Dostoïevski Fedor Mikhaïlovitch. "Crimen y Castigo". Parte 6

CAPÍTULO 1

Empezó para Raskolnikof una vida extraña. Era como si una especie de neblina le hubiera envuelto y hundido en un fatídico y doloroso aislamiento.

Cuando más adelante recordaba este período de su vida, comprendía que entonces su razón vacilaba a cada momento y que este estado, interrumpido por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado hasta la catástrofe definitiva. Tenía el convencimiento de que había cometido muchos errores, sobre todo en las fechas y sucesión de los hechos. Por lo menos, cuando, andando el tiempo, recordó, y trató de poner en orden estos recursos, y después de explicarse lo sucedido, sólo gracias al testimonio de otras personas
pudo conocer muchas de las cosas que pertenecían a aquel período de su propia vida. Confundía los hechos y consideraba algunos como consecuencia de otros que sólo existían en su imaginación. A veces le dominaba una angustia enfermiza y un profundo terror. Y también se acordaba de haber pasado minutos, horas y acaso días sumido en una apatía que sólo podíacompararse con el estado de indiferencia de ciertos moribundos. En general, últimamente parecía preferir cerrar los ojos a su situación que darse cuenta exacta de ella. Así, ciertos hechos esenciales que se veía obligado a dilucidar le mortificaban, y, en compensación, descuidaba alegremente otras cuestiones cuyo olvido podía serle fatal, teniendo en cuenta su situación.

Svidrigailof le inquietaba de un modo especial. Incluso podía decirse que su pensamiento se había fijado e inmovilizado en él. Desde que había oído las palabras, claras y amenazadoras, que este hombre había pronunciado en la habitación de Sonia el día de la muerte de Catalina Ivanovna, las ideas de Raskolnikof habían tomado una dirección completamente nueva. Pero, a pesar de que este hecho imprevisto le inquietaba profundamente, no se apresuraba a poner las cosas en claro. A veces, cuando se encontraba en algún barrio solitario y apartado, solo ante una mesa de alguna taberna miserable, sin que pudiera comprender cómo había llegado allí, el recuerdo de Svidrigailof le asaltaba de pronto, y se decía, con febril lucidez, que debía tener con él una explicación cuanto antes. Un día en que se fue a pasear por las afueras, se imaginó que se había citado con Svidrigailof. Otra vez se despertó al amanecer en un matorral, sin saber por qué estaba allí.

En los dos o tres días que siguieron a la muerte de Catalina Ivanovna, Raskolnikof se había encontrado varias veces con Svidrigailof, casi siempre en la habitación de Sonia, a la que iba a visitar sin objeto alguno y para volverse a marchar en seguida. Se limitaba a cambiar rápidamente algunas palabras triviales, sin abordar el punto principal, como si se hubieran puesto de acuerdo tácitamente en dejar a un lado de momento esta cuestión. El cuerpo de Catalina Ivanovna estaba aún en el aposento. Svidrigailof se encargaba de todo lo relacionado con el entierro y parecía muy atareado. También Sonia estaba muy ocupada.

La última vez que se vieron, Svidrigailof enteró a Raskolnikof de que había arreglado felizmente la situación de los niños de la difunta. Gracias a ciertas personalidades que le conocían, había conseguido que admitieran a los huérfanos en excelentes orfelinatos, donde recibirían un trato especial, ya que había entregado una buena suma por cada uno de ellos.

Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a Raskolnikof pasar pronto por su casa y le recordó que deseaba pedirle consejo sobre ciertos asuntos.

Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la escalera.

Svidrigailof miraba fijamente a Raskolnikof. De pronto bajó la voz y le dijo:

—Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovitch? Cualquiera diría que no está usted en su juicio. Usted escucha y mira con la expresión del hombre que no comprende nada. Hay que animarse. Tenemos que hablar, a pesar deque estoy muy ocupado tanto por asuntos propios como por ajenos…Oiga, Rodion Romanovitch —le dijo de pronto—, todos los hombres necesitamos aire, aire libre…Esto es indispensable.

Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a celebrar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había arreglado todo para que esta ceremonia se repitiese dos veces cada día a las mismas horas. Se marchó.

