi protesta contra ellos! Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión de decirles estas cosas. Estoy seguro de que les habría convencido. Los habría anonadado. Créame que siento no tener a nadie a quien…

—Anonadar. ¡Je, je, je! En fin, dejemos esto. Oiga: ¿conoce usted a la hija del difunto, esa muchachita delgaducha? ¿Verdad que es cierto lo que se dice de ella?

—¡He aquí un asunto interesante! A mi entender, es decir, según mis convicciones personales, la situación de esa joven es la más normal de la mujer. ¿Por qué no? Es decir, distinguons. En la sociedad actual, ese género de vida no es normal, desde luego, pues se adopta por motivos forzosos, pero lo será en la sociedad futura, donde se podrá elegir libremente. Por otra parte, ella tenía perfecto derecho a entregarse. Estaba en la miseria. ¿Por qué no había de disponer de lo que constituía su capital, por decirlo así?

Naturalmente, en la sociedad futura, el capital no tendría razón de ser, pero el papel de la mujer galante tomará otra significación y será regulado de un modo racional. En lo que concierne a Sonia Simonovna, yo considero sus actos en el momento actual como una viva protesta, una protesta simbólica contra el estado de la sociedad presente. Por eso siento por ella especial estimación, tanto, que sólo de verla experimento una gran alegría.

—Pues a mí me han dicho que usted la echó de la casa.

Lebeziatnikof montó en cólera.

—¡Nueva calumnia! —bramó—. Las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. ¡No, no, de ningún modo! Catalina Ivanovna lo ha contado todo como le ha parecido, porque no ha comprendido nada. Yo no he buscado nunca losfavores de Sonia Simonovna. Yo procuré únicamente ilustrarla del modo más desinteresado, esforzándome en despertar en ella el espíritu de protesta…Esto era todo lo que yo deseaba. Ella misma se dio cuenta de que no podía permanecer aquí.

—Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune.

—Permítame que le diga que usted todo lo toma a broma y que ello me parece lamentable. Usted no comprende nada. La commune no admite ciertas situaciones personales; precisamente se ha fundado para suprimirlas. El papel de esa joven perderá su antigua significación dentro de la commune: lo que ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto inteligente, y lo que ahora se considera una corrupción, entonces será algo completamente natural. Todo depende del medio, del ambiente. El medio lo es todo, y el hombre nada. En cuanto a Sonia Simonovna, mis relaciones con ella no pueden ser mejores, lo que demuestra que esa joven no me ha considerado jamás como enemigo. Verdad es que yo me esfuerzo por atraerla a nuestra agrupación, pero con intenciones completamente distintas a las que usted supone… ¿De qué se ríe? Nosotros tenemos el propósito de establecer nuestra propia commune sobre bases más sólidas que las precedentes; nosotros vamos más lejos que nuestros predecesores. Rechazamos muchas cosas. Si Dobroliubof saliera de la tumba, discutiría con él. En cuanto a Bielinsky, remacharé el clavo que él ha clavado. Entre tanto, sigo educando a Sonia Simonovna. Tiene un natural hermoso.

—Y usted se aprovecha de él, ¿no? ¡Je, je!

—De ningún modo; todo lo contrario.

—Dice que todo lo contrario. ¡Je, je! lo que es a usted, palabras no le faltan.

—Pero ¿por qué no me cree? ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? Le aseguro que…, y yo soy el primer sorprendido…, ella se muestra conmigo extremadamente, casi morbosamente púdica.

—Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle comprender que todos esos pudores son absurdos. ¡Je, je, je!

—¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro…! ¡Oh, qué sentido tan grosero y, perdóneme, tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted todavía, Dios mío! Nosotros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas…

Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo.

Ella expresa de este modo su libertad de acción, que es el único derecho que puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a decirme: «Te quiero», yo mesentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me limito a esperar y confiar.

—Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha pensado en ello.

—Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le autoriza a pensar así, desde luego; pero no se trata de eso, no, de ningún modo.

Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose a un hecho que le parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un ser humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía antes. También me disgusta que, a pesar de toda su energía y de todo el espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta falta de resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que le impide romper con ciertos prejuicios…, con ciertas estupideces. Sin embargo, esa muchacha comprende perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre de besar la mano, mediante la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no la considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los resultados del debate. También me escuchó atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras de Francia. Ahora le estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en nuestra sociedad futura.

—¿Qué es eso?

—En estos últimos tiempos se ha debatido la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mujer…? La respuesta a esta pregunta ha sido afirmativa.

—¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ¡Je, je, je!

Andrés Simonovitch se enfureció.

—¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido convenientementedirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en…las letrinas, llamémoslas así. Yo soy el primero que está dispuesto a limpiar todas las letrinas que usted quiera, y no veo en ello ningún sacrificio. Por el contrario, es un trabajo noble, ya que beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un Rafael o un Pushkin, puesto que es más útil.

—Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!

—¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas expresiones cuando se aplican a la actividad humana. Nobleza…, magnanimidad…Estos conceptos no son sino absurdas estupideces, viejas frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted cuanto quiera, pero es así.

Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las letrinas, pese a su vulgaridad, había motivado más de una discusión entre Piotr Petrovitch y su joven amigo.

Lo gracioso del caso era que Andrés Simonovitch se enfadaba de verdad.

Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebeziatnikof encolerizado.

—Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer —se atrevió a decir Andrés Simonovitch, que, pese a toda su independencia y a sus gritos de protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con Piotr Petrovitch, pues sentía hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.

—Dígame una cosa —replicó Lujine en un tono de grosero desdén—: ¿podría usted…? Mejor dicho, ¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para hacerla venir un momento? Me parece que ya han regresado todos del cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.

—¿Para qué? —preguntó Andrés Simonovitch, asombrado.

—Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber que…Pero, en fin; usted puede estar presente en la conversación. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría.

—Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor importancia. Si usted tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede estar usted seguro de que no les molestaré.

Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka. La joven estaba, como era propio de ella, en extremo turbada ysorprendida. En estos casos, se sentía siempre intimidada: las caras nuevas le producían verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que había ido acrecentándose con el tiempo.

Piotr Petrovitch le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial familiaridad, que parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él que se dirigía a una persona tan joven y, en ciertos aspectos tan interesante. Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa y frente a él.

Cuando se sentó, Sonia paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en Lebeziatnikof, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en Piotr Petrovitch, del que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado fascinada. Lebeziatnikof se dirigió a la puerta.

Piotr Petrovitch se levantó, dijo a Sonia por señas que no se moviese y detuvo a Andrés Simonovitch en el momento en que éste iba a salir.

—¿Está abajo Raskolnikof? —le preguntó en voz baja—. ¿Ha llegado ya?

—¿Raskolnikof? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo pregunta?

—Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta…señorita.

El asunto que tenemos que tratar es insignificante, pero sabe Dios las conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista esa gente…No quiero que Raskolnikof vaya contando por ahí… ¿Comprende lo que quiero decir?

—Comprendo, comprendo— dijo Lebeziatnikof con súbita lucidez—. Está usted en su derecho. Sus temores respecto a mí son francamente exagerados, pero…Tiene usted perfecto derecho a obrar así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio, usted tiene derecho a…

Piotr Petrovitch volvió al sofá y se sentó frente a Sonia. La miró atentamente, y su semblante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya usted a imaginarse tampoco cosas que no son», parecía decir con su mirada. Sonia acabó de perder la serenidad.

—Ante todo, Sonia Simonovna, transmita mis excusas a su honorable madre…No me equivoco, ¿verdad? Catalina Ivanovna es su señora madre, ¿no es cierto?

Piotr Petrovitch estaba serio y amabilísimo. Evidentemente abrigaba las más amistosas relaciones respecto a Sonia.

—Sí —repuso ésta, presurosa y asustada—, es mi segunda madre.

—Pues bien, dígale que me excuse. Circunstancias ajenas a mi voluntad me impiden asistir al festín. Me refiero a esa comida de funerales a que ha tenido la gentileza de invitarme.—Se lo voy a decir ahora mismo.

Y Sonetchka se puso en pie en el acto.

—Tengo que decirle algo más —le advirtió Piotr Petrovitch, sonriendo ante la ingenuidad de la muchacha y su ignorancia de las costumbres sociales —. Sólo quien no me conozca puede suponerme capaz de molestar a otra persona, de hacerle venir a verme, por un motivo tan fútil como el que le acabo de exponer y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones son otras.

Sonia se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con los billetes multicolores, pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos en Lujine. Mirar el dinero ajeno le parecía una inconveniencia, sobre todo en la situación en que se hallaba…Se dedicó a observar los lentes de montura de oro que Piotr Petrovitch tenía en su mano izquierda, y después fijó su mirada en la soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el caballero ostentaba en el dedo central de la misma mano. Finalmente, no sabiendo adónde mirar, fijó la vista en la cara de Piotr Petrovitch. El cual, tras un majestuoso silencio, continuó:

—Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Catalina Ivanovna, y esto me bastó para darme cuenta de que se halla en un estado… anormal, por decirlo así.

—Cierto: es un estado anormal —se apresuró a repetir Sonia.

—O, para decirlo más claramente, más exactamente, en un estado
morboso.

—Sí, sí, más claramente…, morboso.

—Pues bien; llevado de un sentimiento humanitario y…y de compasión, por decirlo así, yo desearía serle útil, en vista de la posición extremadamente difícil en que forzosamente se ha de encontrar. Porque tengo entendido que es usted el único sostén de esa desventurada familia.

Sonia se levantó súbitamente.

—Permítame preguntarle —dijo— si usted le habló ayer de una pensión.

Ella me dijo que usted se encargaría de conseguir que se la dieran. ¿Es eso verdad?

—¡No, no, ni remotamente! Eso es incluso absurdo en cierto sentido. Yo sólo le hablé de un socorro temporal que se le entregaría por su condición de viuda de un funcionario muerto en servicio, y le advertí que tal socorro sólo podría recibirlo si contaba con influencias. Por otra parte, me parece que su difunto padre no solamente no había servido tiempo suficiente para tener derecho al retiro, sino que ni siquiera prestaba servicio en el momento de sumuerte. En resumen, que uno siempre puede esperar, pero que en este caso la esperanza tendría poco fundamento pues no existe el derecho de percibir socorro alguno… ¡Y ella soñaba ya con una pensión! ¡Je, je, je! ¡Qué imaginación posee esa señora!

—Sí, esperaba una pensión…, pues es muy buena y su bondad la lleva a creerlo todo…, y es…, sí, tiene usted razón…Con su permiso.

Sonia se dispuso a marcharse.

—Un momento. No he terminado todavía.

—¡Ah! Bien —balbuceó la joven.

—Siéntese, haga el favor.

Sonia, desconcertada, se sentó una vez más.

—Viendo la triste situación de esa mujer, que ha de atender a niños de corta edad, yo desearía, como ya le he dicho, serle útil en la medida de mis medios…Compréndame, en la medida de mis medios y nada más. Por ejemplo, se podría organizar una suscripción, o una rifa, o algo análogo, como suelen hacer en estos casos los parientes o las personas extrañas que desean acudir en ayuda de algún desgraciado. Esto es lo que quería decir. La cosa me parece posible.

—Sí, está muy bien…Dios se lo…—balbuceó Sonia sin apartar los ojos de Piotr Petrovitch.

—La cosa es posible, sí, pero…dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de empezar hoy mismo. Nos volveremos a ver al atardecer, y entonces podremos establecer las bases del negocio, por decirlo así. Venga a eso de las siete. Confío en que Andrés Simonovitch querrá acompañarnos…Pero hay un punto que desearía tratar con usted previamente con toda seriedad. Por eso principalmente me he permitido llamarla, Sonia Simonovna. Yo creo que el dinero no debe ponerse en manos de Catalina Ivanovna. La comida de hoy es buena prueba de ello. No teniendo, como quien dice, un pedazo de pan para mañana, ni zapatos que ponerse, ni nada, en fin, hoy ha comprado ron de Jamaica, e incluso creo que café y vino de Madeira, lo he visto al pasar.

Mañana toda la familia volverá a estar a sus expensas y usted tendrá que procurarles hasta el último bocado de pan. Esto es absurdo. Por eso yo opino que la suscripción debe organizarse a espaldas de esa desgraciada viuda, para que sólo usted maneje el dinero. ¿Qué le parece?

—Pues…no sé…Ella es así sólo hoy…, una vez en la vida…Tenía en mucho poder honrar la memoria…Pero es muy inteligente. Además, usted puede hacer lo que le parezca, y yo le quedaré muy…muy…, y todos ellos también…Y Dios le…le…, y los huerfanitos…Sonia no pudo terminar: se lo impidió el llanto.

—Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar para las primeras necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi aportación personal. Es mi mayor deseo que mi nombre no se pronuncie para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más.

Y Piotr Petrovitch entregó a Sonia un billete de diez rublos después de haberlo desplegado cuidadosamente. Sonia lo tomó, enrojeció, se levantó de un salto, pronunció algunas palabras ininteligibles y se apresuró a retirarse.

Piotr Petrovitch la acompañó con toda cortesía hasta la puerta. Ella salió de la habitación a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a casa de Catalina Ivanovna, presa de extraordinaria emoción.

Durante toda esta escena, Andrés Simonovitch, a fin de no poner al diálogo la menor dificultad, había permanecido junto a la ventana, o había paseado en silencio por la habitación; pero cuando Sonia se hubo retirado, se acercó a Piotr Petrovitch y le tendió la mano con gesto solemne.

—Lo he visto todo y todo lo he oído —dijo, recalcando esta última palabra —. Lo que usted acaba de hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que usted no quiere que le den las gracias. Y aunque mis principios particulares me prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo es insuficiente para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no puedo menos de confesarle que su gesto me ha producido verdadera satisfacción. Sí, sí; su gesto me ha impresionado.

—¡Bah! No tiene importancia —murmuró Piotr Petrovitch un poco emocionado y mirando a Lebeziatnikof atentamente.

—Sí, sí que tiene importancia. Un hombre que como usted se siente ofendido, herido, por lo que ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de interesarse por la desgracia ajena: un hombre así, aunque sus actos constituyan un error social, es digno de estimación. No esperaba esto de usted, Piotr Petrovitch, sobre todo teniendo en cuenta sus ideas, que son para usted una verdadera traba, ¡y cuán importante! ¡Ah, cómo le ha impresionado el incidente de ayer! —exclamó el bueno de Andrés Simonovitch, sintiendo que volvía a despertarse en él su antigua simpatía por Piotr Petrovitch—. Pero dígame: ¿por qué da usted tanta importancia al matrimonio legal, mi muy querido y noble Piotr Petrovitch? ¿Por qué conceder un puesto tan alto a esa legalidad? Pégueme si quiere, pero le confieso que me siento feliz, sí, feliz, de ver que ese compromiso se ha roto; de saber que es usted libre y de pensar que usted no está completamente perdido para la humanidad…Sí, me siento feliz: ya ve usted que le soy franco.—Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos —repuso Lujine, que parecía preocupado por decir algo— y porque tampoco quiero educar hijos de los que no sería yo el padre, como ocurre con frecuencia en las uniones libres que usted predica.

—¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? —exclamó Andrés Simonovitch, estremeciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín—. Desde luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora.

Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no admiten nada de lo que concierne a la familia…Pero ya hablaremos de eso más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos…! ¿Por qué? Eso es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del matrimonio legal, su correctivo, por decirlo así…, un acto de protesta…Mirados desde este punto de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez…, aunque esto sea una suposición absurda…, si alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mujer: «Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora te respeto por el hecho de haber sabido protestar…» ¿Se ríe…? Eso prueba que no ha tenido usted valor para romper con los prejuicios… ¡El diablo me lleve…!

Comprendo perfectamente el enojo que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mísera consecuencia de una situación humillante y degradante para los dos cónyuges. Porque cuando a uno le ponen los cuernos con toda franqueza, como sucede en las uniones libres, se puede decir que no existen, ya que pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más, en este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que le considera incapaz de oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no intentar vengarse del nuevo esposo… ¡El diablo me lleve…! Yo me digo a veces que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que eso poco importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante, se lo llevaría yo mismo y le diría: «Amiga mía, te amo de veras, pero lo que más me importa es merecer tu estimación.» ¿Qué le parece?

¿Tengo razón o no la tengo?

Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no tardó en notar, además de leer la preocupación en su semblante.

Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrés

Simonovitch recordaría estos detalles algún tiempo después.

CAPÍTULO 2

No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Catalina Ivanovna la idea insensata de aquella comida. En ella había invertido la mitad del dinero que le había entregado Raskolnikof para el entierro de Marmeladof. Tal vez se creía obligada a honrar convenientemente la memoria del difunto, a fin de demostrar a todos los inquilinos, y sobre todo a Amalia Ivanovna, que él valía tanto como ellos, si no más, y que ninguno tenía derecho a adoptar un aire de superioridad al compararse con él. Acaso aquel proceder obedecía a ese orgullo que en determinadas circunstancias, y especialmente en las ceremonias públicas ineludibles para todas las clases sociales, impulsa a los pobres a realizar un supremo esfuerzo y sacrificar sus últimos recursos solamente para hacer las cosas tan bien como los demás y no dar pábulo a comadreos.

También podía ser que Catalina Ivanovna, en aquellos momentos en que su soledad y su infortunio eran mayores, experimentara el deseo de demostrar a aquella «pobre gente» que ella, como hija de un coronel y persona educada en una noble y aristocrática mansión, no sólo sabía vivir y recibir, sino que no había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos. Estos arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras criaturas y cobran la forma de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral ni anular su voluntad.

Tampoco hay que olvidar que Sonetchka afirmaba, y no sin razón, que no estaba del todo cuerda. Esto no era cosa probada, pero últimamente, en el curso de todo un año, su pobre cabeza había tenido que soportar pruebas especialmente rudas. En fin, también hay que tener en cuenta que, según los médicos, la tisis, en los períodos avanzados de su evolución, perturba las facultades mentales.

Las botellas no eran numerosas ni variadas. No se veía en la mesa vino de Madeira: Lujine había exagerado. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron, oporto, todo de la peor calidad, pero en cantidad suficiente. El menú, preparado en la cocina de Amalia Ivanovna, se componía, además del kutia ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los populares crêpes.

Además, se habían preparado dos samovares para los invitados que quisieran tomar té o ponche después de la comida.Catalina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayudada por un inquilino de la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios sabía por qué, en el departamento de la señora Lipevechsel y que desde el primer momento se había puesto a disposición de la viuda. Desde el día anterior había demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por la cuestión más insignificante iba a ponerse a las órdenes de Catalina Ivanovna, y la perseguía hasta los Gostiny Dvor, llamándola pani comandanta. De aquí que, después de haber declarado que no habría sabido qué hacer sin este hombre, Catalina Ivanovna acabara por no poder soportarlo. Esto le ocurría con frecuencia: se entusiasmaba ante el primero que se presentaba a ella, lo adornaba con todas las cualidades imaginables, le atribuía mil méritos inexistentes, pero en los que ella creía de todo corazón, para sentirse de pronto desencantada y rechazar con palabras insultantes al mismo ante el cual se había inclinado horas antes con la más viva admiración. Era de natural alegre y bondadoso, pero sus desventuras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más brillantes y fantásticas sucedían las maldiciones, y desgarraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y terminaba por dar cabezadas en las paredes.

Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Catalina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Se había encargado de poner la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo demás, amén de preparar los platos en su propia cocina.

Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al cementerio, y Amalia Feodorovna se había mostrado digna de esta confianza.

La mesa estaba sin duda bastante bien puesta. Cierto que los platos, los vasos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con flamantes cintas de luto. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo.

Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Catalina Ivanovna, que pensó: «¡Cualquiera diría que nosotros no habríamos podido poner la mesa sin su ayuda!» El gorro adornado con cintas nuevas le chocó también. «Esta estúpida alemana estará diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro nuestro, pobres inquilinos. ¡Por caridad! ¡Habrase visto!» En casa del padre de Catalina Ivanovna, que era coronel y casi gobernador, se reunían a veces cuarenta personas en la mesa, y aquella Amalia Feodorovna, mejor dicho, Ludwigovna, no habría podido figurar entre ellas de ningún modo.Catalina Ivanovna decidió no manifestar sus sentimientos en seguida, pero se prometió parar los pies aquel mismo día a aquella impertinente que sabe Dios lo que se habría creído. Por el momento se limitó a mostrarse fría con ella.

Otra circunstancia contribuyó a irritar a Catalina Ivanovna. Excepto el polaco, ningún inquilino había ido al cementerio. Pero en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera e insignificante de la casa.

Algunos incluso se presentaron vestidos de cualquier modo. En cambio, las personas un poco distinguidas parecían haberse puesto de acuerdo para no presentarse, empezando por Lujine, el más respetable de todos.

El mismo día anterior, por la noche, Catalina Ivanovna había explicado a todo el mundo, es decir, a Amalia Feodorovna, a Poletchka, a Sonia y al polaco, que Piotr Petrovitch era un hombre noble y magnánimo, y además rico y superiormente relacionado, que había sido amigo de su primer esposo y había frecuentado la casa de su padre. Y afirmó que le había prometido dar los pasos necesarios para que le asignaran una importante pensión. A propósito de esto hay que decir que cuando Catalina Ivanovna se hacía lenguas de la fortuna o las relaciones de alguien y se envanecía de ello, no lo hacía por interés personal, sino simplemente para realzar el prestigio de la persona que era objeto de sus alabanzas.

Como Lujine, y seguramente por seguir su ejemplo, faltaba aquel tunante de Lebeziatnikof. ¿Qué idea se habría forjado de sí mismo aquel hombre? Ella le había invitado solamente porque compartía la habitación de Piotr Petrovitch y habría sido un desaire no hacerlo. Tampoco habían acudido una gran señora y su hija, no ya demasiado joven, que vivían desde hacía sólo dos semanas en casa de la señora Lipevechsel, pero que habían tenido tiempo para quejarse más de una vez de los ruidos y los gritos procedentes de la habitación de los Marmeladof, sobre todo cuando el difunto llegaba bebido. Como es de suponer, Catalina Ivanovna había sido informada inmediatamente de ello por Amalia Ivanovna en persona, que, en el calor de sus disputas, había llegado a amenazarla con echarla a la calle con toda su familia por turbar —así lo decía a voz en grito— el reposo de unos inquilinos tan honorables que los Marmeladof no eran dignos ni siquiera de atarles los cordones de los zapatos.

Catalina Ivanovna había tenido especial interés en invitar a aquellas dos damas «a las que ni siquiera merecía atar los cordones de los zapatos», sobre todo porque le habían vuelto la cabeza desdeñosamente cada vez que se habían encontrado con ella. Catalina Ivanovna se decía que su invitación era un modo de demostrarles que era superior a ellas en sentimientos y que sabía perdonar las malas acciones. Por otra parte, las invitadas tendrían ocasión de convencerse de que ella no había nacido para vivir como vivía. Catalina Ivanovna tenía la intención de explicarles todo esto en la mesa, hablándolestambién de las funciones de gobernador desempeñadas en otros tiempos por su padre. Y entonces, de paso, les diría que no había motivo para que le volviesen la cabeza cuando se cruzaban con ella y que tal proceder era sencillamente ridículo.

También faltaba un grueso teniente coronel (en realidad no era más que un capitán retirado), pero se supo que estaba enfermo y obligado a guardar cama desde el día anterior.

En fin, que sólo asistieron, además del polaco, un miserable empleadillo, de aspecto horrible, vestido con ropas grasientas, que despedía un olor nauseabundo y, por añadidura, era mudo como un poste; un viejecillo sordo y casi ciego que había sido empleado de correos y cuya pensión en casa de Amalia Ivanovna corría a cargo, desde tiempo inmemorial y sin que nadie supiera por qué, de un desconocido; un teniente retirado, o, mejor dicho, empleado de intendencia…

Este último entró del modo más incorrecto, lanzando grandes carcajadas.

¡Y sin chaleco!

Apareció otro invitado, que fue a sentarse a la mesa directamente, sin ni siquiera saludar a Catalina Ivanovna. Y, finalmente, se presentó un individuo en bata. Esto era demasiado, y Amalia Ivanovna lo hizo salir con ayuda del polaco. Éste había traído a dos compatriotas que nadie de la casa conocía, porque jamás habían vivido en ella.

Todo esto irritó profundamente a Catalina Ivanovna, que juzgó que no valía la pena haber hecho tantos preparativos. Por temor a que faltara espacio, había dispuesto los cubiertos de los niños no en la mesa común, que ocupaba casi toda la habitación, sino en un rincón sobre un baúl. Los dos más pequeños estaban sentados en una banqueta, y Poletchka, como niña mayor, había de cuidar de ellos, hacerles comer, sonarlos, etc.

Dadas las circunstancias, Catalina Ivanovna se creyó obligada a recibir a sus invitados con la mayor dignidad e incluso con cierta altanería. Les dirigió, especialmente a algunos, una mirada severa y los invitó desdeñosamente a sentarse a la mesa. Achacando, sin que supiera por qué, a Amalia Ivanovna la culpa de la ausencia de los demás invitados, empezó de pronto a tratarla con tanta descortesía, que la patrona no tardó en advertirlo y se sintió profundamente ofendida.

La comida comenzó bajo los peores auspicios. Al fin todo el mundo se sentó a la mesa. Raskolnikof había aparecido en el momento en que regresaban los que habían ido al cementerio. Catalina Ivanovna se mostró encantada de verle, en primer lugar porque, entre todos los presentes, él era la única persona culta (lo presentó a sus invitados diciendo que dos años despuéssería profesor de la universidad de Petersburgo), y en segundo lugar, porque se había excusado inmediatamente y en los términos más respetuosos de no haber podido asistir al entierro, pese a sus grandes deseos de no faltar.

Catalina Ivanovna se arrojó sobre él y lo sentó a su izquierda, ya que Amalia Ivanovna se había sentado a su derecha, e inmediatamente empezó a hablar con él en voz baja, a pesar del bullicio que había en la habitación y de sus preocupaciones de dueña de casa que quería ver bien servido a todo el mundo, y, además, pese a la tos que le desgarraba el pecho. Catalina Ivanovna confió a Raskolnikof su justa indignación ante el fracaso de la comida, indignación cortada a cada momento por las más incontenibles y mordaces burlas contra los invitados y especialmente contra la patrona.

—La culpable de todo es esa detestable lechuza, de ella y sólo de ella. Ya sabe usted de quién hablo.

Catalina Ivanovna le indicó a la patrona con un movimiento de cabeza y continuó:

—Mírela. Se da cuenta de que estamos hablando de ella, pero no puede oír lo que decimos: por eso abre tanto los ojos. ¡La muy lechuza! ¡Ja, ja, ja! —Un golpe de tos y continuó—: ¿Qué perseguirá con la exhibición de ese gorro? — Tosió de nuevo—. ¿Ha observado usted que pretende hacer creer a todo el mundo que me protege y me hace un honor asistiendo a esta comida? Yo le rogué que invitara a personas respetables, tan respetables como lo soy yo misma, y que diera preferencia a los que conocían al difunto. Y ya ve usted a quién ha invitado: a una serie de patanes y puercos. Mire ese de la cara sucia.

Es una porquería viviente…Y a esos polacos nadie los ha visto nunca aquí. Yo no tengo la menor idea de quiénes son ni de dónde han salido… ¿Para qué demonio habrán venido? Mire qué quietecitos están… ¡Eh, pane! —gritó de pronto a uno de ellos—. ¿Ha comido usted crêpes? ¡Coma más! ¡Y beba cerveza! ¿Quiere vodka…? Fíjese: se levanta y saluda. Mire, mire…Deben de estar hambrientos los pobres diablos. ¡Que coman! Por lo menos, no arman bulla…Pero temo por los cubiertos de la patrona, que son de plata…Oiga, Amalia Ivanovna —dijo en voz bastante alta, dirigiéndose a la señora Lipevechsel—, sepa usted que si se diera el caso de que desaparecieran sus cubiertos, yo me lavaría las manos. Se lo advierto.

Y se echó a reír a carcajadas, mirando a Raskolnikof e indicando a la patrona con movimientos de cabeza. Parecía muy satisfecha de su ocurrencia.

—No se ha enterado, todavía no se ha enterado. Ahí está con la boca abierta. Mírela: parece una lechuza, una verdadera lechuza adornada con cintas nuevas… ¡Ja, ja, ja!

Esta risa terminó en un nuevo y terrible acceso de tos que duró variosminutos. Su pañuelo se manchó de sangre y el sudor cubrió su frente. Mostró en silencio la sangre a Raskolnikof, y cuando hubo recobrado el aliento, empezó a hablar nuevamente con gran animación, mientras rojas manchas aparecían en sus pómulos.

—óigame, yo le confié la misión delicadísima, sí, verdaderamente delicada, de invitar a esa señora y a su hija…Ya sabe usted a quién me refiero…Había que proceder con sumo tacto. Pues bien, ella cumplió el encargo de tal modo, que esa estúpida extranjera, esa orgullosa criatura, esa mísera provinciana, que, en su calidad de viuda de un mayor, ha venido a solicitar una pensión y se pasa el día dando la lata por los despachos oficiales, con un dedo de pintura en cada mejilla, ¡a los cincuenta y cinco años…!; esa cursi, no sólo no se ha dignado aceptar mi invitación, sino que ni siquiera ha juzgado necesario excusarse, como exige la más elemental educación.

Tampoco comprendo por qué ha faltado Piotr Petrovitch…Pero ¿qué le habrá pasado a Sonia? ¿Dónde estará…? ¡Ah, ya viene…! ¿Qué te ha ocurrido, Sonia? ¿Dónde te has metido? Debiste arreglar las cosas de modo que pudieras acudir puntualmente a los funerales de tu padre…Rodion Romanovitch, hágale sitio a su lado…Siéntate, Sonia, y coge lo que quieras. Te recomiendo esta carne en gelatina. En seguida traerán los crêpes… ¿Ya están servidos los niños? ¿No te hace falta nada, Poletchka…? Pórtate bien, Lena; y tú, Kolia, no muevas las piernas de ese modo. Compórtate como un niño de buena familia… ¿Qué hay, Sonetchka?

Sonia se apresuró a transmitirle las excusas de Piotr Petrovitch, levantando la voz cuanto pudo, a fin de que todos la oyeran, y exagerando las expresiones de respeto de Lujine. Añadió que Piotr Petrovitch le había dado el encargo de decirle que vendría a verla tan pronto como le fuera posible para hablar de negocios, ponerse de acuerdo sobre los pasos que había de dar, etc.

Sonia sabía que estas palabras tranquilizarían a Catalina Ivanovna y, sobre todo, que serían un bálsamo para su amor propio. Se había sentado al lado de Raskolnikof y le había dirigido una mirada rápida y curiosa; pero durante el resto de la comida evitó mirarle y hablarle.

Al mismo tiempo que distraída, parecía estar atenta a descubrir el menor deseo en el semblante de su madrastra. Ninguna de las dos iba de luto, por no tener vestido negro. Sonia llevaba un trajecito pardo, y Catalina Ivanovna un vestido de indiana oscuro, a rayas, que era el único que tenía.

Las excusas de Piotr Petrovitch produjeron excelente impresión. Después de haber escuchado las palabras de Sonia con grave semblante, Catalina Ivanovna se informó con la misma dignidad de la salud de Piotr Petrovitch. En seguida dijo a Raskolnikof, casi en voz alta, que habría sido verdaderamente chocante ver un hombre tan serio y respetable como Lujine en aquella extrañasociedad, y que se comprendía que no hubiera acudido, a pesar de los lazos de amistad que le unían a su familia.

—He aquí por qué le agradezco especialmente, Rodion Romanovitch, que no haya despreciado mi hospitalidad, aunque usted está en condiciones parecidas —añadió en voz lo bastante alta para que todos la oyeran—.Estoy segura de que sólo la gran amistad que le unía a mi pobre esposo ha podido inducirle a mantener su palabra.

Acto seguido recorrió las caras de todos los invitados con una mirada ceñuda, y de pronto, de un extremo a otro de la mesa, preguntó al viejo sordo si no quería más asado y si había bebido oporto. El viejecito no contestó y tardó un buen rato en comprender lo que le preguntaban, aunque sus vecinos habían empezado a zarandearlo para reírse a su costa. Él no hacía más que mirar confuso en todas direcciones, lo que llevaba al colmo la alegría general.

—¡Qué estúpido! —exclamó Catalina Ivanovna, dirigiéndose a Raskolnikof—. ¡Fíjese! ¿Por qué le habrán traído? En cuanto a Piotr Petrovitch, siempre he estado segura de él, y en verdad puede decirse —ahora se dirigía a Amalia Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió intimidada— que no se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Mi padre no las habría querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el honor de recibirlas, habría sido tan sólo por su excesiva bondad.

—¡Y cómo le gustaba beber! —exclamó de pronto el antiguo empleado de intendencia mientras vaciaba su décima copa de vodka—.¡Tenía verdadera debilidad por la bebida!

Catalina Ivanovna se revolvió al oír estas palabras.

—Mi difunto marido tenía ciertamente ese defecto, nadie lo ignora, pero era un hombre de gran corazón que amaba y respetaba a su familia. Su desgracia fue que, llevado de su bondad excesiva, alternaba con todo el mundo, y sólo Dios sabe los desarrapados con que se reuniría para beber. Los individuos con que trataba valían menos que su dedo meñique. Figúrese usted, Rodion Romanovitch, que encontraron en su bolsillo un gallito de mazapán.

Ni siquiera cuando estaba embriagado olvidaba a sus hijos.

—¿Un gaaallito? —exclamó el ex empleado de intendencia—.¿Ha dicho usted un ga…gallito?

Catalina Ivanovna no se dignó contestar. Estaba pensativa. De pronto lanzó un suspiro.

Luego dijo, dirigiéndose a Raskolnikof:

—Usted creerá, sin duda, como cree todo el mundo, que yo era demasiadosevera con él. Pues no. Él me respetaba, me respetaba profundamente. Tenía un hermoso corazón y yo le compadecía a veces. Cuando, sentado en su rincón, levantaba los ojos hacia mí, yo me conmovía de tal modo, que sentía la tentación de mostrarme cariñosa con él. Pero me retenía la idea de que inmediatamente empezaría a beber de nuevo. Tenía que ser rigurosa, pues éste era el único modo de frenarlo.

—Sí —dijo el de intendencia, apurando una nueva copa de vodka—,había que tirarle de los pelos. Y muchas veces.

—Hay imbéciles —replicó vivamente Catalina Ivanovna —a los que no sólo habría que tirar del pelo, sino también que echarlos a la calle a escobazos…, y no me refiero al difunto precisamente.

Sus mejillas enrojecían cada vez más, la ahogaba la rabia y parecía a punto de estallar. Algunos invitados reían disimuladamente: al parecer, les divertía la escena. No faltaban los que incitaban al de intendencia, hablándole en voz baja: eran los eternos cizañeros.

—Per…mí…tame preguntarle a…quién se re…fiere usted —dijo el ex empleado—. Pero no…, no vale la pena…La cosa no tiene importancia…Una viuda…Una pobre viuda…La per…perdono…No se hable más del asunto.

Y se bebió otra copa de vodka.

Raskolnikof escuchaba todo esto en silencio y con una expresión de disgusto. Sólo comía por no desairar a Catalina Ivanovna, limitándose a mordisquear los manjares con que ella le llenaba continuamente el plato. Toda su atención estaba concentrada en Sonia. Ésta temblaba, dominada por una inquietud creciente, pues presentía que la comida terminaría mal, y seguía con la vista, aterrada, los progresos de la exasperación de Catalina Ivanovna. Sabía muy bien que ella misma, Sonia, había sido la causa principal del insultante desaire con que las dos damas habían respondido a la invitación de su madrastra. Se había enterado por Amalia Ivanovna de que la madre incluso se había sentido ofendida y había preguntado a la patrona: «¿Cree usted que yo puedo sentar a mi hija junto a esa…señorita?» La joven sospechaba que su madrastra estaba enterada de ello, en cuyo caso este insulto la mortificaría más que una afrenta dirigida contra ella misma, contra sus hijos y contra la memoria de su padre. En fin, que Catalina Ivanovna, ante el terrible ultraje, no descansaría hasta haber dicho a aquellas provincianas que las dos eran unas…, etc., etc.

Para colmo de desdichas, uno de los invitados que se sentaba en el otro extremo de la mesa envió a Sonia un plato donde se veían dos corazones traspasados por una flecha, modelados con pan de centeno. Catalina Ivanovna, en un súbito arranque de cólera, manifestó a voz en grito que el autor desemejante broma era seguramente un asno borracho.

Amalia Ivanovna, presa también de los peores presentimientos acerca del desenlace de la comida y, por otra parte, herida profundamente por la aspereza con que la trataba Catalina Ivanovna, se propuso dar un giro a la atención general y, al mismo tiempo, hacerse valer a los ojos de todos los presentes.

Para ello empezó a contar de pronto que un amigo suyo, que era farmacéutico y se llamaba Karl, había tomado una noche un simón cuyo cochero había intentado asesinarle.

—Y Karl le suplicó que no le matara, y se echó a llorar con las manos enlazadas. Tan aterrado estaba, que él también sintió su corazón traspasado.

Aunque esta historia le hizo sonreír, Catalina Ivanovna dijo que Amalia Ivanovna no debía contar anécdotas en ruso. La alemana se sintió profundamente ofendida y respondió que su Vater aus Berlin fue un hombre muy importante que paseaba todo el día las manos por los bolsillos.