Raskolnikof estuvo un momento reflexionando. Después siguió al sacerdote hasta el aposento de Sonia.

Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror místico. Hacía mucho tiempo que no había asistido a una misa de difuntos. La ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmovedora e impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd.

Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas.

«En todos estos días —se dijo Raskolnikof— no me ha dirigido ni una palabra ni una mirada.»

El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas volutas.

El sacerdote leyó:

—«Concédele, Señor, el descanso eterno.»

Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de extrañeza.

Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó en su hombro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikof un profundo asombro. ¿De modo que ella no experimentaba la menor repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más mínimo en la suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Sonia no desplegó los labios. Raskolnikof le estrechó la mano y se fue.

Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un lugar verdaderamente solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completamente.

A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión incluso se había internado en un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado era el paraje, más claramente percibía Raskolnikof la presencia de algo semejante a un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía. Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la multitud.

Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza del Mercado, al mercado de las Pulgas. Así se sentía más tranquilo y más solo.

Una vez que entró en uno de estos figones, oyó que estaban cantando.

Anochecía. Estuvo una hora escuchando, e incluso con gran satisfacción. Pero al fin una profunda agitación volvió a apoderarse de él y le asaltó una especie de remordimiento.

«Aquí estoy escuchando canciones —se dijo—. Pero ¿es esto lo que debo hacer?» Además, comprendió que no era éste su único motivo de inquietud.

Había otra cuestión que debía resolverse inmediatamente, pero que no lograba identificar y que ni siquiera podía expresar con palabras. Lo sentía en su interior como una especie de torbellino.

«Más vale luchar —se dijo—: encontrarse cara a cara con Porfirio o Svidrigailof…Sí, recibir un reto: tener que rechazar un ataque…No cabe duda de que esto es lo mejor.»

Después de hacerse estas reflexiones, salió precipitadamente del figón. En esto acudió a su pensamiento el recuerdo de su madre y de su hermana, y se apoderó de él un profundo terror. Fue ésta la noche en que se despertó al oscurecer en un matorral de la isla Kretovski. Estaba helado y temblaba de fiebre cuando tomó el camino de su alojamiento. Llegó ya muy avanzada la mañana. Tras varias horas de descanso, le desapareció la fiebre; pero cuando se levantó eran más de las dos de la tarde.

Se acordó de que era el día de los funerales de Catalina Ivanovna y se alegró de no haber asistido. Nastasia le trajo la comida y él comió y bebió con gran apetito, casi con glotonería. Tenía la cabeza despejada y gozaba de una calma que no había experimentado desde hacía tres días. Incluso se asombró de los terrores que le habían asaltado. La puerta se abrió y entró Rasumikhine.

—¡Ah, estás comiendo! Luego no estás enfermo.

Cogió una silla y se sentó frente a su amigo. Parecía muy agitado y no lo disimulaba. Habló con una indignación evidente, pero sin apresurarse ni levantar la voz. Era como si le impulsara una intención misteriosa.

—Escucha —dijo en tono resuelto—: el diablo os lleve a todos, y no quiero saber nada de vosotros, pues no entiendo absolutamente nada de vuestra conducta. No creas que he venido a interrogarte, pues no tengo el menor interés en averiguar nada. Si te tirase de la lengua, empezarías, a lo mejor, a contarme todos tus secretos, y yo no querría escucharlos: escupiría y me marcharía. He venido para aclarar, por mí mismo y definitivamente, si en verdad estás loco. Pues has de saber que algunos creen que lo estás. Y te confieso que me siento inclinado a compartir esta opinión, dado tu modo deobrar estúpido, bastante villano y perfectamente inexplicable, así como tu reciente conducta con tu madre y con tu hermana. ¿Qué hombre que no sea un monstruo, un canalla o un loco se habría portado con ellas como te has portado tú? En consecuencia, tú estás loco.

—¿Cuándo las has visto?

—Hace un rato. ¿Y tú? ¿Desde cuándo no las has visto? Dime, te lo ruego: ¿dónde has pasado el día? He estado tres veces aquí y no he conseguido verte.

Tu madre está muy enferma desde ayer. Quería verte, y aunque tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha querido escucharla. Ha dicho que si estabas enfermo, si perdías la razón, sólo tu madre podía venir en tu ayuda. Por lo tanto, nos hemos venido hacia aquí los tres, pues, como comprenderás, no podíamos dejarla venir sola, y por el camino no hemos cesado de tratar de calmarla. Cuando hemos llegado aquí, tú no estabas. Mira, aquí se ha sentado, y sentada ha estado diez minutos, mientras nosotros permanecíamos de pie ante ella. Al fin se ha levantado y ha dicho: «Si sale, no puede estar enfermo. La razón es que me ha olvidado. No me parece bien que una madre vaya a buscar a su hijo para mendigar sus caricias.» Cuando ha vuelto a su casa, ha tenido que acostarse. Ahora tiene fiebre. «Para su amiga sí que tiene tiempo», ha dicho. Se refería a Sonia Simonovna, de la que supone que es tu prometida o tu amante. No sabe si es una cosa a otra, y como yo tampoco lo sé, amigo mío, y deseaba salir de dudas, he ido en seguida a casa de esa joven…Al entrar, veo un ataúd, niños que lloran y a Sonia Simonovna probándoles vestidos de luto. Tú no estabas allí. Después de buscarte con los ojos, me he excusado, he salido y he ido a contar a Avdotia Romanovna los resultados de mis pesquisas. O sea que las suposiciones de tu madre han resultado inexactas, y puesto que no se trata de una aventura amorosa, la hipótesis más plausible es la de la locura. Pero ahora te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días en ayunas. Verdad es que los locos también comen, y que, además, no me has dicho ni una palabra; pero estoy seguro de que no estás loco. Eso es para mí tan indiscutible, que lo juraría a ojos cerrados. Así, que el diablo se os lleve a todos. Aquí hay un misterio, un secreto, y no estoy dispuesto a romperme la cabeza para resolver este enigma.

Sólo he venido aquí —terminó, levantándose— para decirte lo que te he dicho y descargar mi conciencia. Ahora ya sé lo que tengo que hacer.

—¿Qué vas a hacer?

—¡A ti qué te importa!

—Vas a beber. Lleva cuidado.

—¿Cómo lo has adivinado?

—No es nada difícil.Rasumikhine permaneció un momento en silencio.

—Tú eres muy inteligente y nunca has estado loco —exclamó con vehemencia—. Has dado en el clavo. Me voy a beber. Adiós.

Y dio un paso hacia la puerta.

—Hablé de ti a mi hermana, Rasumikhine. Me parece que fue anteayer.

Rasumikhine se detuvo.

—¿De mí? ¿Dónde la viste?

Había palidecido ligeramente, y bastaba mirarle para comprender que su corazón había empezado a latir con violencia.

—Vino a verme. Se sentó ahí y estuvo hablando conmigo.

—¿Ella?

—Sí.

—Bueno, pero ¿qué le dijiste de mí?

—Le dije que eres una excelente persona, un hombre honrado y trabajador.

De tu amor no tuve que decirle nada, pues ella bien sabe que tú la quieres.

—¿Lo sabe?

—¡Pero, hombre…! Oye: me vaya yo donde me vaya y ocurra lo que ocurra, tú debes seguir siendo su providencia. Las pongo en tus manos, Rasumikhine. Te digo esto porque sé que la amas y estoy seguro de la pureza de tu amor. También sé que ella puede amarte, si no te ama ya. Ahora a ti te concierne decidir si debes irte a beber.

—Rodia…Mira…Oye… ¡Demonio! ¿Qué quieres decir con eso de que las pones en mis manos…? Bueno, si es un secreto, no me digas nada: yo lo descubriré. Estoy seguro de que todo eso son tonterías forjadas por tu imaginación. Por lo demás, eres una buena persona, un hombre excelente.

—Cuando me has interrumpido, te iba a decir que haces bien en renunciar a conocer mis secretos. No pienses en esto, no te preocupes. Todo se aclarará a su debido tiempo, y entonces ya no habrá secretos para ti. Ayer alguien me dijo que los hombres tenemos necesidad de aire, ¿lo oyes?, de aire. Ahora mismo voy a ir a preguntarle qué quería decir con eso.