La burlona Catalina Ivanovna no pudo contenerse y lanzó tal carcajada, que Amalia Ivanovna acabó por perder la paciencia y hubo de hacer un gran esfuerzo para no saltar.

—¿Ha oído usted a esa vieja lechuza? —siguió diciendo en voz baja Catalina Ivanovna a Raskolnikof—. Ha querido decir que su padre se paseaba con las manos en los bolsillos, y todo el mundo habrá creído que se estaba registrando los bolsillos a todas horas. ¡Ji, ji! ¿Ha observado usted, Rodion Romanovitch, que, por regla general, los extranjeros establecidos en Petersburgo, especialmente los alemanes, que llegan de Dios sabe dónde, son bastante menos inteligentes que nosotros? Dígame usted si no es una necedad contar una historia como esa del farmacéutico cuyo corazón estaba traspasado de espanto. El muy mentecato, en vez de echarse sobre el cochero y atarlo, enlaza las manos y llora y suplica… ¡Ah, qué mujer tan estúpida! Cree que esta historia es conmovedora y no se da cuenta de su necedad. A mi juicio, ese alcohólico que fue empleado de intendencia es más inteligente que ella.

Cuando menos, se ve en seguida que está dominado por la bebida y que hasta el último destello de su lucidez ha naufragado en alcohol…En cambio, todos esos que están tan serios y callados…Pero fíjese cómo abre los ojos esa mujer.

Está enojada… ¡Ja, ja, ja! Está que trina…

Catalina Ivanovna, con alegre entusiasmo, habló de otras mil cosas insignificantes, y de improviso anunció que tan pronto como obtuviera la pensión se retiraría a T***, su ciudad natal, para abrir un centro de enseñanza que se dedicaría a la educación de muchachas nobles. Aún no había hablado de este proyecto a Raskolnikof, y se lo expuso con todo detalle. Como por arte de magia, exhibió aquel diploma de que Marmeladof había hablado a Raskolnikof cuando le contó en una taberna que Catalina Ivanovna, al salir delpensionado, había bailado en presencia del gobernador y de otras personalidades la danza del chal. Podría creerse que Catalina Ivanovna utilizaba este diploma para demostrar su derecho a abrir un pensionado, pero su verdadero fin había sido otro: había pensado utilizarlo para confundir a aquellas provincianas endomingadas en el caso de que hubieran asistido a la comida de funerales, demostrándoles así que ella pertenecía a una de las familias más nobles, que era hija de un coronel y, en fin, que valía mil veces más que todas las advenedizas que en los últimos tiempos se habían multiplicado de un modo exorbitante.

El diploma dio la vuelta a la mesa. Los invitados lo pasaban de mano en mano, sin que Catalina Ivanovna se opusiera a ello, ya que aquel papel la presentaba en toutes lettres como hija de un consejero de la corte, de un caballero, lo que la autorizaba a considerarse hija de un coronel. Después, la viuda, inflamada de entusiasmo, empezó a hablar de la existencia tranquila y feliz que pensaba llevar en T***. Incluso se refirió a los profesores que llamaría para instruir a sus alumnas, citando al señor Mangot, viejo y respetable francés que le había enseñado a ella este idioma. Entonces estaba pasando los últimos años de su vida en T*** y no vacilaría en ingresar como profesor de su pensionado por un módico sueldo. Finalmente, anunció que Sonia la acompañaría y la ayudaría a dirigir el centro de enseñanza, lo cual produjo una risa ahogada en un extremo de la mesa.

Catalina Ivanovna fingió no haberla oído, pero, levantando de pronto la voz, empezó a enumerar las cualidades incontables que permitirían a Sonia Simonovna secundarla en su empresa. Ensalzó su dulzura, su paciencia, su abnegación, su nobleza de alma, su vasta cultura; dicho lo cual, le dio un golpecito cariñoso en la mejilla y se levantó para besarla, cosa que hizo dos veces. Sonia enrojeció y Catalina Ivanovna, hecha un mar de lágrimas, dijo de pronto que era una tonta que se dejaba impresionar demasiado por los acontecimientos y que, ya que la comida había terminado, iba a servir el té.

Entonces Amalia Ivanovna, molesta por el hecho de no haber podido pronunciar una sola palabra en la conversación precedente, y también al ver que nadie le prestaba atención, decidió arriesgarse nuevamente y, aunque dominada por cierta inquietud, hizo a Catalina Ivanovna la sabia observación de que debería prestar atención especialísima a la ropa interior de las alumnas (die Wasche) y de contratar una mujer para que se cuidara exclusivamente de ello (die Dame), y, en fin, que sería una medida prudente vigilar a las muchachas, de modo que no pudieran leer novelas por las noches. Catalina Ivanovna, que se hallaba bajo los efectos estimulantes de la animada ceremonia, le respondió ásperamente que sus observaciones eran desatinadas y que no entendía nada, que el cuidado de la Wasche incumbía al ama de llaves y no a la directora de un pensionado de muchachas nobles. En cuanto a laobservación relacionada con la lectura de novelas, le parecía simplemente una inconveniencia. Todo esto equivalía a decirle que se callase.

De pronto, Amalia Ivanovna enrojeció y replicó agriamente que ella siempre había dado muestras de las mejores intenciones y que hacía ya bastante tiempo que no recibía Geld por el alquiler de la habitación de Catalina Ivanovna. Ésta le replicó que mentía al hablar de buenas intenciones, pues el mismo día anterior, cuando el difunto estaba todavía en el aposento, se había presentado para reclamarle con malos modos el dinero del alquiler.

Entonces la patrona dijo que había invitado a las dos damas y que éstas no habían aceptado porque era nobles y no podían ir a casa de una mujer que no era noble. A lo cual repuso Catalina Ivanovna que, como ella no era nada, no estaba capacitada para juzgar a la verdadera nobleza. Amalia Ivanovna no pudo soportar esta insolencia y declaró que su Vater aus Berlin era un hombre muy importante que siempre iba con las manos en los bolsillos y haciendo «¡puaf, puaf!» Y para dar una idea más exacta de cómo era el tal Vater, la señora Lipevechsel se levantó, introdujo las dos manos en sus bolsillos, hinchó los carrillos y empezó a imitar el «¡puaf, puaf!» paterno, en medio de las risas de todos los inquilinos, cuya intención era alentarla, con la esperanza de asistir a una batalla entre las dos mujeres.

Catalina Ivanovna, incapaz de seguir conteniéndose, declaró a voz en grito que seguramente Amalia Ivanovna no había tenido nunca Vater, que era una vulgar finesa de Petersburgo, una borracha que había sido cocinera o algo peor.

La señora Lipevechsel se puso tan roja como un pimiento y replicó a grandes voces que era Catalina Ivanovna la que no había tenido Vater, pero que ella tenía un Vater aus Berlin que llevaba largos redingotes y siempre iba haciendo «¡puaf, puaf!»

Catalina Ivanovna respondió desdeñosamente que todo el mundo conocía su propio origen y que en su diploma se decía con caracteres de imprenta que era hija de un coronel, mientras que el padre de Amalia Ivanovna, en el caso de que existiera, debía de ser un lechero finés; pero que era más que probable que ella no tuviera padre, ya que nadie sabía aún cuál era su patronímico, es decir, si se llamaba Amalia Ivanovna o Amalia Ludwigovna.

Al oír estas palabras, la patrona, fuera de sí, empezó a golpear con el puño la mesa mientras decía a grandes gritos que ella era Ivanovna y no Ludwigovna, que su Vater se llamaba Johann y era bailío, cosa que no había sido jamás el Vater de Catalina Ivanovna.

Ésta se levantó en el acto y, con una voz cuya calma contrastaba con la palidez de su semblante y la agitación de su pecho, dijo a Amalia Ivanovna que si osaba volver a comparar, aunque sólo fuera una vez, a su miserableVater con su padre, le arrancaría el gorro y se lo pisotearía.

Al oír esto, Amalia Ivanovna empezó a ir y venir precipitadamente por la habitación, gritando con todas sus fuerzas que ella era la dueña de la casa y que Catalina Ivanovna debía marcharse inmediatamente.

Acto seguido se arrojó sobre la mesa y empezó a recoger sus cubiertos de plata.

A esto siguió una confusión y un alboroto indescriptibles. Los niños se echaron a llorar. Sonia se abalanzó sobre su madrastra para intentar retenerla, pero cuando Amalia Ivanovna aludió a la tarjeta amarilla, la viuda rechazó a la muchacha y se fue derecha a la patrona con la intención de poner en práctica su amenaza.

En este momento se abrió la puerta y apareció en el umbral Piotr Petrovitch Lujine, que paseó una mirada atenta y severa por toda la concurrencia.

CAPÍTULO 3

Piotr Petrovitch —exclamó Catalina Ivanovna—, protéjame. Haga comprender a esta mujer estúpida que no tiene derecho a insultar a una noble dama abatida por el infortunio, y que hay tribunales para estos casos…Me quejaré ante el gobernador general en persona y ella tendrá que responder de sus injurias…En memoria de la hospitalidad que recibió usted de mi padre, defienda a estos pobres huérfanos.

—Permítame, señora, permítame —respondió Piotr Petrovitch, tratando de apartarla—. Yo no he tenido jamás el honor, y usted lo sabe muy bien, de tratar a su padre. Perdone, señora —alguien se echó a reír estrepitosamente—, pero no tengo la menor intención de mezclarme en sus continuas disputas con Amalia Ivanovna…Vengo aquí para un asunto personal. Deseo hablar inmediatamente con su hijastra Sonia Simonovna. Se llama así, ¿no es cierto? Permítame…

Y Piotr Petrovitch, pasando por el lado de Catalina Ivanovna, se dirigió al extremo opuesto de la habitación, donde estaba Sonia.

Catalina Ivanovna quedó clavada en el sitio, como fulminada. No comprendía por qué Piotr Petrovitch negaba que había sido huésped de su padre. Esta hospitalidad creada por su fantasía había llegado a ser para ella un artículo de fe. Por otra parte, le sorprendía el tono seco, altivo y casi desdeñoso con que le había hablado Lujine.Ante la aparición de Piotr Petrovitch se había ido restableciendo el silencio poco a poco. Aun dejando aparte que la gravedad y la corrección de aquel hombre de negocios contrastaba con el aspecto desaliñado de los inquilinos de la señora Lipevechsel, todos ellos comprendían que sólo un motivo de excepcional importancia podía justificar la presencia de Lujine en aquel lugar y, en consecuencia, esperaban un golpe teatral.

Raskolnikof, que estaba al lado de Sonia, se apartó para dejar el paso libre a Piotr Petrovitch, el cual, al parecer, no advirtió su presencia.

Transcurrido un instante, apareció Lebeziatnikof, pero no entró en la habitación, sino que se quedó en el umbral. En su semblante se mezclaban la curiosidad y la sorpresa, y prestó atención a lo que allí se decía, demostrando un vivo interés, pero con el gesto del que nada comprende.

—Perdónenme que les interrumpa —dijo Piotr Petrovitch sin dirigirse a nadie particularmente—, pero me he visto obligado a venir por un asunto de gran importancia. Además, celebro poder hablar ante testigos. Amalia Ivanovna, le ruego que, en su calidad de propietaria de la casa, preste atención al diálogo que voy a mantener con Sonia Simonovna.

Y volviéndose hacia la joven, que daba muestras de profunda sorpresa y estaba atemorizada, continuó:

—Sonia Simonovna, inmediatamente después de su visita he advertido la desaparición de un billete de Banco de cien rublos que estaba sobre una mesa en la habitación de mi amigo Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Si usted sabe dónde está ese billete y me lo dice, le doy palabra de honor, en presencia de todos estos testigos, de que el asunto no pasará adelante. En el caso contrario, me veré obligado a tomar medidas más serias, y entonces no tendrá derecho a quejarse sino de usted misma.

Un gran silencio siguió a estas palabras. Incluso los niños dejaron de llorar.

Sonia, pálida como una muerta, miraba a Lujine sin poder pronunciar palabra. Daba la impresión de no haber comprendido. Transcurrieron unos segundos.

—Bueno, decídase —le dijo Piotr Petrovitch, mirándola fijamente.

—Yo no sé…, yo no sé nada —repuso Sonia con voz débil.

—¿De modo que no sabe usted nada?

Dicho esto, Lujine dejó pasar varios segundos más. Luego continuó, en tono severo:

—Piénselo bien, señorita. Le doy tiempo para que reflexione. Comprenda que si no estuviera completamente seguro de lo que digo, me guardaría muchode acusarla tan formalmente como lo estoy haciendo. Tengo demasiada experiencia para exponerme a un proceso por difamación…Esta mañana he negociado varios títulos por un valor nominal de unos tres mil rublos. La suma exacta consta en mi cuaderno de notas. Al regresar a mi casa he contado el dinero: Andrés Simonovitch es testigo. Después de haber contado dos mil trescientos rublos, los he puesto en una cartera que me he guardado en el bolsillo. Sobre la mesa han quedado alrededor de quinientos rublos, entre los que había tres billetes de cien. Entonces ha llegado usted, llamada por mí, y durante todo el tiempo que ha durado su visita ha dado usted muestras de una agitación extraordinaria, hasta el extremo de que se ha levantado tres veces, en su prisa por marcharse, aunque nuestra conversación no había terminado.

Andrés Simonovitch es testigo de que todo cuanto acabo de decir es exacto.

Creo que no lo negará usted, señorita. La he mandado llamar por medio de Andrés Simonovitch con el exclusivo objeto de hablar con usted sobre la triste situación en que ha quedado su segunda madre, Catalina Ivanovna (cuya invitación me ha sido imposible atender), y tratar de la posibilidad de ayudarla mediante una rifa, una suscripción o algún otro procedimiento semejante…Le doy todos estos detalles, en primer lugar, para recordarle cómo han ocurrido las cosas, y en segundo, para que vea usted que lo recuerdo todo perfectamente…Luego he cogido de la mesa un billete de diez rublos y se lo he entregado, haciendo constar que era mi aportación personal y el primer socorro para su madrastra…Todo esto ha ocurrido en presencia de Andrés Simonovitch. Seguidamente la he acompañado hasta la puerta y he podido ver que estaba tan trastornada como cuando ha llegado. Cuando usted ha salido, yo he estado conversando durante unos diez minutos con Andrés Simonovitch.

Finalmente, él se ha retirado y yo me he acercado a la mesa para recoger el resto de mi dinero, contarlo y guardarlo. Entonces, con profundo asombro, he visto que faltaba uno de los tres billetes. Comprenda usted, señorita. No puedo sospechar de Andrés Simonovitch. La simple idea de esta sospecha me parece un disparate. Tampoco es posible que me haya equivocado en mis cuentas, porque las he verificado momentos antes de llegar usted y he comprobado su exactitud. Comprenda que la agitación que usted ha demostrado, su prisa en marcharse, el hecho de que haya tenido usted en todo momento las manos sobre la mesa, y también, en fin, su situación social y los hábitos propios de ella, son motivos suficientes para que me vea obligado, muy a pesar mío y no sin cierto horror, a concebir contra usted sospechas, crueles sin duda pero legítimas. Quiero añadir y repetir que, por muy convencido que esté de su culpa, sé que corro cierto riesgo al acusarla. Sin embargo, no vacilo en hacerlo, y le diré por qué. Lo hago exclusivamente por su ingratitud. La llamo para hablar de una posible ayuda a su infortunada segunda madre, le entrego mi óbolo de diez rublos, y he aquí el pago que usted me da. No, esto no está nada bien. Necesita usted una lección. Reflexione. Le hablo como le hablaríasu mejor amigo, y, en verdad, no puede usted tener en este momento otro amigo mejor, pues, si no lo fuese, procedería con todo rigor e inflexibilidad.

Bueno, ¿qué dice usted?

—Yo no le he quitado nada —murmuró Sonia, aterrada—. Usted me ha dado diez rublos. Mírelos. Se los devuelvo.

Sacó el pañuelo del bolsillo, deshizo un nudo que había en él, sacó el billete de diez rublos que Lujine le había dado y se lo ofreció.

—¿Así —dijo Piotr Petrovitch en un tono de censura y sin tomar el billete —, persiste usted en negar que me ha robado cien rublos?

Sonia miró en todas direcciones y sólo vio semblantes terribles, burlones, severos o cargados de odio. Dirigió una mirada a Raskolnikof, que estaba en pie junto a la pared. El joven tenía los brazos cruzados y fijaba en ella sus ardientes ojos.

—¡Dios mío! —gimió Sonia.

—Amalia Ivanovna —dijo Lujine en un tono dulce, casi acariciador—, habrá que llamar a la policía, y le ruego que haga subir al portero para que esté aquí mientras llegan los agentes.

—Gott der barmherzige! —dijo la señora Lipevechsel—. Ya sabía yo que era una ladrona.

—¿Conque lo sabía usted? Entonces no cabe duda de que existen motivos para que usted haya pensado en ello. Honorable Amalia Ivanovna, le ruego que no olvide las palabras que acaba de pronunciar, por cierto ante testigos.

En este momento se alzaron rumores de todas partes. La concurrencia se agitaba.

—¿Pero qué dice usted? —exclamó de pronto Catalina Ivanovna, saliendo de su estupor y arrojándose sobre Lujine—. ¿Se atreve a acusarla de robo? ¡A ella, a Sonia! ¡Cobarde, canalla!

Se arrojó sobre Sonia y la rodeó con sus descarnados brazos.

—¡Sonia! ¿Cómo has podido aceptar diez rublos de este hombre? ¡Qué infeliz eres! ¡Dámelos, dámelos en seguida…! ¡Ahí los tiene!

Catalina Ivanovna se había apoderado del billete, lo estrujó y se lo tiró a Lujine a la cara. El papel, hecho una bola, fue a dar contra un ojo de Piotr

Petrovitch y después cayó al suelo. Amalia Ivanovna se apresuró a recogerlo. Lujine se indignó.

—¡Cojan a esta loca!

En ese momento, varias personas aparecieron en el umbral, al lado deLebeziatnikof. Entre ellas estaban las dos provincianas.

—¿Loca? ¿Loca yo? —gritó Catalina Ivanovna—. ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil agente de negocios, un infame…! ¡Sonia quitarle dinero!

¡Sonia una ladrona! ¡Antes te lo daría que quitártelo, idiota!

Lanzó una carcajada histérica y, yendo de inquilino en inquilino y
señalando a Lujine, exclamaba:

—¿Ha visto usted un imbécil semejante?

De pronto vio a Amalia Ivanovna y se detuvo.