Rasumikhine reflexionó febrilmente. De pronto tuvo una idea.

«Seguramente —pensó—, Raskolnikof es un conspirador político y está en vísperas de dar un golpe decisivo. No puede ser otra cosa…Y Dunia está enterada.»—Así —dijo recalcando las palabras—, Avdotia Romanovna viene a verte y tú vas ahora a ver a un hombre que dice que hace falta aire, que eso es lo primero…Por lo tanto, esa carta —terminó como si hablara consigo mismo— debe referirse a todo esto.

—¿Qué carta?

—Tu hermana ha recibido hoy una carta que parece haberla afectado. Yo diría incluso que la ha trastornado profundamente. Yo he intentado hablarle de ti, y ella me ha rogado que me callara. Luego me ha dicho que tal vez tuviéramos que separarnos muy pronto. Me ha dado las gracias calurosamente no sé por qué y luego se ha encerrado en su habitación.

—¿Dices que ha recibido una carta? —preguntó Raskolnikof, pensativo.

—Sí, una carta. ¿No lo sabías?

Los dos guardaron silencio.

—Adiós, Rodia. Te confieso, amigo mío, que hubo un momento…Bueno, adiós…Sí, hubo un momento en que…Adiós, adiós; tengo que marcharme. En cuanto a eso de beber, no lo haré. Te equivocas si crees que eso es necesario.

Parecía tener mucha prisa, pero apenas hubo salido, volvió a entrar y dijo a Raskolnikof sin mirarle:

—Oye, ¿te acuerdas de aquel asesinato, de aquel asunto que Porfirio estaba encargado de instruir? Me refiero a la muerte de la vieja. Pues bien, ya se ha descubierto al asesino. Él mismo ha confesado y presentado toda clase de pruebas. Es uno de aquellos pintores que yo defendía con tanta seguridad, ¿te acuerdas? Aunque parezca mentira, todas aquellas escenas de risas y golpes que se desarrollaron mientras el portero subía con dos testigos no eran más que un truco destinado a desviar las sospechas. ¡Qué astucia, qué presencia de ánimo la de ese bribón! Verdaderamente, cuesta creerlo, pero él lo ha explicado todo, y su declaración es de las más completas. ¡Cómo me equivoqué! A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la astucia, un maestro de la coartada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta, no hay que asombrarse de nada. En verdad, personas así pueden existir. Que no haya podido mantener su papel hasta el fin y haya acabado por confesar es una prueba de la veracidad de sus declaraciones…Pero no comprendo cómo pude cometer tamaña equivocación. Estaba dispuesto a sostener en todos los terrenos la inocencia de esos hombres.

—Dime, por favor, ¿dónde te has enterado de todo eso y por qué te interesa tanto este asunto? —preguntó Raskolnikof, visiblemente afectado.

—¿Que por qué me interesa? ¡Vaya una pregunta! En cuanto al origen de mis informes, ha sido Porfirio, y otros, pero Porfirio especialmente, el que melo ha explicado todo.

—¿Porfirio?

—Sí.

—Bueno, pero ¿qué te ha dicho? —preguntó Raskolnikof perdiendo la calma.

—Me lo ha explicado todo con gran claridad, procediendo según su método psicológico.

—¿Te ha explicado eso? ¿Él mismo te lo ha explicado?

—Sí, él mismo. Adiós. Tengo todavía algo que contarte, pero habrá de ser en otra ocasión, pues ahora tengo prisa. Hubo un momento en que creí…

Bueno, ya te lo contaré en otro momento…Lo que quiero decirte es que ya no tengo necesidad de beber: tus palabras han bastado para emborracharme. Sí, Rodia, estoy embriagado, embriagado sin haber bebido…Bueno, adiós. Hasta pronto.

Se marchó.

«Es un conspirador político: estoy seguro, completamente seguro —se dijo con absoluta convicción Rasumikhine mientras bajaba la escalera—. Y ha complicado a su hermana en el asunto. Esta hipótesis es más que plausible, dado el carácter de Avdotia Romanovna. Los dos hermanos tienen entrevistas.