—¡Y tú también, salchichera, miserable prusiana! ¡Tú también crees que es una ladrona…! ¿Cómo es posible? ¡Ella —dijo a Lujine— ha venido de tu habitación aquí, y de aquí no ha salido, granuja, más que granuja! ¡Todo el mundo ha visto que se ha sentado a la mesa y no se ha movido! ¡Se ha sentado al lado de Rodion Romanovitch…! ¡Regístrenla! ¡Como no ha ido a ninguna parte, si ha cogido el billete ha de llevarlo encima…! Busca, busca…Pero si no encuentras nada, amigo mío, tendrás que responder de tus injurias… ¡Iré a quejarme al emperador en persona, al zar misericordioso! Me arrojaré a sus pies, ¡y hoy mismo! Como soy huérfana, me dejarán entrar. ¿Crees que no me recibirá? Estás muy equivocado. Llegaré hasta él…Confiabas en la bondad y en la timidez de Sonia, ¿verdad? Seguro que contabas con eso. Pero yo no soy tímida y nos las vas a pagar. ¡Busca, regístrala! ¡Hala! ¿Qué esperas?

Catalina Ivanovna, ciega de rabia, sacudía a Lujine y lo arrastraba hacia Sonia.

—Lo haré, correré con esa responsabilidad…Pero cálmese, señora. Ya veo que usted no teme a nada ni a nadie. Esto…, esto se debía hacer en la comisaría…Aunque —prosiguió Lujine, balbuceando —hay aquí bastantes testigos…Estoy dispuesto a registrarla…Sin embargo, es una cuestión delicada, a causa de la diferencia de sexos…Si Amalia Ivanovna quisiera ayudarnos…Desde luego, no es así como se hacen estas cosas, pero hay casos en que…

—¡Hágala registrar por quien quiera! —vociferó Catalina Ivanovna—.Enséñale los bolsillos… ¡Mira, mira, monstruo! En éste no hay nada más que un pañuelo, como puedes ver. Ahora el otro. ¡Mira, mira! ¿Lo ves bien?

Y Catalina Ivanovna, no contenta con vaciar los bolsillos de Sonia, los volvió del revés uno tras otro. Pero apenas deshizo los pliegues que se habían formado en el forro del segundo, el de la derecha, saltó un papelito que, describiendo en el aire una parábola, cayó a los pies de Lujine. Todos lo vieron y algunos lanzaron una exclamación. Piotr Petrovitch se inclinó, cogió el papel con los dedos y lo desplegó: era un billete de cien rublos plegado en ochodobles. Lujine lo hizo girar en su mano a fin de que todo el mundo lo viera.

—¡Ladrona! ¡Fuera de aquí! ¡La policía! ¡La policía! —exclamó la señora Lipevechsel—. ¡Deben mandarla a Siberia! ¡Fuera de aquí!

De todas partes salían exclamaciones. Raskolnikof no cesaba de mirar en silencio a Sonia; sólo apartaba los ojos de ella de vez en cuando para fijarlos en Lujine. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera podía sentir asombro. De pronto le subió una oleada de sangre a la cara, se la cubrió con las manos y lanzó un grito.

—¡Yo no he sido! ¡Yo no he cogido el dinero! ¡Yo no sé nada! —exclamó en un alarido desgarrador y, corriendo hacia Catalina Ivanovna.

Ésta le abrió el asilo inviolable de sus brazos y la estrechó convulsivamente contra su corazón.

—¡Sonia, Sonia! ¡Yo no lo creo; ya ves que yo no lo creo! —exclamó Catalina Ivanovna, rechazando la evidencia.

Y mecía en sus brazos a Sonia como si fuera una niña, y la estrechaba una y otra vez contra su pecho, o le cogía las manos y se las cubría de besos apasionados.

—¿Robar tú? ¡Qué imbéciles, Señor! ¡Necios, todos sois unos necios! — gritó, dirigiéndose a los presentes—. ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón!

¿Robar ella…, ella? ¡Pero si sería capaz de vender hasta su último trozo de ropa y quedarse descalza para socorrer a quien lo necesitase! ¡Así es ella! ¡Se hizo extender la tarjeta amarilla para que mis hijos y yo no muriésemos de hambre! ¡Se vendió por nosotros! ¡Ah, mi querido difunto, mi pobre difunto!

¿Ves esto, pobre esposo mío? ¡Qué comida de funerales, Señor! ¿Por qué no la defiendes, Dios mío? ¿Y qué hace usted ahí, Rodion Romanovitch, sin decir nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree culpable?

¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor, Señor!

¿Por qué no la defiendes?

La desesperación de la infortunada Catalina Ivanovna produjo profunda y general emoción. Aquel rostro descarnado de tísica, contraído por el sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre se había coagulado; aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo esto expresaba un dolor tan punzante, que era imposible permanecer indiferente ante él. Por lo menos Piotr Petrovitch dio muestras de compadecerse.

—Cálmese, señora, cálmese —dijo gravemente—. Este asunto no le concierne en lo más mínimo. Nadie piensa acusarla de premeditación ni decomplicidad, y menos habiendo sido usted misma la que ha descubierto el robo al registrarle los bolsillos. Esto basta para demostrar su inocencia…Me siento inclinado a ser indulgente ante un acto en que la miseria puede haber sido el móvil que ha impulsado a Sonia Simonovna. Pero ¿por qué no quiere usted confesar, señorita? ¿Teme usted al deshonor? ¿Ha sido la primera vez?

¿Acaso ha perdido usted la cabeza? Todo esto es comprensible, muy comprensible…Sin embargo, ya ve usted a lo que se ha expuesto…Señores — continuó, dirigiéndose a la concurrencia—, dejándome llevar de un sentimiento de compasión y de simpatía, por decirlo así, estoy dispuesto todavía a perdonarlo todo, a pesar de los insultos que se me han dirigido.

Se volvió de nuevo hacia Sonia y añadió:
—Pero que esta humillación que hoy ha sufrido usted, señorita, le sirva de lección para el futuro. Daré el asunto por terminado y las cosas no pasarán de aquí.

Piotr Petrovitch miró de reojo a Raskolnikof, y las miradas de ambos se encontraron. Los ojos del joven llameaban.

Catalina Ivanovna, como si nada hubiera oído, seguía abrazando y besando a Sonia con frenesí. También los niños habían rodeado a la joven y la estrechaban con sus débiles bracitos.

Poletchka, sin comprender lo que sucedía, sollozaba desgarradoramente, apoyando en el hombro de Sonia su linda carita, bañada en lágrimas.

—¡Qué ruindad! —dijo de pronto una voz desde la puerta.

Piotr Petrovitch se volvió inmediatamente.

—¡Qué ruindad! —repitió Lebeziatnikof sin apartar de él la vista.

Lujine se estremeció (todos recordarían este detalle más adelante), y Andrés Simonovitch entró en la habitación.

—¿Cómo ha tenido usted valor para invocar mi testimonio? —dijo acercándose a Lujine.

Piotr Petrovitch balbuceó:

—¿Qué significa esto, Andrés Simonovitch? No sé de qué me habla.

—Pues esto significa que usted es un calumniador. ¿Me entiende usted ahora?

Lebeziatnikof había pronunciado estas palabras con enérgica resolución y mirando duramente a Lujine con sus miopes ojillos. Estaba furioso.

Raskolnikof no apartaba la vista de la cara de Andrés Simonovitch y le escuchaba con avidez, sin perder ni una sola de sus palabras.Hubo un silencio. Piotr Petrovitch pareció desconcertado, sobre todo en los primeros momentos.

—Pero ¿qué le pasa? —balbuceó—. ¿Está usted en su juicio?

—Sí, estoy en mi juicio, y usted…, usted es un miserable… ¡Qué villanía!

lo he oído todo, y si no he hablado hasta ahora ha sido para ver si comprendía por qué ha obrado usted así, pues le confieso que hay cosas que no tienen explicación para mí… ¿Por qué lo ha hecho usted? No lo comprendo.

—Pero ¿qué he hecho yo? ¿Quiere dejar de hablar en jeroglífico? ¿Es que ha bebido más de la cuenta?

—Usted, hombre vil, sí que es posible que se emborrache. Pero yo no bebo jamás ni una gota de vodka, porque mis principios me lo vedan…Sepan ustedes que ha sido él, él mismo, el que ha transmitido con sus propias manos el billete de cien rublos a Sonia Simonovna. Yo lo he visto, yo he sido testigo de este acto. Y estoy dispuesto a declarar bajo juramento. ¡El mismo, él mismo! —repitió Lebeziatnikof, dirigiéndose a todos.

—¿Está usted loco? —exclamó Lujine—. La misma interesada, aquí presente, acaba de afirmar ante testigos que sólo ha recibido de mi un billete de diez rublos. ¿Cómo puede usted decir que le he dado el otro billete?

—¡Lo he visto, lo he visto! —repitió Lebeziatnikof—. Y, aunque ello sea contrario a mis principios, estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento ante la justicia. Yo he visto cómo le introducía usted disimuladamente ese dinero en el bolsillo. En mi candidez, he creído que lo hacía usted por caridad. En el momento en que usted le decía adiós en la puerta, mientras le tendía la mano derecha, ha deslizado con la izquierda en su bolsillo un papel. ¡Lo he visto, lo he visto!

Lujine palideció.

—¡Eso es pura invención! —exclamó, en un arranque de insolencia—.Usted estaba entonces junto a la ventana. ¿Cómo es posible que desde tan lejos viera el papel? Su miopía le ha hecho ver visiones. Ha sido una alucinación y nada más.

—No, no he sufrido ninguna alucinación. A pesar de la distancia, me he dado perfecta cuenta de todo. En efecto, desde la ventana no he podido ver qué clase de papel era: en esto tiene usted razón. Sin embargo, cierto detalle me ha hecho comprender que el papelito era un billete de cien rublos, pues he visto claramente que, al mismo tiempo que entregaba a Sonia Simonovna el billete de diez rublos, cogía usted de la mesa otro de cien…Esto lo he visto perfectamente, porque entonces me hallaba muy cerca de usted, y recuerdo bien este detalle porque me ha sugerido cierta idea. Usted ha doblado el billetede cien rublos y lo ha mantenido en el hueco de la mano. Después he dejado de pensar en ello, pero cuando usted se ha levantado ha hecho pasar el billete de la mano derecha a la izquierda, con lo que ha estado a punto de caérsele.

Entonces me he vuelto a fijar en él, pues de nuevo he tenido la idea de que usted quería socorrer a Sonia Simonovna sin que yo me enterase. Ya puede usted suponer la gran atención con que desde ese instante he seguido hasta sus menores movimientos. Así he podido ver cómo le ha deslizado usted el billete en el bolsillo. ¡Lo he visto, lo he visto, y estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento!

Lebeziatnikof estaba rojo de indignación. Las exclamaciones más diversas surgieron de todos los rincones de la estancia. La mayoría de ellas eran de asombro, pero algunas fueron proferidas en un tono de amenaza. Los concurrentes se acercaron a Piotr Petrovitch y formaron un estrecho círculo en torno de él. Catalina Ivanovna se arrojó sobre Lebeziatnikof.

—¡Andrés Simonovitch, qué mal le conocía a usted! ¡Defiéndala! Es huérfana. Dios nos lo ha enviado, Andrés Simonovitch, mi querido amigo.

Y Catalina Ivanovna, en un arrebato casi inconsciente, se arrojó a los pies del joven.

—¡Está loco! —exclamó Lujine, ciego de rabia—. Todo son invenciones suyas… ¡Que si se había olvidado y luego se ha vuelto a acordar…! ¿Qué significa esto? Según usted, yo he puesto intencionadamente estos cien rublos en el bolsillo de esta señorita. Pero ¿por qué? ¿Con qué objeto?

—Esto es lo que no comprendo. Pero le aseguro que he dicho la verdad.

Tan cierto estoy de no equivocarme, miserable criminal, que en el momento en que le estrechaba la mano felicitándole, recuerdo que me preguntaba con qué fin habría regalado usted ese billete a hurtadillas, o, dicho de otro modo, por qué se ocultaba para hacerlo. Misterio. Me he dicho que tal vez quería usted ocultarme su buena acción al saber que soy enemigo por principio de la caridad privada, a la que considero como un paliativo inútil. He deducido, pues, que no quería usted que se supiera que entregaba a Sonia Simonovna una cantidad tan importante, y, además, que deseaba dar una sorpresa a la beneficiada…Todos sabemos que hay personas que se complacen en ocultar las buenas acciones…También me he dicho que tal vez quería usted poner a prueba a la muchacha, ver si volvía para darle las gracias cuando encontrara el dinero en su bolsillo. O, por el contrario, que deseaba usted eludir su gratitud, según el principio de que la mano derecha debe ignorar…, y otras mil suposiciones parecidas. Sólo Dios sabe las conjeturas que han pasado por mi cabeza…Decidí reflexionar más tarde a mis anchas sobre el asunto, pues no quería cometer la indelicadeza de dejarle entrever que conocía su secreto. De pronto me ha asaltado un temor: al no conocer su acto de generosidad, Sonia Simonovna podía perder el dinero sin darse cuenta. Por eso he tomado la determinación de venir a decirle que usted había depositado un billete de cien rublos en su bolsillo. Pero, al pasar, me he detenido en la habitación de las señoras Kobiliatnikof a fin de entregarles la «Ojeada general sobre el método positivo» y recomendarles especialmente el artículo de Piderit, y también el de Wagner. Finalmente, he llegado aquí y he podido presenciar el escándalo. Y dígame: ¿se me habría ocurrido pensar en todo esto, me habría hecho todas estas reflexiones si no le hubiera visto introducir el billete de cien rublos en el bolsillo de Sonia Simonovna?

Andrés Simonovitch terminó este largo discurso, coronado con una conclusión tan lógica, en un estado de extrema fatiga. El sudor corría por su frente. Por desgracia para él, le costaba gran trabajo expresarse en ruso, aunque no conocía otro idioma. Su esfuerzo oratorio le había agotado. Incluso parecía haber perdido peso. Sin embargo, su alegato verbal había producido un efecto extraordinario. Lo había pronunciado con tanto calor y convicción, que todos los oyentes le creyeron. Piotr Petrovitch advirtió que las cosas no le iban bien.

—¿Qué me importan a mí las estúpidas preguntas que hayan podido atormentarle? —exclamó—. Eso no constituye ninguna prueba. Todo lo que usted ha pensado puede ser obra de su imaginación. Y yo, señor, puedo decirle que miente usted. Usted miente y me calumnia llevado de un deseo de venganza personal. Usted no me perdona que haya rechazado el impío radicalismo de sus teorías sociales.

Pero este falso argumento, lejos de favorecerle, provocó una oleada de murmullos en contra de él.

—¡Eso es una mala excusa! —exclamó Lebeziatnikof—. Te digo en la cara que mientes. Llama a la policía y declararé bajo juramento. Un solo punto ha quedado en la oscuridad para mí: el motivo que te ha impulsado a cometer una acción tan villana. ¡Miserable! ¡Cobarde!

—Yo puedo explicar su conducta y, si es preciso, también prestaré juramento —dijo Raskolnikof con voz firme y destacándose del grupo.

Estaba sereno y seguro de sí mismo. Todos se dieron cuenta desde el primer momento de que conocía la clave del enigma y de que el asunto se acercaba a su fin.

—Ahora todo lo veo claro —dijo dirigiéndose a Lebeziatnikof—. Desde el principio del incidente me he olido que había en todo esto alguna innoble intriga. Esta sospecha se fundaba en ciertas circunstancias que sólo yo conozco y que ahora mismo voy a revelar a ustedes. En ellas está la clave del asunto. Gracias a su detallada exposición, Andrés Simonovitch, se ha hecho laluz en mi mente. Ruego a todo el mundo que preste atención. Este señor — señalaba a Lujine pidió en fecha reciente la mano de una joven, hermana mía, cuyo nombre es Avdotia Romanovna Raskolnikof; pero cuando llegó a Petersburgo, hace poco, y tuvimos nuestra primera entrevista, discutimos, y de tal modo, que acabé por echarle de mi casa, escena que tuvo dos testigos, los cuales pueden confirmar mis palabras. Este hombre es todo maldad. Yo no sabía que se hospedaba en su casa, Andrés Simonovitch. Así se comprende que pudiera ver anteayer, es decir, el mismo día de nuestra disputa, que yo, como amigo del difunto, entregaba dinero a la viuda para que pudiera atender a los gastos del entierro. El señor Lujine escribió en seguida una carta a mi madre, en que le decía que yo había entregado dinero no a Catalina Ivanovna, sino a Sonia Simonovna. Además, hablaba de esta joven en términos en extremo insultantes, dejando entrever que yo mantenía relaciones íntimas con ella. Su finalidad, como ustedes pueden comprender, era indisponerme con mi madre y con mi hermana, haciéndoles creer que yo despilfarraba ignominiosamente el dinero que ellas se sacrificaban en enviarme. Ayer por la noche, en presencia de mi madre, de mi hermana y de él mismo, expuse la verdad de los hechos, que este hombre había falseado. Dije que había entregado el dinero a Catalina Ivanovna, a la que entonces no conocía aún, y añadí que Piotr Petrovitch Lujine, con todos sus méritos, valía menos que el dedo meñique de Sonia Simonovna, de la que hablaba tan mal. Él me preguntó entonces si yo sería capaz de sentar a Sonia Simonovna al lado de mi hermana, y yo le respondí que ya lo había hecho aquel mismo día. Furioso al ver que mi madre y mi hermana no reñían conmigo fundándose en sus calumnias, llegó al extremo de insultarlas groseramente. Se produjo la ruptura definitiva y lo pusimos en la puerta. Todo esto ocurrió anoche. Ahora les ruego a ustedes que me presten la mayor atención. Si el señor Lujine hubiera conseguido presentar como culpable a Sonia Simonovna, habría demostrado a mi familia que sus sospechas eran fundadas y que tenía razón para sentirse ofendido por el hecho de que permitiera a esta joven alternar con mi hermana, y, en fin, que, atacándome a mí, defendía el honor de su prometida. En una palabra, esto suponía para él un nuevo medio de indisponerme con mi familia, mientras él reconquistaba su estimación. Al mismo tiempo, se vengaba de mí, pues tenía motivos para pensar que la tranquilidad de espíritu y el honor de Sonia Simonovna me afectaban íntimamente. Así pensaba él, y esto es lo que yo he deducido. Tal es la explicación de su conducta: no es posible hallar otra.

Así, poco más o menos, terminó Raskolnikof su discurso, que fue interrumpido frecuentemente por las exclamaciones de la atenta concurrencia.

Hasta el final su acento fue firme, sereno y seguro. Su tajante voz, la convicción con que hablaba y la severidad de su rostro impresionaron profundamente al auditorio.

—Sí, sí, eso es; no cabe duda de que es eso —se apresuró a decirLebeziatnikof, entusiasmado—. Prueba de ello es que, cuando Sonia Simonovna ha entrado en la habitación, él me ha preguntado si estaba usted aquí, si yo le había visto entre los invitados de Catalina Ivanovna. Esta pregunta me la ha hecho en voz baja y después de llevarme junto a la ventana.

O sea que deseaba que usted fuera testigo de todo esto. Sí, sí; no cabe duda de que es eso.

Lujine guardaba silencio y sonreía desdeñosamente. Pero estaba pálido como un muerto. Evidentemente, buscaba el modo de salir del atolladero. De buena gana se habría marchado, pero esto no era posible por el momento.

Marcharse así habría representado admitir las acusaciones que pesaban sobre él y reconocer que había calumniado a Sonia Simonovna.

Por otra parte, los asistentes se mostraban sumamente excitados por las excesivas libaciones. El de intendencia, aunque era incapaz de forjarse una idea clara de lo sucedido, era el que más gritaba, y proponía las medidas más desagradables para Lujine.

La habitación estaba llena de personas embriagadas, pero también habían acudido huéspedes de otros aposentos, atraídos por el escándalo. Los tres polacos estaban indignadísimos y no cesaban de proferir en su lengua insultos contra Piotr Petrovitch, al que llamaban, entre otras cosas, pane ladak.

Sonia escuchaba con gran atención, pero no parecía acabar de comprender lo que pasaba: su estado era semejante al de una persona que acaba de salir de un desvanecimiento. No apartaba los ojos de Raskolnikof, comprendiendo que sólo él podía protegerla. La respiración de Catalina Ivanovna era silbante y penosa. Estaba completamente agotada. Pero era Amalia Ivanovna la que tenía un aspecto más grotesco, con su boca abierta y su cara de pasmo. Era evidente que no comprendía lo que estaba ocurriendo. Lo único que sabía era que Piotr Petrovitch se hallaba en una situación comprometida.

Raskolnikof intentó volver a hablar, pero en seguida renunció a ello al ver que los inquilinos se precipitaban sobre Lujine y, formando en torno de él un círculo compacto, le dirigían toda clase de insultos y amenazas. Pero Lujine no se amilanó. Comprendiendo que había perdido definitivamente la partida, recurrió a la insolencia.

—Permítanme, señores, permítanme. No se pongan así. Déjenme pasar — dijo mientras se abría paso—. No se molesten ustedes en intentar amedrentarme con sus amenazas. Tengan la seguridad de que no adelantarán nada, pues no soy de los que se asustan fácilmente. Por el contrario, les advierto que tendrán que responder de la cooperación que han prestado a un acto delictivo. La culpabilidad de la ladrona está más que probada, y presentaré la oportuna denuncia. Los jueces no están ciegos…ni bebidos. Por eso rechazarán el testimonio de dos impíos, de dos revolucionarios que mecalumnian por una cuestión de venganza personal, como ellos mismos han tenido la candidez de reconocer. Permítanme, señores.

—No podría soportar ni un minuto más su presencia en mi habitación —le dijo Andrés Simonovitch—. Haga el favor de marcharse. No quiero ningún trato con usted. ¡Cuando pienso que he estado dos semanas gastando saliva para exponerle…!

—Andrés Simonovitch, recuerde que hace un rato le he dicho que me marchaba y usted trataba de retenerme. Ahora me limitaré a decirle que es usted un tonto de remate y que le deseo se cure de la cabeza y de los ojos.

Permítanme, señores…

Y consiguió terminar de abrirse paso. Pero el de intendencia no quiso dejarle salir de aquel modo. Considerando que los insultos eran un castigo insuficiente para él, cogió un vaso de la mesa y se lo arrojó con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, el proyectil fue a estrellarse contra Amalia Ivanovna, que empezó a proferir grandes alaridos, mientras el de intendencia, que había perdido el equilibrio al tomar impulso para el lanzamiento, caía pesadamente sobre la mesa.

Piotr Petrovitch logró llegar a su aposento, y, una hora después, había salido de la casa.

Antes de esta aventura, Sonia, tímida por naturaleza, se sentía más vulnerable que las demás mujeres, ya que cualquiera tenía derecho a ultrajarla.

Sin embargo, había creído hasta entonces que podría contrarrestar la malevolencia a fuerza de discreción, dulzura y humildad. Pero esta ilusión se había desvanecido y su decepción fue muy amarga. Era capaz de soportarlo todo con paciencia y sin lamentarse, y el golpe que acababa de recibir no estaba por encima de sus fuerzas, pero en el primer momento le pareció demasiado duro. A pesar del triunfo de su inocencia en el asunto del billete, transcurridos los primeros instantes de terror, y al poder darse cuenta de las cosas, sintió que su corazón se oprimía dolorosamente ante la idea de su abandono y de su aislamiento en la vida. Sufrió una crisis nerviosa y, sin poder contenerse, salió de la habitación y corrió a su casa. Esta huida casi coincidió con la salida de Lujine.

Amalia Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Piotr Petrovitch en medio de las carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se dirigió contra Catalina Ivanovna, sobre la que se arrojó vociferando como si la hiciera responsable de todo lo ocurrido.

—¡Fuera de aquí en seguida! ¡Fuera!

Y, al mismo tiempo que gritaba, cogía todos los objetos de la inquilina que encontraba al alcance de la mano y los arrojaba al suelo. La pobre viuda, quese había tenido que echar en la cama, exhausta y rendida por el sufrimiento, saltó del lecho y se arrojó sobre la patrona. Pero las fuerzas eran tan desiguales, que Amalia Ivanovna la rechazó tan fácilmente como si luchara con una pluma.

—¡Es el colmo! ¡No contenta con calumniar a Sonia, ahora la toma conmigo! ¡Me echa a la calle el mismo día de los funerales de mi marido!

¡Después de haber recibido mi hospitalidad, me pone en medio del arroyo con mis pobres huérfanos! ¿Adónde iré?

Y la pobre mujer sollozaba, en el límite de sus fuerzas. De pronto sus ojos llamearon y gritó desesperadamente:

—¡Señor! ¿Es posible que no exista la justicia aquí abajo? ¿A quién defenderás si no nos defiendes a nosotros…? En fin, ya veremos. En la tierra hay jueces y tribunales. Presentaré una denuncia. Prepárate, desalmada…

Poletchka, no dejes a los niños. Volveré en seguida. Si es preciso, esperadme en la calle. ¡Ahora veremos si hay justicia en este mundo!

Catalina Ivanovna se envolvió la cabeza en aquel trozo de paño verde de que había hablado Marmeladof, atravesó la multitud de inquilinos embriagados que se hacinaban en la estancia y, gimiendo y bañada en lágrimas, salió a la calle. Estaba resuelta a que le hicieran justicia en el acto y costara lo que costase. Poletchka, aterrada, se refugió con los niños en un rincón, junto al baúl. Rodeó con sus brazos a sus hermanitos y así esperó la vuelta de su madre. Amalia Ivanovna iba y venía por la habitación como una furia, rugiendo de rabia, lamentándose y arrojando al suelo todo lo que caía en sus manos.

Entre los inquilinos reinaba gran confusión: unos comentaban a grandes voces lo ocurrido, otros discutían y se insultaban y algunos seguían entonando canciones.

«Ha llegado el momento de marcharse —pensó Raskolnikof—. Vamos a ver qué dice ahora Sonia Simonovna.»

Y se dirigió a casa de Sonia.

CAPÍTULO 4

Aunque llevaba su propia carga de miserias y horrores en el corazón, Raskolnikof había defendido valientemente y con destreza la causa de Sonia ante Lujine. Dejando aparte el interés que sentía por la muchacha y que le impulsaba a defenderla, había sufrido tanto aquella mañana, que había acogidocon verdadera alegría la ocasión de ahuyentar aquellos pensamientos que habían llegado a serle insoportables.

Por otra parte, la idea de su inmediata entrevista con Sonia le preocupaba y le colmaba de una ansiedad creciente. Tenía que confesarle que había matado a Lisbeth. Presintiendo la tortura que esta declaración supondría para él, trataba de apartarla de su pensamiento. Cuando se había dicho, al salir de casa de Catalina Ivanovna: «Vamos a ver qué dice ahora Sonia Simonovna», se hallaba todavía bajo los efectos del ardoroso y retador entusiasmo que le había producido su victoria sobre Lujine. Pero —cosa singular— cuando llegó al departamento de Kapernaumof, esta entereza de ánimo le abandonó de súbito y se sintió débil y atemorizado. Vacilando, se detuvo ante la puerta y se preguntó: «¿Es necesario que revele que maté a Lisbeth?»

Lo extraño era que, al mismo tiempo que se hacía esta pregunta, estaba convencido de que le era imposible no sólo eludir semejante confesión, sino retrasarla un solo instante. No podía explicarse la razón de ello, pero sentía que era así y sufría horriblemente al darse cuenta de que no tenía fuerzas para luchar contra esta necesidad.

Para evitar que su tormento se prolongara se apresuró a abrir la puerta.

Pero no franqueó el umbral sin antes observar a Sonia. Estaba sentada ante su mesita, con los codos apoyados en ella y la cara en las manos. Cuando vio a Raskolnikof, se levantó en el acto y fue hacia él como si lo estuviese esperando.

—¿Qué habría sido de mí sin usted? —le dijo con vehemencia, al encontrarse con él en medio de la habitación.

Al parecer, sólo pensaba en el servicio que le había prestado, y ansiaba agradecérselo. Luego adoptó una actitud de espera. Raskolnikof se acercó a la mesa y se sentó en la silla que ella acababa de dejar. Sonia permaneció en pie a dos pasos de él, exactamente como el día anterior.

—Bueno, Sonia —dijo Raskolnikof, y notó de pronto que la voz le temblaba—; ya se habrá dado usted cuenta de que la acusación se basaba en su situación y en los hábitos ligados a ella.

El rostro de Sonia tuvo una expresión de sufrimiento.

—Le ruego que no me hable como ayer. No, se lo suplico. Ya he sufrido bastante.

Y se apresuró a sonreír, por temor a que este reproche hubiera herido a Raskolnikof.

—He salido corriendo como una loca. ¿Qué ha pasado después? He estadoa punto de volver, pero luego he pensado que usted vendría y…

Raskolnikof le explicó que Amalia Ivanovna había despedido a su familia y que Catalina Ivanovna se había marchado en busca de justicia no sabía adónde.

—¡Dios mío! —exclamó Sonia—. ¡Vamos, vamos en seguida!

Y cogió apresuradamente el pañuelo de la cabeza.

—¡Siempre lo mismo! —exclamó Raskolnikof, indignado—. No piensa usted más que en ellos. Quédese un momento conmigo.

—Pero Catalina Ivanovna…

—Catalina Ivanovna no la olvidará: puede estar segura —dijo Raskolnikof, molesto—. Como ha salido, vendrá aquí, y si no la encuentra, se arrepentirá usted de haberse marchado.

Sonia se sentó, presa de una perplejidad llena de inquietud. Raskolnikof guardó silencio, con la mirada fija en el suelo. Parecía reflexionar.

—Tal vez Lujine no tenía hoy intención de hacerla detener, porque no le interesaba. Pero si la hubiese tenido y ni Lebeziatnikof ni yo hubiéramos estado allí, usted estaría ahora en la cárcel, ¿no es así?

—Sí —respondió Sonia con voz débil y sin poder prestar demasiada atención a lo que Raskolnikof le decía, tal era la ansiedad que la dominaba.

—Pues bien, habría sido muy fácil que yo no estuviera allí, y en cuanto a Lebeziatnikof, ha sido una casualidad que fuese.

Sonia no contestó.

—Y si la hubieran metido en la cárcel, ¿qué habría pasado? ¿Se acuerda de lo que le dije ayer?

Ella seguía guardando silencio. El esperó unos segundos. Después siguió diciendo, con una risa un tanto forzada:

—Creía que me iba usted a repetir que no le hablara de estas cosas…

¿Qué? —preguntó tras una breve pausa—. ¿Insiste usted en no abrir la boca?

Sin embargo, necesitamos un tema de conversación. Por ejemplo, me gustaría saber cómo resolvería cierta cuestión…, como diría Lebeziatnikof —añadió, notando que empezaba a perder la sangre fría—. No, no hablo en broma.

Supongamos, Sonia, que usted conoce por anticipado todos los proyectos de Lujine y sabe que estos proyectos sumirían definitivamente en el infortunio a Catalina Ivanovna, a sus hijos y, por añadidura, a usted…, y digo «por añadidura» porque a usted sólo se la puede considerar como cosa aparte. Y supongamos también que, a consecuencia de esto, Poletchka haya de verseobligada a llevar una vida como la que usted lleva. Pues bien, si en estas circunstancias estuviera en su mano hacer que Lujine pereciera, con lo que salvaría a Catalina Ivanovna y a su familia, o dejar que Lujine viviera y llevase a cabo sus infames propósitos, ¿qué partido tomaría usted? Ésta es la pregunta que quiero que me conteste.

Sonia le miró con inquietud. Aquellas palabras, pronunciadas en un tono vacilante, parecían ocultar una segunda intención.

—Ya sabía yo que iba a hacerme una pregunta extraña —dijo la joven dirigiéndole una mirada penetrante.

—Eso poco importa. Diga: ¿qué decisión tomaría usted?

—¿A qué viene hacer esas preguntas absurdas? —repuso Sonia con un gesto de desagrado.

—Dígame: ¿dejaría usted que Lujine viviera y pudiese cometer sus desafueros? ¿Es que ni siquiera tiene valor para tomar una decisión en teoría?

—Yo no conozco las intenciones de la Divina Providencia. ¿Por qué me interroga sobre hechos que no existen? ¿A qué vienen esas preguntas inútiles?

¿Acaso es posible que la existencia de un hombre dependa de mi voluntad?

¿Cómo puedo erigirme en árbitro de los destinos humanos, de la vida y de la muerte?

—Si hace usted intervenir a la Providencia divina, no hablemos más —dijo Raskolnikof en tono sombrío.

Sonia respondió con acento angustiado:

—Dígame francamente qué es lo que desea de mí…Sólo oigo de usted
alusiones. ¿Es que ha venido usted con el propósito de torturarme?

Sin poder contenerse, se echó a llorar. Él la miró tristemente, con una expresión de angustia. Hubo un largo silencio.

Al fin, Raskolnikof dijo en voz baja:

—Tienes razón, Sonia.

Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo y el tono insolente que afectaba momentos antes habían desaparecido. Hasta su voz parecía haberse debilitado.

—Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que he comenzado esta conversación poco menos que excusándome. Al hablarte de Lujine y de la Providencia pensaba en mí mismo, Sonia, y me excusaba.

Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de impotencia. Luego bajó la cabeza y ocultó el rostro entre las manos.De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este descubrimiento inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente a la joven. Vio que fijaba en él una mirada inquieta y llena de una solicitud dolorosa, y al advertir que aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Se había equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que experimentaba: lo que sentía era, simplemente, que el momento fatal había llegado.

Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las manos. De pronto palideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronunciar palabra, fue maquinalmente a sentarse en el lecho. Su impresión en aquel momento era exactamente la misma que había experimentado el día en que, de pie a espaldas de la vieja, había sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se decía que no había que perder ni un segundo.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Sonia, llena de turbación.

Raskolnikof no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado dar «la explicación» en circunstancias completamente distintas y no comprendía lo que estaba ocurriendo en su interior.

Sonia se acercó paso a paso, se sentó a su lado, en el lecho, y, sin apartar de él los ojos, esperó. Su corazón latía con violencia. La situación se hacía insoportable. Él volvió hacia la joven su rostro, cubierto de una palidez mortal.

Sus contraídos labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra. Entonces el pánico se apoderó de Sonia.

—¿Qué le pasa? —volvió a preguntarle, apartándose un poco de él.

—Nada, Sonia. No te asustes…Es una tontería…Sí, basta pensar en ello un instante para ver que es una tontería —murmuró como delirando—.No sé por qué he venido a atormentarte —añadió, mirándola—. En verdad, no lo sé. ¿Por qué? ¿Por qué? No ceso de hacerme esta pregunta, Sonia.

Tal vez se la había hecho un cuarto de hora antes, pero en aquel momento su debilidad era tan extrema que apenas se daba cuenta de que existía. Un continuo temblor agitaba todo su cuerpo.

—¡Cómo se atormenta usted! —se lamentó Sonia, mirándole.

—No es nada, no es nada…He aquí lo que te quería decir…

Una sombra de sonrisa jugueteó unos segundos en sus labios.

—¿Te acuerdas de lo que quería decirte ayer?

Sonia esperó, visiblemente inquieta.

—Cuando me fui, te dije que tal vez te decía adiós para siempre, pero que si volvía hoy te diría quién mató a Lisbeth.De pronto, todo el cuerpo de Sonia empezó a temblar.

—Pues bien, he venido a decírtelo.

—Así, ¿hablaba usted en serio? —balbuceó Sonia haciendo un gran esfuerzo—. Pero ¿cómo lo sabe usted? —preguntó vivamente, como si acabara de volver en sí.

Apenas podía respirar. La palidez de su rostro aumentaba por momentos.

—El caso es que lo sé.

Sonia permaneció callada un momento.

—¿Lo han encontrado? —preguntó al fin, tímidamente.

—No, no lo han encontrado.

—Entonces, ¿cómo sabe usted quién es? —preguntó la joven tras un nuevo silencio y con voz casi imperceptible.

Él se volvió hacia ella y la miró fijamente, con una expresión singular.

—¿Lo adivinas?

Una nueva sonrisa de impotencia flotaba en sus labios. Sonia sintió que todo su cuerpo se estremecía.

—Pero usted me…—balbuceó ella con una sonrisa infantil—. ¿Por qué quiere asustarme?

—Para saber lo que sé —dijo Raskolnikof, cuya mirada seguía fija en la de ella, como si no tuviera fuerzas para apartarla—, es necesario que esté «ligado» a «él» …Él no tenía intención de matar a Lisbeth…La asesinó sin premeditación…Sólo quería matar a la vieja…y encontrarla sola…Fue a la casa…De pronto llegó Lisbeth…, y la mató a ella también.

Un lúgubre silencio siguió a estas palabras. Los dos jóvenes se miraban fijamente.

—Así, ¿no lo adivinas? —preguntó de pronto.

Tenía la impresión de que se arrojaba desde lo alto de una torre.

—No —murmuró Sonia con voz apenas audible.

—Piensa.

En el momento de pronunciar esta palabra, una sensación ya conocida por él le heló el corazón. Miraba a Sonia y creía estar viendo a Lisbeth.

Conservaba un recuerdo imborrable de la expresión que había aparecido en el rostro de la pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y ella retrocedía hacia la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarsea llorar, fija con terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. Así estaba Sonia en aquel momento. Su mirada expresaba el mismo terror impotente. De súbito extendió el brazo izquierdo, apoyó la mano en el pecho de Raskolnikof, lo rechazó ligeramente, se puso en pie con un movimiento repentino y empezó a apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su espanto se comunicó al joven, que miraba a Sonia con el mismo gesto despavorido, mientras en sus labios se esbozaba la misma triste sonrisa infantil.

—¿Has comprendido ya? —murmuró.

—¡Dios mío! —gimió, horrorizada.

Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en la almohada.

Pero un momento después se levantó vivamente, se acercó a Raskolnikof, le cogió las manos, las atenazó con sus menudos y delgados dedos y fijó en él una larga y penetrante mirada.