Algunas de sus palabras, ciertas alusiones, me lo demuestran. Por otra parte, ésta es la única explicación que puede tener este embrollo. Y yo que creía…

¡Señor, lo que llegué a pensar…! Una verdadera aberración; me siento culpable ante él. Pero fue él mismo el que el otro día, en el pasillo, junto a la lámpara, me inspiró semejante insensatez… ¡Qué idea tan villana, tan burda, me asaltó! Mikolka ha hecho muy bien en confesar…Ahora todo lo ocurrido queda perfectamente explicado: la enfermedad de Rodia, su extraña conducta…Incluso en sus tiempos de estudiante se mostraba sombrío y huraño…Pero ¿qué significa esa carta? ¿Quién la envía? Hay todavía algo por aclarar…Ya lo averiguaré todo.»

De pronto se acordó de lo que Rodia le había dicho de Dunetchka, y creyó que el corazón se le iba a paralizar. Entonces hizo un esfuerzo y echó a correr.

Apenas se hubo marchado Rasumikhine, Raskolnikof se levantó y se acercó a la ventana. Después dio algunos pasos y tropezó con una pared.

Luego tropezó con otra. Parecía haberse olvidado de las reducidas dimensiones de su habitación. Al fin se dejó caer en el diván. Daba la impresión de que se había operado en él un cambio profundo y completo. De nuevo podía luchar: tenía una posible salida.

Sí, ahora podía tener una salida, un medio de poner fin a la espantosasituación que le asfixiaba y le tenía sumido en una especie de embrutecimiento desde la confesión de Mikolka en casa de Porfirio. A esto había seguido su escena con Sonia, cuyo desarrollo y desenlace no habían correspondido a sus previsiones ni a sus intenciones. Se había mostrado débil en el último momento. Había reconocido ante la muchacha, y con toda sinceridad, que no podía seguir llevando él solo una carga tan pesada…

¿Y Svidrigailof? Svidrigailof era para él un inquietante enigma, aunque esta inquietud tenía un matiz diferente. Tendría que luchar, pero seguramente encontraría un modo de deshacerse de él. Porfirio era otra cosa.

Así, pues, había sido el mismo Porfirio el que había demostrado a Rasumikhine la culpabilidad de Mikolka, procediendo por su método psicológico.

«Siempre está con su maldita psicología —se dijo Raskolnikof—. Porfirio no ha creído en ningún momento en la culpabilidad de Mikolka después de la escena que hubo entre nosotros y que no admite más que una explicación.»

Raskolnikof había recordado en varias ocasiones retazos de aquella escena, pero no la escena entera, pues no habría podido soportar su recuerdo.

En aquella escena habían cambiado palabras y miradas que demostraban en Porfirio una seguridad tan absoluta y adquirida tan rápidamente, que no era posible que la confesión de Mikolka hubiera podido quebrantarla. ¡Pero qué situación la suya! El mismo Rasumikhine empezaba a sospechar. El incidente del corredor había dejado huellas en él.

«Entonces corrió a casa de Porfirio…Pero ¿por qué habrá querido ese hombre engañarle? ¿Por qué razón habrá intentado desviar sus sospechas hacia Mikolka? No, no puede haber hecho esto sin motivo. Abriga alguna intención, pero ¿cuál? Verdad es que desde entonces ha transcurrido mucho tiempo, y no he tenido noticias de Porfirio. Esto es tal vez mala señal.»

Cogió la gorra y se dirigió a la puerta. Iba pensativo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía en un estado de perfecto equilibrio.

«Hay que terminar con Svidrigailof a toda costa y lo antes posible. Sin duda está esperando que vaya a verle.»

En este momento, en su agotado corazón brotó tal odio contra sus dos enemigos, Svidrigailof y Porfirio, que no habría vacilado en matar a cualquiera de ellos si los hubiese tenido a su merced. Por lo menos tuvo la impresión de que sería capaz de hacerlo algún día.

—Ya lo verán, ya lo verán —murmuró.

Pero apenas abrió la puerta se dio de manos a boca con Porfirio, que estaba en el vestíbulo.El juez de instrucción venía a visitarle. Raskolnikof quedó estupefacto en el primer momento, pero se recobró rápidamente. Por extraño que pueda parecer, esta visita le extrañó muy poco y no le inquietó apenas.

Tras un ligero estremecimiento se puso en guardia.

«Esto puede ser el final —se dijo—. Pero ¿cómo habrá podido llegar tan en silencio que no lo he oído? ¿Habrá venido a espiarme?»

—No esperaba usted mi visita, ¿verdad, Rodion Romanovitch? —dijo alegremente Porfirio Petrovitch—. Hace mucho tiempo que quería venir a verle. Ahora, al pasar casualmente ante su casa, me he preguntado: «¿Por qué no subes un momento?» Ya veo que iba usted a salir; pero no tema, que sólo le distraeré el tiempo que dura un cigarrillo. Es decir, si usted me lo permite.

—¡Pues claro que sí! Siéntese, Porfirio Petrovitch, siéntese.

Y Raskolnikof ofreció una silla a su visitante, tan amable y sereno, que él mismo se habría sorprendido si se hubiera podido ver en aquel momento. No había quedado en él ni rastro de inquietud. Es el caso del hombre que cae en poder de un bandido y, después de pasar media hora de angustia mortal, recobra su sangre fría cuando nota la punta del puñal en la garganta.

Raskolnikof se sentó ante Porfirio Petrovitch y le miró a la cara. El juez de instrucción guiñó un ojo y encendió un cigarrillo.

«¡Vamos, habla! —le incitó Raskolnikof mentalmente—. ¿Por qué no empiezas de una vez?»

CAPÍTULO 2

¡Ah, estos cigarrillos! —dijo al fin Porfirio Petrovitch—. Son un veneno, un verdadero veneno. Tengo tos, se me irrita la garganta, padezco de asma.

Como soy algo aprensivo, he ido a ver al doctor B***, que es un médico que está examinando a cada enfermo durante media hora como mínimo. Se ha echado a reír al verme, y, después de palparme y auscultarme cuidadosamente, me ha dicho: «El tabaco no le va nada bien. Tiene usted los pulmones dilatados.» No lo dudo, pero ¿cómo dejar el tabaco? ¿Por qué otra cosa lo puedo sustituir? Yo no bebo: eso es lo malo… ¡Je, je, je! Toda mi desgracia viene de que no bebo. Pues todo es relativo en este mundo, Rodion Romanovitch, todo es relativo.

«Ya está de nuevo con sus tonterías», pensó Raskolnikof, contrariado.

Al punto le vino a la memoria su última entrevista con el juez deinstrucción, y este recuerdo trajo a su ánimo todos sus anteriores sentimientos.

—Anteayer por la tarde estuve aquí, ¿no lo sabía usted? —continuó Porfirio Petrovitch, paseando una mirada por la habitación—. Estuve aquí dentro. Al pasar por esta calle se me ocurrió, como se me ha ocurrido hoy, hacerle una visita. La puerta estaba abierta de par en par. Esperé un momento y me volví a marchar sin ni siquiera ver a la sirvienta para darle mi nombre.

¿Nunca cierra usted la puerta?

El rostro de Raskolnikof aparecía cada vez más sombrío. Porfirio pareció adivinar los pensamientos que lo agitaban.

—He venido a darle una explicación, mi querido Rodion Romanovitch. Se la debo —dijo sonriendo y dándole una palmada en la rodilla.

Su semblante cobró de pronto una expresión seria y preocupada. Incluso pasó por él una sombra de tristeza, para gran asombro de Raskolnikof, que jamás había visto en él nada semejante ni le creía capaz de tales sentimientos.

—Hubo una escena extraña entre nosotros, Rodion Romanovitch, la última vez que nos vimos. Pero entonces…En fin, he aquí el asunto que me trae. He cometido errores con usted, bien lo sé. Ya recordará usted cómo nos separamos. Verdad es que los dos somos bastante nerviosos; pero no procedimos como personas bien educadas, aunque nuestros buenos modales son evidentes y me atrevería a decir que están por encima de todo. Estas cosas no se deben olvidar. ¿Recuerda usted hasta qué extremo llegamos? Rebasamos todos los límites.