Con esta mirada, Sonia esperaba captar alguna expresión que le demostrase que se había equivocado. Pero no, no cabía la menor duda: la simple suposición se convirtió en certeza.

Más adelante, cuando recordaba este momento, todo le parecía extraño, irreal. ¿De dónde le había venido aquella certeza repentina de no equivocarse?

Porque en modo alguno podía decir que había presentido aquella confesión.

Sin embargo, apenas le hizo él la confesión, a ella le pareció haberla adivinado.

—Basta, Sonia, basta. No me atormentes.

Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había previsto confesar su crimen: la realidad era muy distinta de lo que se había imaginado.

Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación, se retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolnikof, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. De pronto se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento espantoso, lanzó un grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de Raskolnikof.

—¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? —exclamó, desesperada.

De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del joven.

Raskolnikof se desprendió del abrazo y la contempló con una triste sonrisa.—No lo comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo que te acabo de confesar. No sabes lo que haces.

Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:

—¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!

Y prorrumpió en sollozos.

Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikof. No se pudo contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus pestañas.

—¿No me abandonarás, Sonia? —preguntó, desesperado.

—No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor!

¡Qué desgraciada soy…! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no has venido antes? ¡Dios mío!

—Pero he venido.

—¡Ahora…! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! — exclamó Sonia volviendo a abrazarle—. ¡Te seguiré al presidio!

Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y altivez.

—No tengo ningún deseo de ir a presidio, Sonia.

Tras los primeros momentos de piedad dolorosa y apasionada hacia el desgraciado, la espantosa idea del asesinato reapareció en la mente de la joven.

El tono en que Raskolnikof había pronunciado sus últimas palabras le recordaron de pronto que estaba ante un asesino. Se quedó mirándole sobrecogida. No sabía aún cómo ni por qué aquel joven se había convertido en un criminal. Estas preguntas surgieron de pronto en su imaginación, y las dudas le asaltaron de nuevo. ¿Él un asesino? ¡Imposible!

—Pero ¿qué me pasa? ¿Dónde estoy? —exclamó profundamente sorprendida y como si le costara gran trabajo volver a la realidad—.Pero ¿cómo es posible que un hombre como usted cometiera…? Además, ¿por qué?

—Para robar, Sonia —respondió Raskolnikof con cierto malestar.

Sonia se quedó estupefacta. De pronto, un grito escapó de sus labios.

—¡Estabas hambriento! ¡Querías ayudar a tu madre! ¿Verdad?

—No, Sonia, no —balbuceó el joven, bajando y volviendo la cabeza—.No estaba hambriento hasta ese extremo…Ciertamente, quería ayudar a mi madre, pero no fue eso todo…No me atormentes, Sonia.Sonia se oprimía una mano con la otra.

—Pero ¿es posible que todo esto sea real? ¡Y qué realidad, Dios mío!

¿Quién podría creerlo? ¿Cómo se explica que usted se quede sin nada por socorrer a otros habiendo matado por robar…?

De pronto le asaltó una duda.

—¿Acaso ese dinero que dio usted a Catalina Ivanovna…, ese dinero, Señor, era…?

—No, Sonia —le interrumpió Raskolnikof—, ese dinero no procedía de allí. Tranquilízate. Me lo había enviado mi madre por medio de un agente de negocios y lo recibí durante mi enfermedad, el día mismo en que lo di…

Rasumikhine es testigo, pues firmó el recibo en mi nombre…Ese dinero era mío y muy mío.

Sonia escuchaba con un gesto de perplejidad y haciendo grandes esfuerzos por comprender.

—En cuanto al dinero de la vieja, ni siquiera sé si tenía dinero —dijo en voz baja, vacilando—. Desaté de su cuello una bolsita de pelo de camello, que estaba llena, pero no miré lo que contenía…Sin duda no tuve tiempo…Los objetos: gemelos, cadenas, etc., los escondí, así como la bolsa, debajo de una piedra en un gran patio que da a la avenida V***. Todo está allí todavía.

Sonia le escuchaba ávidamente.

—Pero ¿por qué, si mató usted para robar, según dice…, por qué no cogió nada? —dijo la joven vivamente, aferrándose a una última esperanza.

—No lo sé. Todavía no he decidido si cogeré ese dinero o no —dijo Raskolnikof en el mismo tono vacilante. Después, como si volviera a la realidad, sonrió y siguió diciendo—: ¡Qué estúpido soy! ¡Contar estas cosas!

Entonces un pensamiento atravesó como un rayo la mente de Sonia.

«¿Estará loco?» Pero desechó esta idea en seguida. «No, no lo está.»

Realmente, no comprendía nada.

Él exclamó, como en un destello de lucidez:

—Oye, Sonia, oye lo que voy a decirte.

Y continuó, subrayando las palabras y mirándola fijamente, con una expresión extraña pero sincera:

—Si el hambre fuese lo único que me hubiera impulsado a cometer el crimen, me sentiría feliz, sí, feliz. Pero ¿qué adelantarías —exclamó en seguida, en un arranque de desesperación—, qué adelantarías si yo te confesara que he obrado mal? ¿Para qué te serviría este inútil triunfo sobremí? ¡Ah, Sonia! ¿Para esto he venido a tu casa?

Sonia quiso decir algo, pero no pudo.

—Si te pedí ayer que me siguieras es porque no tengo a nadie más que a ti.

—¿Seguirte…? ¿Para qué? —preguntó la muchacha tímidamente.

—No para robar ni matar, tranquilízate —respondió él con una sonrisa cáustica—. Somos distintos, Sonia. Sin embargo…Oye, Sonia, hace un momento que me he dado cuenta de lo que yo pretendía al pedirte que me siguieras. Ayer te hice la petición instintivamente, sin comprender la causa.

Sólo una cosa deseo de ti, y por eso he venido a verte… ¡No me abandones!

¿Verdad que no me abandonarás?

Ella le cogió la mano, se la oprimió…

Un segundo después, Raskolnikof la miró con un dolor infinito y lanzó un grito de desesperación.

—¿Por qué te habré dicho todo esto? ¿Por qué te habré hecho esta confesión…? Esperas mis explicaciones, Sonia, bien lo veo; esperas que te lo cuente todo…Pero ¿qué puedo decirte? No comprenderías nada de lo que te dijera y sólo conseguiría que sufrieras por mí todavía más…Lloras, vuelves a abrazarme. Pero dime: ¿por qué? ¿Porque no he tenido valor para llevar yo solo mi cruz y he venido a descargarme en ti, pidiéndote que sufras conmigo, ya que esto me servirá de consuelo? ¿Cómo puedes amar a un hombre tan cobarde?

—¿Acaso no sufres tú también? —exclamó Sonia.

Otra vez se apoderó del joven un sentimiento de ternura.

—Sonia, yo soy un hombre de mal corazón. Tenlo en cuenta, pues esto explica muchas cosas. Precisamente porque soy malo he venido en tu busca.

Otros no lo habrían hecho, pero yo…yo soy un miserable y un cobarde. En fin, no es esto lo que ahora importa. Tengo que hablarte de ciertas cosas y no me siento con fuerzas para empezar.

Se detuvo y quedó pensativo.

—Desde luego, no nos parecemos en nada; somos muy diferentes… ¿Por qué habré venido? Nunca me lo perdonaré.

—No, no; has hecho bien en venir —exclamó Sonia—. Es mejor que yo lo sepa todo, mucho mejor.

Raskolnikof la miró amargamente.

—Bueno, al fin y al cabo, ¡qué importa! —exclamó, decidido a hablar—.He aquí cómo ocurrieron las cosas. Yo quería ser un Napoleón: por eso maté.¿Comprendes?

—No —murmuró Sonia, ingenua y tímidamente—. Pero no importa: habla, habla. —Y añadió, suplicante—: Haré un esfuerzo y comprenderé, lo comprenderé todo.

—¿Lo comprenderás? ¿Estás segura? Bien, ya veremos.

Hizo una larga pausa para ordenar sus ideas.

—He aquí el asunto. Un día me planteé la cuestión siguiente: «¿Qué habría ocurrido si Napoleón se hubiese encontrado en mi lugar y no hubiera tenido, para tomar impulso en el principio de su carrera, ni Tolón, ni Egipto, ni el paso de los Alpes por el Mont Blanc, sino que, en vez de todas estas brillantes hazañas, sólo hubiera dispuesto de una detestable y vieja usurera, a la que tendría que matar para robarle el dinero…, en provecho de su carrera, entiéndase? ¿Se habría decidido a matarla no teniendo otra alternativa? ¿No se habría detenido al considerar lo poco que este acto tenía de heroico y lo mucho que ofrecía de criminal…?» Te confieso que estuve mucho tiempo torturándome el cerebro con estas preguntas, y me sentí avergonzado cuando comprendí repentinamente que no sólo no se habría detenido, sino que ni siquiera le habría pasado por el pensamiento la idea de que esta acción pudiera ser poco heroica. Ni siquiera habría comprendido que se pudiera vacilar. Por poco que hubiera sido su convencimiento de que ésta era para él la única salida, habría matado sin el menor escrúpulo. ¿Por qué había de tenerlo yo? Y maté, siguiendo su ejemplo…He aquí exactamente lo que sucedió. Te parece esto irrisorio, ¿verdad? Sí, te lo parece. Y lo más irrisorio es que las cosas ocurrieron exactamente así.

Pero Sonia no sentía el menor deseo de reír.

—Preferiría que me hablara con toda claridad y sin poner ejemplos —dijo con voz más tímida aún y apenas perceptible.

Raskolnikof se volvió hacia ella, la miró tristemente y la cogió de la mano.

—Tienes razón otra vez, Sonia. Todo lo que te he dicho es absurdo, pura charlatanería…La verdad es que, como sabes, mi madre está falta de recursos y que mi hermana, que por fortuna es una mujer instruida, se ha visto obligada a ir de un sitio a otro como institutriz. Todas sus esperanzas estaban concentradas en mí. Yo estudiaba, pero, por falta de medios, hube de abandonar la universidad. Aun suponiendo que hubiera podido seguir estudiando, en el mejor de los casos habría podido obtener dentro de diez o doce años un puesto como profesor de instituto o una plaza de funcionario con un sueldo anual de mil rublos —parecía estar recitando una lección aprendida de memoria—, pero entonces las inquietudes y las privaciones habrían acabado ya con la salud de mi madre. Para mi hermana, las cosas habríanpodido ir todavía peor… ¿Y para qué verse privado de todo, dejar a la propia madre en la necesidad, presenciar el deshonor de una hermana? ¿Para qué todo esto? ¿Para enterrar a los míos y fundar una nueva familia destinada igualmente a perecer de hambre…? En fin, todo esto me decidió a apoderarme del dinero de la vieja para poder seguir adelante, para terminar mis estudios sin estar a expensas de mi madre. En una palabra, decidí emplear un método radical para empezar una nueva vida y ser independiente…Esto es todo.

Naturalmente, hice mal en matar a la vieja…, ¡pero basta ya!

Al llegar al fin de su discurso bajó la cabeza: estaba agotado.

—¡No, no! —exclamó Sonia, angustiada—. ¡No es eso! ¡No es posible!

Tiene que haber algo más.

—Creas lo que creas, te he dicho la verdad.

—¡Pero qué verdad, Dios mío!

—Al fin y al cabo, Sonia, yo no he dado muerte más que a un vil y malvado gusano.

—Ese gusano era una criatura humana.

—Cierto, ya sé que no era gusano —dijo Raskolnikof, mirando a Sonia con una expresión extraña—. Además, lo que acabo de decir no es de sentido común. Tienes razón: son motivos muy diferentes los que me impulsaron a hacer lo que hice…Hace mucho tiempo que no había dirigido la palabra a nadie, Sonia, y por eso sin duda tengo ahora un tremendo dolor de cabeza.

Sus ojos tenían un brillo febril. Empezaba a desvariar nuevamente, y una sonrisa inquieta asomaba a sus labios. Bajo su animación ficticia se percibía una extenuación espantosa. Sonia comprendió hasta qué extremo sufría Raskolnikof. También ella sentía que una especie de vértigo la iba dominando… ¡Qué modo tan extraño de hablar! Sus palabras eran claras y precisas, pero…, pero ¿era aquello posible? ¡Señor, Señor…! Y se retorcía las manos, desesperada.

—No, Sonia, no es eso —dijo, levantando de súbito la cabeza, como si sus ideas hubiesen tomado un nuevo giro que le impresionaba y le reanimaba—.No, no es eso. Lo que sucede…, sí, esto es…, lo que sucede es que soy orgulloso, envidioso, perverso, vil, rencoroso y…, para decirlo todo ya que he comenzado…, propenso a la locura. Acabo de decirte que tuve que dejar la universidad. Pues bien, a decir verdad, podía haber seguido en ella. Mi madre me habría enviado el dinero de las matrículas y yo habría podido ganar lo necesario para comer y vestirme. Sí, lo habría podido ganar. Habría dado lecciones. Me las ofrecían a cincuenta kopeks. Así lo hace Rasumikhine. Pero yo estaba exasperado y no acepté. Sí, exasperado: ésta es la palabra. Meencerré en mi agujero como la araña en su rincón. Ya conoces mi tabuco, porque estuviste en él. Ya sabes, Sonia, que el alma y el pensamiento se ahogan en las habitaciones bajas y estrechas. ¡Cómo detestaba aquel cuartucho! Sin embargo, no quería salir de él. Pasaba días enteros sin moverme, sin querer trabajar. Ni siquiera me preocupaba la comida. Estaba siempre acostado. Cuando Nastasia me traía algo, comía. De lo contrario, no me alimentaba. No pedía nada. Por las noches no tenía luz, y prefería permanecer en la oscuridad a ganar lo necesario para comprarme una bujía.

»En vez de trabajar, vendí mis libros. Todavía hay un dedo de polvo en mi mesa, sobre mis cuadernos y mis papeles. Prefería pensar tendido en mi diván.

Pensar siempre…Mis pensamientos eran muchos y muy extraños…Entonces empecé a imaginar…No, no fue así. Tampoco ahora cuento las cosas como fueron…Entonces yo me preguntaba continuamente: "Ya que ves la estupidez de los demás, ¿por qué no buscas el modo de mostrarte más inteligente que ellos?" Más adelante, Sonia, comprendí que esperar a que todo el mundo fuera inteligente suponía una gran pérdida de tiempo. Y después me convencí de que este momento no llegaría nunca, que los hombres no podían cambiar, que no estaba en manos de nadie hacerlos de otro modo. Intentarlo habría sido perder el tiempo. Sí, todo esto es verdad. Es la ley humana. La ley, Sonia, y nada más. Y ahora sé que quien es dueño de su voluntad y posee una inteligencia poderosa consigue fácilmente imponerse a los demás hombres; que el más osado es el que más razón tiene a los ojos ajenos; que quien desafía a los hombres y los desprecia conquista su respeto y llega a ser su legislador. Esto es lo que siempre se ha visto y lo que siempre se verá. Hay que estar ciego para no advertirlo.

Raskolnikof, aunque miraba a Sonia al pronunciar estas palabras, no se preocupaba por saber si ella le comprendía. La fiebre volvía a dominarle y era presa de una sombría exaltación (en verdad, hacía mucho tiempo que no había conversado con ningún ser humano). Sonia comprendió que aquella trágica doctrina constituía su ley y su fe.

—Entonces me convencí, Sonia —continuó el joven con ardor—, de que sólo posee el poder aquel que se inclina para recogerlo. Está al alcance de todos y basta atreverse a tomarlo. Entonces tuve una idea que nadie, ¡nadie!, había tenido jamás. Vi con claridad meridiana que era extraño que nadie hasta entonces, viendo los mil absurdos de la vida, se hubiera atrevido a sacudir el edificio en sus cimientos para destruirlo todo, para enviarlo todo al diablo…

Entonces yo me atreví y maté…Yo sólo quería llevar a cabo un acto de audacia, Sonia. No quería otra cosa: eso fue exclusivamente lo que me impulsó.

—¡Calle, calle! —exclamó Sonia fuera de sí—. Usted se ha apartado de Dios, y Dios le ha castigado, lo ha entregado al demonio.—Así, Sonia, ¿tú crees que cuando todas estas ideas acudían a mí en la oscuridad de mi habitación era que el diablo me tentaba?

—¡Calle, ateo! No se burle… ¡Señor, Señor! No comprende nada…

—Óyeme, Sonia; no me burlo. Estoy seguro de que el demonio me arrastró. Óyeme, óyeme —repitió con sombría obstinación—. Sé todo, absolutamente todo lo que tú puedas decirme. He pensado en todo eso y me lo he repetido mil veces cuando estaba echado en las tinieblas… ¡Qué luchas interiores he librado! Si supieras hasta qué punto me enojaban estas inútiles discusiones conmigo mismo. Mi deseo era olvidarlo todo y empezar una nueva vida. Pero especialmente anhelaba poner fin a mis soliloquios…No creas que fui a poner en práctica mis planes inconscientemente. No, lo hice todo tras maduras reflexiones, y eso fue lo que me perdió. Créeme que yo no sabía que el hecho de interrogarme a mí mismo acerca de mi derecho al poder demostraba que tal derecho no existía, puesto que lo ponía en duda. Y que preguntarme si el hombre era un gusano demostraba que no lo era para mí.

Estas cosas sólo son aceptadas por el hombre que no se plantea tales preguntas y sigue su camino derechamente y sin vacilar. El solo hecho de que me preguntara: «¿Habría matado Napoleón a la vieja?» demostraba que yo no era un Napoleón…Sobrellevé hasta el final el sufrimiento ocasionado por estos desatinos y después traté de expulsarlos. Yo maté no por cuestiones de conciencia, sino por un impulso que sólo a mí me atañía. No quiero engañarme a mí mismo sobre este punto. Yo no maté por acudir en socorro de mi madre ni con la intención de dedicar al bien de la humanidad el poder y el dinero que obtuviera; no, no, yo sólo maté por mi interés personal, por mí mismo, y en aquel momento me importaba muy poco saber si sería un bienhechor de la humanidad o un vampiro de la sociedad, una especie de araña que caza seres vivientes con su tela. Todo me era indiferente. Desde luego, no fue la idea del dinero la que me impulsó a matar. Más que el dinero necesitaba otra cosa…Ahora lo sé…Compréndeme…Si tuviera que volver a hacerlo, tal vez no lo haría…Era otra la cuestión que me preocupaba y me impulsaba a obrar. Yo necesitaba saber, y cuanto antes, si era un gusano como los demás o un hombre, si era capaz de franquear todos los obstáculos, si osaba inclinarme para asir el poder, si era una criatura temerosa o si procedía como el que ejerce un derecho.

—¿Derecho a matar? —exclamó la joven, atónita.

—¡Calla, Sonia! —exclamó Rodia, irritado. A sus labios acudió una objeción, pero se limitó a decir—: No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el diablo me impulsó a hacer aquello y luego me hizo comprender que no tenía derecho a hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El diablo se burló de mí. Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario, no te habría hecho esta visita…Has de saber que cuando fui a casa de la vieja, yosolamente deseaba hacer un experimento.