«¿Adónde querrá ir a parar?», se preguntaba Raskolnikof, asombrado y devorando a Porfirio con los ojos.

—Yo creo que lo mejor que podemos hacer es ser francos —continuó Porfirio Petrovitch, volviendo un poco la cabeza y bajando la vista, como si temiera turbar a su antigua víctima y quisiera demostrarle su desdén por los procedimientos y las celadas que había utilizado—. Estas sospechas, estas escenas, no deben repetirse. Si no hubiera sido por Mikolka, que llegó y puso fin a aquella escena, no sé cómo habrían terminado las cosas. Ese maldito papanatas estaba escondido detrás del tabique. Ya lo sabe usted, ¿verdad? Me enteré de que había venido a su casa inmediatamente después de aquella escena. Pero usted se equivocó en sus suposiciones. Yo no mandé a buscar a nadie aquel día y no había tomado medida alguna. Usted se preguntará por qué razón no lo hice. Pues…no sé cómo explicárselo. Me limité a citar a los porteros, a los que usted vio al pasar. Una idea, rápida como un relámpago, había acudido a mi imaginación. Yo estaba demasiado seguro de mí mismo, Rodion Romanovitch, y me decía que si lograba apresar un hecho, aunque fuera renunciando a todo lo demás, obtendría el resultado que deseaba.»

Usted tiene un carácter en extremo irascible, Rodion Romanovitch, incluso demasiado. Es un rasgo predominante de su naturaleza, que yo me jacto de conocer, por lo menos en parte. Yo me dije que no es cosa corriente que un hombre nos arroje sin más ni más la verdad a la cara. Sin duda, esto puede hacerlo un hombre que esté fuera de sí, pero este caso es excepcional.

Yo me hice este razonamiento: "Si pudiese arrancarle el hecho más insignificante, la más mínima confesión, con tal que fuera una prueba palpable, algo distinto, en fin, a estos hechos psicológicos…" Pues yo estaba seguro de que si un hombre es culpable, uno acaba siempre por arrancarle una prueba evidente. Di por descontado los resultados más sorprendentes. Dirigía mis golpes a su carácter, Rodion Romanovitch, a su carácter sobre todo. Le confieso que confiaba demasiado en usted mismo.

—Pero ¿por qué me cuenta usted todo esto? —gruñó Raskolnikof, sin darse cuenta del alcance de su pregunta.

«¿Me creerá acaso inocente?», se preguntó con el pensamiento.

—¿Que por qué le cuento todo esto? Yo he venido a darle una explicación.

Considero que esto es un deber sagrado para mí. Quiero exponerle con todo detalle el proceso de mi aberración. Le sometí a usted a una verdadera tortura, Rodion Romanovitch, pero no soy un monstruo. Pues me hago cargo de lo que debe experimentar una persona desgraciada, orgullosa, altiva y poco paciente, sobre todo poco paciente, al verse sometida a una prueba semejante. Le aseguro que le considero como un hombre de noble corazón y, hasta cierto punto, como un hombre magnánimo, aunque no me sea posible compartir todas sus opiniones. Juzgo como un deber hacerle cierta declaración en el acto, pues no quiero que usted forme un juicio falso.

»Cuando empecé a conocerle, se despertó en mí una verdadera simpatía hacia usted. Esta confesión le hará tal vez reír. Pues bien, ríase: tiene usted perfecto derecho. Sé que usted, en cambio, sintió desde el primer momento una viva antipatía hacia mí. Bien es verdad que yo no tengo nada que pueda hacerme simpático; pero, cualquiera que sea su opinión sobre mí, puedo asegurarle que deseo con todas mis fuerzas borrar la mala impresión que le produje, reparar mis errores y demostrarle que soy un hombre de buen corazón. Le estoy hablando sinceramente, créame.

Pronunciadas estas palabras, Porfirio Petrovitch se detuvo con un gesto lleno de dignidad, y Raskolnikof se sintió dominado por un nuevo terror. La idea de que el juez de instrucción le creía inocente le sobrecogía.