—Usted mató.

—Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen procede de modo muy distinto…Algún día lo contaré todo detalladamente…

¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me perdí para siempre…Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.

Y de pronto exclamó con voz desgarradora:

—¡Basta, Sonia, basta! ¡Déjame, déjame!

Raskolnikof apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos, rígidas como tenazas.

—¡Qué modo de sufrir! —gimió Sonia.

—Bueno, ¿qué debo hacer? Habla —dijo el joven, levantando la cabeza y mostrando su rostro horriblemente descompuesto.

—¿Qué debes hacer? —exclamó la muchacha.

Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas, centellaron de pronto.

—¡Levántate!

Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.

—Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que pase, y di en voz alta: «¡He matado!» Entonces Dios te devolverá la vida.

Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con ojos de loca.

—¿Irás, irás? —le preguntó.

Raskolnikof estaba tan abatido, que tanta exaltación le sorprendió.

—¿Quieres que vaya a presidio, Sonia? —preguntó con acento sombrío—.¿Pretendes que vaya a presentarme a la justicia?

—Debes aceptar el sufrimiento, la expiación, que es el único medio de borrar tu crimen.

—No, no iré a presentarme a la justicia, Sonia.

—¿Y tu vida qué? —exclamó la joven—. ¿Cómo vivirás? ¿Podrás vivir desde ahora? ¿Te atreverás a dirigir la palabra a tu madre…? ¿Qué será de ellas…? Pero ¿qué digo? Ya has abandonado a tu madre y a tu hermana. Bien sabes que las has abandonado… ¡Señor…! Él ya ha comprendido lo que estosignifica… ¿Se puede vivir lejos de todos los seres humanos? ¿Qué va a ser de ti?

—No seas niña, Sonia —respondió dulcemente Raskolnikof—. ¿Quién es esa gente para juzgar mi crimen? ¿Qué podría decirles? Su autoridad es pura ilusión. Dan muerte a miles de hombres y ven en ello un mérito. Son unos bribones y unos cobardes, Sonia…No iré. ¿Qué quieres que les diga? ¿Que he escondido el dinero debajo de una piedra por no atreverme a quedármelo? —Y añadió, sonriendo amargamente—: Se burlarían de mí. Dirían que soy un imbécil al no haber sabido aprovecharme. Un imbécil y un cobarde. No comprenderían nada, Sonia, absolutamente nada. Son incapaces de comprender. ¿Para qué ir? No, no iré. No seas niña, Sonia.

—Tu vida será un martirio —dijo la joven, tendiendo hacia él los brazos en una súplica desesperada.

—Tal vez me haya calumniado a mí mismo —dijo, absorto y con acento sombrío—. Acaso soy un hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al condenarme. Voy a intentar seguir luchando.

Y sonrió con arrogancia.

—¡Pero llevar esa carga de sufrimiento toda la vida, toda la vida…!

—Ya me acostumbraré —dijo Raskolnikof, todavía triste y pensativo.

Pero un momento después exclamó:

—¡Bueno, basta de lamentaciones! Hay que hablar de cosas más importantes. He venido a decirte que me siguen la pista de cerca.

—¡Oh! —exclamó Sonia, aterrada.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas? Quieres que vaya a presidio, y ahora te asustas. ¿De qué? Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Les daré trabajo. No tienen pruebas. Ayer estuve verdaderamente en peligro y me creí perdido, pero hoy el asunto parece haberse arreglado. Todas las pruebas que tienen son armas de dos filos, de modo que los cargos que me hagan puedo presentarlos de forma que me favorezcan, ¿comprendes? Ahora ya tengo experiencia. Sin embargo, no podré evitar que me detengan. De no ser por una circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. Pero aunque me encarcelen, habrán de dejarme en libertad, pues ni tienen pruebas ni las tendrán, te doy mi palabra, y por simples sospechas no se puede condenar a un hombre…Anda, siéntate…Sólo te he dicho esto para que estés prevenida…En cuanto a mi madre y a mi hermana, ya arreglaré las cosas de modo que no se inquieten ni sospechen la verdad…Por otra parte, creo que mi hermana está ahora al abrigo de la necesidad y, por lo tanto, también mi madre…Esto es todo. Cuento con tu prudencia. ¿Vendrás a verme cuando esté detenido?—¡Sí, sí!

Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el temporal a una costa desolada. Raskolnikof miraba a Sonia y comprendía lo mucho que lo amaba. Pero —cosa extraña— esta gran ternura produjo de pronto al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación extraña y horrible. Había ido a aquella casa diciéndose que Sonia era su único refugio y su única esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una parte de su terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado su corazón se sentía infinitamente más desgraciado que antes.

—Sonia —le dijo—, será mejor que no vengas a verme cuando esté
encarcelado.

Ella no contestó. Lloraba. Transcurrieron varios minutos.

De pronto, como obedeciendo a una idea repentina, Sonia preguntó:
—¿Llevas alguna cruz?

Él la miró sin comprender la pregunta.

—No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate ésta, que es de madera de ciprés. Yo tengo otra de cobre que fue de Lisbeth. Hicimos un cambio: ella me dio esta cruz y yo le regalé una imagen. Yo llevaré ahora la de Lisbeth y tú la mía. Tómala —suplicó—. Es una cruz, mi cruz…Desde ahora sufriremos juntos, y juntos llevaremos nuestra cruz.

—Bien, dame —dijo Raskolnikof.

Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano
que había tendido.

—Más adelante, Sonia. Será mejor.

—Sí, será mejor —dijo ella, exaltada—. Te la pondrás cuando empiece tu expiación. Entonces vendrás a mí y la colgaré en tu cuello. Rezaremos juntos y después nos pondremos en marcha.

En este momento sonaron tres golpes en la puerta.

—¿Se puede pasar, Sonia Simonovna? —preguntó cortésmente una voz conocida.

Sonia corrió hacia la puerta, llena de inquietud. La abrió y la rubia cabeza de Lebeziatnikof apareció junto al marco.

CAPÍTULO 5

Lebeziatnikof daba muestras de una turbación extrema. —Vengo por usted, Sonia Simonovna. Perdone…No esperaba encontrarlo aquí —dijo de pronto, dirigiéndose a Raskolnikof—. No es que vea nada malo en ello, entiéndame; es, sencillamente, que no lo esperaba.

Se volvió de nuevo hacia Sonia y exclamó:

—Catalina Ivanovna ha perdido el juicio.

Sonia lanzó un grito.

—Por lo menos —dijo Lebeziatnikof— lo parece. Claro que…Pero es el caso que no sabemos qué hacer…Les contaré lo ocurrido. Después de marcharse ha vuelto. A mí me parece que le han pegado…Ha ido en busca del jefe de su marido y no lo ha encontrado: estaba comiendo en casa de otro general. Entonces ha ido al domicilio de ese general y ha exigido ver al jefe de su esposo, que estaba todavía a la mesa. Ya pueden ustedes figurarse lo que ha ocurrido. Naturalmente, la han echado, pero ella, según dice, ha insultado al general e incluso le ha arrojado un objeto a la cabeza. Esto es muy posible. Lo que no comprendo es que no la hayan detenido. Ahora está describiendo la escena a todo el mundo, incluso a Amalia Ivanovna, pero nadie la entiende, tanto grita y se debate…Dice que ya que todos la abandonan, cogerá a los niños y se irá con ellos a la calle a tocar el órgano y pedir limosna, mientras sus hijos cantan y bailan. Y que irá todos los días a pedir ante la casa del general, a fin de que éste vea a los niños de una familia de la nobleza, a los hijos de un funcionario, mendigando por las calles. Les pega y ellos lloran.

Enseña a Lena a cantar aires populares y a los otros dos a bailar. Destroza sus ropas y les confecciona gorros de saltimbanqui. Como no tiene ningún instrumento de música, está dispuesta a llevarse una cubeta para golpearla a manera de tambor. No quiere escuchar a nadie. Ustedes no se pueden imaginar lo que es aquello.

Lebeziatnikof habría seguido hablando de cosas parecidas y en el mismo tono si Sonia, que le escuchaba anhelante, no hubiera cogido de pronto su sombrero y su chal y echado a correr. Raskolnikof y Lebeziatnikof salieron tras ella.

—No cabe duda de que se ha vuelto loca —dijo Andrés Simonovitch a Raskolnikof cuando estuvieron en la calle—. Si no lo he asegurado ha sido tan sólo para no inquietar demasiado a Sonia Simonovna. Desde luego, su locura es evidente. Dicen que a los tísicos se les forman tubérculos en el cerebro.

Lamento no saber medicina. Yo he intentado explicar el asunto a la enfermera, pero ella no ha querido escucharme.

—¿Le ha hablado usted de tubérculos?—No, no; si le hubiera hablado de tubérculos, ella no me habría comprendido. Lo que quiero decir es que, si uno consigue convencer a otro, por medio de la lógica, de que no tiene motivos para llorar, no llorará. Esto es indudable. ¿Acaso usted no opina así?

—Yo creo que si tuviera usted razón, la vida sería demasiado fácil.

—Permítame. Desde luego, Catalina Ivanovna no comprendería fácilmente lo que le voy a decir. Pero usted… ¿No sabe que en Paris se han realizado serios experimentos sobre el sistema de curar a los locos sólo por medio de la lógica? Un doctor francés, un gran sabio que ha muerto hace poco, afirmaba que esto es posible. Su idea fundamental era que la locura no implica lesiones orgánicas importantes, que sólo es, por decirlo así, un error de lógica, una falta de juicio, un punto de vista equivocado de las cosas. Contradecía progresivamente a sus enfermos, refutaba sus opiniones, y obtuvo excelentes resultados. Pero como al mismo tiempo utilizaba las duchas, no ha quedado plenamente demostrada la eficacia de su método…Por lo menos, esto es lo que opino yo.

Pero Raskolnikof ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado frente a su casa, saludó a Lebeziatnikof con un movimiento de cabeza y cruzó el portal. Andrés Simonovitch se repuso en seguida de su sorpresa y, tras dirigir una mirada a su alrededor, prosiguió su camino.

Raskolnikof entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la habitación y se preguntó:

—¿Para qué habré venido?

Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba aquí y allá en jirones…, y el polvo…, y el diván…

Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre clavos.

Se acercó a la ventana, se puso de puntillas y estuvo un rato mirando con gran atención…El patio estaba desierto; Raskolnikof no vio a nadie. En el ala izquierda había varias ventanas abiertas, algunas adornadas con macetas, de las que brotaban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían cuerdas con ropa tendida…Era un cuadro que estaba harto de ver. Dejó la ventana y fue a sentarse en el diván. Nunca se había sentido tan solo.

Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. Sí, la odiaba después de haberla atraído a su infortunio. ¿Por qué habría ido a hacerla llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida? ¡Qué cobarde había sido!

—Permaneceré solo —se dijo de pronto, en tono resuelto—, y ella no vendrá a verme a la cárcel.

Cinco minutos después levantó la cabeza y sonrió extrañamente. Acababade pasar por su cerebro una idea verdaderamente singular. «Acaso sea verdad
que estaría mejor en presidio.»

Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.

De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. La joven se detuvo en el umbral y estuvo un momento observándole, exactamente igual que había hecho él al llegar a la habitación de Sonia. Después Dunia entró en el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio mismo en que se había sentado el día anterior. Raskolnikof la miró en silencio, con aire distraído.

—No te enfades, Rodia —dijo Dunia—. Estaré aquí sólo un momento.

La joven estaba pensativa, pero su semblante no era severo. En su clara mirada había un resplandor de dulzura. Raskolnikof comprendió que era su amor a él lo que había impulsado a su hermana a hacerle aquella visita.

—Oye, Rodia: lo sé todo…, ¡todo! Me lo ha contado Dmitri Prokofitch.

Me ha explicado hasta el más mínimo detalle. Te persiguen y te atormentan con las más viles y absurdas suposiciones. Dmitri Prokofitch me ha dicho que no corres peligro alguno y que no deberías preocuparte como te preocupas. En esto no estoy de acuerdo con él: comprendo tu indignación y no me extrañaría que dejara en ti huellas imborrables. Esto es lo que me inquieta. No te puedo reprochar que nos hayas abandonado, y ni siquiera juzgaré tu conducta.

Perdóname si lo hice. Estoy segura de que también yo, si hubiera tenido una desgracia como la tuya, me habría alejado de todo el mundo. No contaré nada de todo esto a nuestra madre, pero le hablaré continuamente de ti y le diré que tú me has prometido ir muy pronto a verla. No te inquietes por ella: yo la tranquilizaré. Pero tú ten piedad de ella: no olvides que es tu madre. Sólo he venido a decirte —y Dunia se levantó— que si me necesitases para algo, aunque tu necesidad supusiera el sacrificio de mi vida, no dejes de llamarme.

Vendría inmediatamente. Adiós.

Se volvió y se dirigió a la puerta resueltamente.

—¡Dunia! —la llamó su hermano, levantándose también y yendo hacia ella

—. Ya habrás visto que Rasumikhine es un hombre excelente.

Un leve rubor apareció en las mejillas de Dunia.

—¿Por qué lo dices? —preguntó, tras unos momentos de espera.

—Es un hombre activo, trabajador, honrado y capaz de sentir un amor verdadero…Adiós, Dunia.

La joven había enrojecido vivamente. Después su semblante cobró una expresión de inquietud.—¿Es que nos dejas para siempre, Rodia? Me has hablado como quien hace testamento.

—Adiós, Dunia.

Se apartó de ella y se fue a la ventana. Dunia esperó un momento, lo miró con un gesto de intranquilidad y se marchó llena de turbación.

Sin embargo, Rodia no sentía la indiferencia que parecía demostrar a su hermana. Durante un momento, al final de la conversación, incluso había deseado ardientemente estrecharla en sus brazos, decirle así adiós y contárselo todo. No obstante, ni siquiera se había atrevido a darle la mano.

«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y decir que se los había robado.»

Y se preguntó un momento después:

«Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar semejante confesión? No, no la soportaría; las mujeres como ella no son capaces de afrontar estas cosas.»

Sonia acudió a su pensamiento. Un airecillo fresco entraba por la ventana.

Declinaba el día. Cogió su gorra y se marchó.

No se sentía con fuerzas para preocuparse por su salud, ni experimentaba el menor deseo de pensar en ella. Pero aquella angustia continua, aquellos terrores, forzosamente tenían que producir algún efecto en él, y si la fiebre no le había abatido ya era precisamente porque aquella tensión de ánimo, aquella inquietud continua, le sostenían y le infundían una falsa animación.

Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía. Desde hacía algún tiempo, Raskolnikof experimentaba una angustia completamente nueva, no aguda ni demasiado penosa, pero continua e invariable. Presentía largos y mortales años colmados de esta fría y espantosa ansiedad. Generalmente era al atardecer cuando tales sensaciones cobraban una intensidad obsesionante.

Con estos estúpidos trastornos provocados por una puesta de sol —se dijo malhumorado— es imposible no cometer alguna tontería. Uno se siente capaz de ir a confesárselo todo no sólo a Sonia, sino a Dunia.»

Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebeziatnikof, que corría hacia él.

—Vengo de su casa. He ido a buscarle. Esa mujer ha hecho lo que se proponía: se ha marchado de casa con los niños. A Sonia Simonovna y a mí nos ha costado gran trabajo encontrarla. Golpea con la mano una sartén y obliga a los niños a cantar. Los niños lloran. Catalina Ivanovna se va parando en las esquinas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.—¿Y Sonia? —preguntó, inquieto, Raskolnikof, mientras echaba a andar al lado de Lebeziatnikof a toda prisa.

—Está completamente loca…Bueno, me refiero a Catalina Ivanovna, no a Sonia Simonovna. Ésta está trastornada, desde luego; pero Catalina Ivanovna está verdaderamente loca, ha perdido el juicio por completo. Terminarán por detenerla, y ya puede usted figurarse el efecto que esto le va a producir. Ahora está en el malecón del canal, cerca del puente de N, no lejos de casa de Sonia Simonovna, que está cerca de aquí.

En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna, había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y rapazuelos. La voz ronca y desgarrada de Catalina Ivanovna llegaba hasta el puente. En verdad, el espectáculo era lo bastante extraño para atraer la atención de los transeúntes. Catalina Ivanovna, con su vieja bata y su chal de paño, cubierta la cabeza con un mísero sombrero de paja ladeado sobre una oreja, parecía presa de su verdadero acceso de locura. Estaba rendida y jadeante. Su pobre cara de tísica nunca había tenido un aspecto tan lamentable (por otra parte, los enfermos del pecho tienen siempre peor cara en la calle, en pleno día, que en su casa). Pero, a pesar de su debilidad, Catalina Ivanovna parecía dominada por una excitación que iba en continuo aumento. Se arrojaba sobre los niños, los reñía, les enseñaba delante de todo el mundo a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no sabían hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos.

A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía entre la multitud de curiosos alguna persona medianamente vestida, le decía que mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble y casi aristocrática. Si oía risas o palabras burlonas, se encaraba en el acto con los insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros sacudían la cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella loca rodeada de niños aterrados.

Lebeziatnikof debía de haberse equivocado en lo referente a la sartén. Por lo menos, Raskolnikof no vio ninguna. Catalina Ivanovna se limitaba a llevar el compás batiendo palmas con sus descarnadas manos cuando obligaba a Poletchka a cantar y a Lena y Kolia a bailar. A veces se ponía a cantar ella misma; pero pronto le cortaba el canto una tos violenta que la desesperaba.

Entonces empezaba a maldecir de su enfermedad y a llorar. Pero lo que más la enfurecía eran las lágrimas y el terror de Lena y de Kolia.

Había intentado vestir a sus hijos como cantantes callejeros. Le había puesto al niño una especie de turbante rojo y blanco, con lo que parecía un turco. Como no tenía tela para hacer a Lena un vestido, se había limitado a ponerle en la cabeza el gorro de lana, en forma de casco, del difunto SimónZaharevitch, al que añadió como adorno una pluma de avestruz blanca que había pertenecido a su abuela y que hasta entonces había tenido guardada en su baúl como una reliquia de familia. Poletchka llevaba su vestido de siempre.

Miraba a su madre con una expresión de inquietud y timidez y no se apartaba de ella. Procuraba ocultarle sus lágrimas; sospechaba que su madre no estaba en su juicio, y se sentía aterrada al verse en la calle, en medio de aquella multitud. En cuanto a Sonia, se había acercado a su madrastra y le suplicaba llorando que volviera a casa. Pero Catalina Ivanovna se mostraba inflexible.

—¡Basta, Sonia! —exclamó, jadeando y sin poder continuar a causa de la tos—. No sabes lo que me pides. Pareces una niña. Ya lo he dicho que no volveré a casa de esa alemana borracha. Que todo el mundo, que todo Petersburgo vea mendigar a los hijos de un padre noble que ha servido leal y fielmente toda su vida y que ha muerto, por decirlo así, en su puesto de trabajo.

Aquel trastornado cerebro había urdido esta fantasía, y Catalina Ivanovna creía en ella ciegamente.

—Que ese bribón de general vea esto. Además, tú no te das cuenta de una cosa, Sonia. ¿De dónde vamos a sacar ahora la comida? Ya te hemos explotado bastante y no quiero que esto continúe…

En esto vio a Raskolnikof y corrió hacia él.

—¿Es usted, Rodion Romanovitch? Haga el favor de explicarle a esta tonta que la resolución que he tomado es la más conveniente. Bien se da limosna a los músicos ambulantes. A nosotros nos reconocerán en seguida: verán que somos una familia noble caída en la miseria, y ese detestable general será expulsado del ejército: ya lo verá usted. Iremos todos los días a pedir bajo sus ventanas. Y cuando pase el emperador, me arrojaré a sus pies y le mostraré a mis hijos. «Protéjame, señor», le diré. Es un hombre misericordioso, un padre para los huérfanos, y nos protegerá, ya lo verá usted. Y ese detestable general…Lena, tenez—vous droite. Tú, Kolia, vas a volver a bailar en seguida. Pero ¿por qué lloras? ¿De qué tienes miedo, so tonto? Señor, ¿qué puedo hacer con ellos? Le hacen perder a una la paciencia, Rodion Romanovitch.

Y entre lágrimas (lo que no le impedía hablar sin descanso) mostraba a Raskolnikof sus desconsolados hijos.

El joven intentó convencerla de que volviera a su habitación, diciéndole (creía que levantaría su amor propio) que no debía ir por las calles como los organilleros, cuando estaba en vísperas de ser directora de un pensionado para muchachas nobles.

—¿Un pensionado? ¡Ja, ja, ja! ¡Ésa es buena! —exclamó CatalinaIvanovna, a la que acometió un acceso de tos en medio de su risa—. No, Rodion Romanovitch: ese sueño se ha desvanecido. Todo el mundo nos ha abandonado. Y ese general…Sepa usted, Rodion Romanovitch, que le arrojé a la cabeza un tintero que había en una mesa de la antecámara, al lado de la hoja donde han de poner su nombre los visitantes. No escribí el mío, le arrojé el tintero a la cabeza y me marché. ¡Cobardes! ¡Miserables…! Pero ahora me río de ellos. Me encargaré yo misma de la alimentación de mis hijos y no me humillaré ante nadie. Ya la hemos explotado bastante —señalaba a Sonia—.Poletchka, ¿cuánto dinero hemos recogido? A ver. ¿Cómo? ¿Dos kopeks nada más? ¡Qué gente tan miserable! No dan nada. Lo único que hacen es venir detrás de nosotros como idiotas. ¿De qué se reirá ese cretino? —señalaba a uno del grupo de curiosos—. De todo esto tiene la culpa Kolia, que no entiende nada. La saca a una de quicio… ¿Qué quieres, Poletchka? Háblame en francés, parle—moi français. Te he dado lecciones; sabes muchas frases. Si no hablas en francés, ¿cómo sabrá la gente que perteneces a una familia noble y que sois niños bien educados y no músicos ambulantes? Nosotros no cantaremos cancioncillas ligeras, sino hermosas romanzas. Bueno, vamos a ver qué cantamos ahora. Haced el favor de no interrumpirme…Oiga, Rodion Romanovitch nos hemos detenido aquí para escoger nuestro repertorio…

Necesitamos un aire que pueda bailar Kolia…Ya comprenderá usted que no tenemos nada preparado. Primero hay que ensayar, y cuando ya podamos presentar un trabajo de conjunto, nos iremos a la avenida Nevsky, por donde pasa mucha gente distinguida, que se fijará en nosotros inmediatamente. Lena sabe esa canción que se llama La casita de campo, pero ya la conoce todo el mundo y resulta una lata.

Necesitamos un repertorio de más calidad. Vamos, Polia, dame alguna idea; ayuda a tu madre… ¡Ah, esta memoria mía! ¡Cómo me falla! Si no me fallase, ya sabría yo lo que tenemos que cantar. Pues no es cosa de que cantemos El húsar apoyado en su sable… ¡Ah, ya sé! Cantaremos en francés Cinq sous. Vosotros sabéis esta canción porque os la he enseñado, y como es una canción francesa, la gente verá en seguida que pertenecéis a una familia noble y se conmoverá También podríamos cantar Marlborough s'en va —t—en guerre, que es una canción infantil que se canta en todas las casas aristocráticas para dormir a los niños.

»Marlborough s'en va—t—en guerre, ne sait quand reviendra.

Había empezado a cantar, pero en seguida se interrumpió.

—No, es mejor que cantemos Cinq sous…Anda, Kolia: las manos en las caderas, y a moverse vivamente. Y tú, Lena, da vueltas también, pero en sentido contrario. Poletchka y yo cantaremos y batiremos palmas.

»Cinq sous, cinq sous Pour monter notre ménage.

La acometió un acceso de dos.—Poletchka —dijo sin cesar de toser—, arréglate el vestido. Las hombreras te cuelgan. Ahora vuestro porte debe ser especialmente digno y distinguido, a fin de que todo el mundo pueda ver que pertenecéis a la nobleza.

Ya decía yo que tu corpiño debía ser más largo. Mira el resultado: esta niña es una caricatura… ¿Otra vez llorando? Pero ¿qué os pasa, estúpidos? Vamos, Kolia, empieza ya. ¡Anda! Animo. ¡Oh, qué criatura tan insoportable!

»Cinq sous, cinq sous. » ¿Ahora un soldado? ¿A qué vienes?

Era un gendarme, que se había abierto paso entre la muchedumbre. Pero, al mismo tiempo, se había acercado un señor de unos cincuenta años y aspecto imponente, que llevaba uniforme de funcionario y una condecoración pendiente de una cinta que rodeaba su cuello (lo cual produjo gran satisfacción a Catalina Ivanovna y causó cierta impresión al gendarme). El caballero, sin desplegar los labios, entregó a la viuda un billete de tres rublos, mientras su semblante reflejaba una compasión sincera. Catalina Ivanovna aceptó el obsequio y se inclinó ceremoniosamente.

—Muchas gracias, señor —dijo en un tono lleno de dignidad—. Las razones que nos han impulsado a…Toma el dinero, Poletchka. Ya ves que todavía hay en el mundo hombres generosos y magnánimos prestos a socorrer a una dama de la nobleza caída en el infortunio. Los huérfanos que ve ante usted, señor, son de origen noble, e incluso puede decirse que están emparentados con la más alta aristocracia…Ese miserable general estaba comiendo perdices…Empezó a golpear el suelo con el pie, contrariado por mi presencia, y yo le dije: «Excelencia, usted conocía a Simón Zaharevitch.

Proteja a sus huérfanos. El mismo día de su entierro, su hija ha tenido que soportar las calumnias del más miserable de los hombres…» ¿Todavía está aquí este soldado?

Y gritó, dirigiéndose al funcionario:

—Protéjame, señor. ¿Por qué me acosa este soldado? Ya hemos tenido que librarnos de uno en la calle de los Burgueses… ¿Qué quieres de mí, imbécil?

—Está prohibido armar escándalo en la calle. Haga el favor de comportarse con más corrección.

—¡Tú sí que eres incorrecto! Yo no hago sino lo que hacen los músicos ambulantes. ¿Por qué te has de ensañar conmigo?

—Los músicos ambulantes necesitan un permiso. Usted no lo tiene y provoca escándalos en la vía pública. ¿Dónde vive usted?

—¿Un permiso? —exclamó Catalina Ivanovna—. ¡He enterrado hoy a mi marido! ¿Qué permiso puedo tener?

—Cálmese, señora —dijo el funcionario—. Venga, la acompañaré a sucasa. Usted no es persona para estar entre esta gente. Está usted enferma…

—¡Señor, usted no conoce nuestra situación! —dijo Catalina Ivanovna—.Tenemos que ir a la avenida Nevsky… ¡Sonia, Sonia…! ¿Dónde estás? ¿También tú lloras? Pero ¿qué os pasa a todos…? Kolia, Lena, ¿adónde vais? —exclamó, súbitamente aterrada—. ¡Qué niños tan estúpidos! ¡Kolia, Lena! ¿Adónde vais?

Lo ocurrido era que los niños, ya asustados por la multitud que los rodeaba y por las extravagancias de su madre, habían sentido verdadero terror al ver acercarse al gendarme dispuesto a detenerlos y habían huido a todo correr.

La infortunada Catalina Ivanovna se había lanzado en pos de ellos, gimiendo y sollozando. Era desgarrador verla correr jadeando y entre sollozos.

Sonia y Poletchka salieron en su persecución.

—¡Cógelos, Sonia! ¡Qué niños tan estúpidos e ingratos! ¡Detenlos, Polia!

Todo lo he hecho por vosotros.

En su carrera tropezó con un obstáculo y cayó.

—¡Se ha herido! ¡Está cubierta de sangre! ¡Dios mío!

Y mientras decía esto, Sonia se había inclinado sobre ella.

La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Raskolnikof y Lebeziatnikof habían sido de los primeros en llegar, así como el funcionario y el gendarme.

—¡Qué desgracia! —gruñó este último, presintiendo que se hallaba ante un asunto enojoso.

Luego trató de dispersar a la multitud que se hacinaba en torno de él.

—¡Circulen, circulen!

—Se muere —dijo uno.

—Se ha vuelto loca —afirmó otro.

—¡Piedad para ella, Señor! —dijo una mujer santiguándose—. ¿Se ha encontrado a los niños? Sí, ahí vienen; los trae la niña mayor. ¡Qué desgracia, Dios mío!

Al examinar atentamente a Catalina Ivanovna se pudo ver que no se había herido, como creyera Sonia, sino que la sangre que teñía el pavimento salía de su boca.

—Yo sé lo que es eso —dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikof y Lebeziatnikof—. Está tísica. La sangre empieza a salir y ahoga al enfermo. Yo he presenciado un caso igual en una parienta mía. De pronto echó vaso y medio de sangre. ¿Qué podemos hacer? Se va a morir.—¡Llévenla a mi casa! —suplicó Sonia—. Vivo aquí mismo…Aquella casa, la segunda… ¡A mi casa, pronto…! Busquen un médico… ¡Señor! Todo se arregló gracias a la intervención del funcionario. El gendarme incluso ayudó a transportar a Catalina Ivanovna. La depositaron medio muerta en la cama de Sonia. La hemorragia continuaba, pero la enferma se iba recobrando poco a poco.

En la habitación, además de Sonia, habían entrado Raskolnikof, Lebeziatnikof, el funcionario y el gendarme, que obligó a retirarse a algunos curiosos que habían llegado hasta la puerta. Apareció Poletchka con los fugitivos, que temblaban y lloraban. De casa de Kapernaumof llegaron también, primero el mismo sastre, con su cojera y su único ojo sano, y que tenía un aspecto extraño con sus patillas y cabellos tiesos; después su mujer, cuyo semblante tenía una expresión de espanto, y en pos de ellos algunos de sus niños, cuyas caras reflejaban un estúpido estupor. Entre toda esta multitud apareció de pronto el señor Svidrigailof. Raskolnikof le contempló con un gesto de asombro. No comprendía de dónde había salido: no recordaba haberlo visto entre la multitud.

Se habló de llamar a un médico y a un sacerdote. El funcionario murmuró al oído de Raskolnikof que la medicina no podía hacer nada en este caso, pero no por eso dejó de aprobar la idea de que se fuera a buscar un doctor.

Kapernaumof se encargó de ello.

Entre tanto, Catalina Ivanovna se había reanimado un poco. La hemorragia había cesado. La enferma dirigió una mirada llena de dolor, pero penetrante, a la pobre Sonia, que, pálida y temblorosa, le limpiaba la frente con un pañuelo.

Después pidió que la levantaran. La sentaron en la cama y le pusieron almohadas a ambos lados para que pudiera sostenerse.

—¿Dónde están los niños? —preguntó con voz trémula—. ¿Los has traído, Polia? ¡Los muy tontos! ¿Por qué habéis huido? ¿Por qué?

La sangre cubría aún sus delgados labios. La enferma paseó la mirada por la habitación.

—Aquí vives, ¿verdad, Sonia? No había venido nunca a tu casa, y al fin he tenido ocasión de verla.

Se quedó mirando a Sonia con una expresión llena de amargura.

—Hemos destrozado tu vida por completo…Polia, Lena, Kolia, venid…

Aquí están, Sonia…Tómalos…Los pongo en tus manos…Yo he terminado ya…Se acabó la fiesta…Acostadme…Dejadme morir tranquila.

La tendieron en la cama.

—¿Cómo? ¿Un sacerdote? ¿Para qué? ¿Es que a alguno de ustedes lessobra un rublo…? Yo no tengo pecados…Dios me perdonará…Sabe lo mucho que he sufrido en la vida…Y si no me perdona, ¿qué le vamos a hacer?

El delirio de la fiebre se iba apoderando de ella. Sus ideas eran cada vez más confusas. A cada momento se estremecía, miraba al círculo formado en torno del lecho, los reconocía a todos. Después volvía a hundirse en el delirio.

Su respiración era silbante y penosa. Se oía en su garganta una especie de hervor.

—Yo le dije: «¡Excelencia…!» —exclamó, deteniéndose después de cada palabra para tomar aliento—. ¡Esa Amalia Ludwigovna…! ¡Lena, Kolia, las manos en las caderas…! Vivacidad, mucha vivacidad…Ligereza y elegancia…Un poco de taconeo… ¡A ver si lo hacéis con gracia…!

»Du hast Diamanten and Perlen.

»¿Qué viene después…? ¡Ah, sí!

»Du hast die schonsten Augen…Madchen, was willst du meher?

»¡Qué falso es esto! Was willst du meher…? Bueno, ¿qué más dijo el muy imbécil…? Ya, ya recuerdo lo que sigue…

»En los mediodías ardientes de los llanos del Daghestan…

»¡Ah, cómo me gustaba, como me encantaba esta romanza, Poletchka! Me la cantaba tu padre antes de casarnos… ¡Qué tiempos aquellos…! Esto es lo que debemos cantar…Pero ¿qué viene después…? Lo he olvidado…Ayúdame a recordar…

La dominaba una profunda agitación. Intentaba incorporarse…De pronto, con voz ronca, entrecortada, siniestra, deteniéndose para respirar después de cada palabra, con una creciente expresión de inquietud en el rostro, volvió a cantar:

«En los mediodías ardientes de los llanos del Daghestan…, con una bala en el pecho…»

De pronto rompió a llorar y exclamó con una especie de ronquido:

—¡Excelencia, proteja a los huérfanos en memoria del difunto Simón

Zaharevitch, del que incluso puede decirse que era un aristócrata!

Tras un estremecimiento, volvió a su juicio, miró con un gesto de espanto a cuantos la rodeaban y se vio que hacía esfuerzos por recordar dónde estaba. En seguida reconoció a Sonia, pero se mostró sorprendida de verla a su lado.

—Sonia…, Sonia…—dijo dulcemente—, ¿también estás tú aquí?

La levantaron de nuevo.—¡Ha llegado la hora…! ¡Esto se acabó, desgraciada…! La bestia está rendida…, ¡muerta! —gritó con amarga desesperación, y cayó sobre la almohada.

Quedó adormecida, pero este sopor duró poco. Echó hacia atrás el amarillento y enjuto rostro, su boca se abrió, sus piernas se extendieron convulsivamente, lanzó un profundo suspiro y murió.

Sonia se arrojó sobre el cadáver, se abrazó a él, dejó caer su cabeza sobre el descarnado pecho de la difunta y quedó inmóvil, petrificada. Poletchka se echó sobre los pies de su madre y empezó a besarlos sollozando.

Kolia y Lena, aunque no comprendían lo que había sucedido, adivinaban que el acontecimiento era catastrófico. Se habían cogido de los hombros y se miraban en silencio. De pronto, los dos abrieron la boca y empezaron a llorar y a gritar.

Los dos llevaban aún sus vestidos de saltimbanqui: uno su turbante, el otro su gorro adornado con una pluma de avestruz.

No se sabe cómo, el diploma obtenido por Catalina Ivanovna en el internado apareció de pronto en el lecho, al lado del cadáver. Raskolnikof lo vio. Estaba junto a la almohada.

Rodia se dirigió a la ventana. Lebeziatnikof corrió a reunirse con él.

—Se ha muerto —murmuró.

—Rodion Romanovitch —dijo Svidrigailof acercándose a ellos—,tengo que decirle algo importante.

Lebeziatnikof se retiró en el acto discretamente. No obstante, Svidrigailof se llevó a Raskolnikof a un rincón más apartado. Rodia no podía ocultar su curiosidad.

—De todo esto, del entierro y de lo demás, me encargo yo. Ya sabe usted que tengo más dinero del que necesito. Llevaré a Poletchka y sus hermanitos a un buen orfelinato y depositaré mil quinientos rublos para cada uno. Así podrán llegar a la mayoría de edad sin que Sonia Simonovna tenga que preocuparse por su sostenimiento. En cuanto a ella, la retiraré de la prostitución, pues es una buena chica, ¿no le parece? Ya puede usted explicar a Avdotia Romanovna en qué gasto yo el dinero.

—¿Qué persigue usted con su generosidad? —preguntó Raskolnikof.

—¡Qué escéptico es usted! —exclamó Svidrigailof, echándose a reír—.Ya le he dicho que no necesito el dinero que en esto voy a gastar. Usted no admite que yo pueda proceder por un simple impulso de humanidad. Al fin y al cabo, esa mujer no era un gusano —señalaba con el dedo el rincón donde reposabala difunta— como cierta vieja usurera. ¿No sería preferible que, en vez de ella, hubiera muerto Lujine, ya que así no podría cometer más infamias? Sin mi ayuda, Poletchka seguiría el camino de su hermana…

Su tono malicioso parecía lleno de reticencia, y mientras hablaba no apartaba la vista de Raskolnikof, el cual se estremeció y se puso pálido al oír repetir los razonamientos que había hecho a Sonia. Retrocedió vivamente y fijó en Svidrigailof una mirada extraña.

—¿Cómo sabe usted que yo he dicho eso? —balbuceó.

—Vivo al otro lado de ese tabique, en casa de la señora Resslich. Este departamento pertenece a Kapernaumof, y aquél, a la señora Resslich, mi antigua y excelente amiga. Soy vecino de Sonia Simonovna.

—¿Usted?

—Sí, yo —dijo Svidrigailof entre grandes carcajadas—. Le doy mi palabra de honor, querido Rodion Romanovitch, de que me ha interesado usted extraordinariamente. Le dije que seríamos buenos amigos. Pues bien, ya lo somos. Ya verá como soy un hombre comprensivo y tratable con el que se puede alternar perfectamente.

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PARTE 6