—No es necesario remontarse al origen de los acontecimientos —continuó Porfirio Petrovitch—. Creo que sería una rebusca inútil e imposible. Al principio circularon rumores sobre cuyo origen y naturaleza creo superfluo extenderme. Inútil también explicarle cómo se encontró su nombre enzarzadoen todo esto. Lo que a mí me dio la señal de alarma fue un hecho completamente fortuito, del que tampoco le hablaré. El conjunto de rumores y circunstancias accidentales me llevaron a concebir ciertas ideas. Le confieso con toda franqueza (pues si uno quiere ser sincero debe serlo hasta el fin) que fui yo el primero que le mezclé a usted en este asunto. Las anotaciones de la vieja en los envoltorios de los objetos y otros mil detalles de la misma índole no significan nada independientemente; pero se podían contar hasta un centenar de hechos importantes. Tuve también ocasión de conocer hasta en sus más mínimos detalles el incidente de la comisaría. Me enteré de ello por un simple azar. Me lo refirió con gran lujo de pormenores la persona que había desempeñado en la escena el papel principal, con gran propiedad por cierto, aunque sin darse cuenta.

»Todos estos hechos se acumulan, mi querido Rodion Romanovitch. En estas condiciones, ¿cómo no adoptar una posición determinada? "Así como cien conejos no hacen un caballo, cien presunciones no constituyen una prueba", dice el proverbio inglés. Pero en este caso habla la razón, y las pasiones son algo muy distinto. Pruebe usted a luchar contra las pasiones. Al fin y al cabo, un juez de instrucción es un hombre y, por lo tanto, accesible a las pasiones.

»Además, pensé en el artículo que usted publicó en cierta revista, ¿recuerda usted? Hablamos de él en nuestra primera conversación. Entonces me mofé de él, pero lo hice con la intención de hacerle hablar. Porque, se lo repito, usted es un hombre poco paciente, Rodion Romanovitch, y tiene los nervios echados a perder. En cuanto a su osadía, su orgullo, la seriedad de su carácter y sus sufrimientos, hacía ya tiempo que los había advertido. Conocía todos estos sentimientos y consideré que su artículo exponía ideas que no eran un secreto para nadie. Estaba escrito con mano febril y corazón palpitante en una noche de insomnio y era el producto de un alma rebosante de pasión reprimida. Pues bien, esta pasión y este entusiasmo contenidos de la juventud son peligrosos. Entonces me burlé de usted, pero ahora quiero decirle que, mirando las cosas como simple lector, me deleitó el juvenil ardor de su pluma.

Esto no es más que humo, niebla, una cuerda que vibra entre brumas. Su artículo es absurdo y fantástico, pero ¡respira tanta sinceridad! Rezuma un insobornable y juvenil orgullo, y también osadía y desesperación. Es un artículo pesimista, pero este pesimismo le va bien. Entonces lo leí, después puse en orden sus ideas, y, al ordenarlas, me dije: "No creo que este hombre se limite a esto." Y ahora dígame: teniendo estos antecedentes, ¿cómo no había de dejarme influir por lo que sucedió después? Pero entonces no dije nada y ahora no me arriesgaré a hacer la menor afirmación. Entonces me limité a observar y ahora mi pensamiento es éste: "Tal vez toda esta historia es pura imaginación, un simple producto de mi fantasía. Un juez de instrucción no debe apasionarse de este modo. A mí sólo debe interesarme una cosa, y es quetengo a Mikolka." Usted podría decir que los hechos son los hechos y que empleo con usted mi psicología personal. Pero es preciso que lo mire todo en este caso, pues es una cuestión de vida o muerte.

»Usted se preguntará por qué le cuento todo esto. Pues se lo cuento para que pueda usted juzgar con conocimiento de causa y no considere un crimen mi conducta del otro día, tan cruel en apariencia. No, no fui cruel.

»Usted se estará preguntando también por qué no he venido a registrar su casa. Pues sepa usted que vine. ¡Je, je, je! Usted estaba enfermo, acostado en su diván. No vine como magistrado, es decir, oficialmente, pero vine. Esta habitación fue registrada a fondo cuanto tuve la primera sospecha. Me dije: "Ahora este hombre vendrá a verme, vendrá a mi casa, y no tardará mucho. Si es culpable, vendrá. Otro no lo haría, pero él sí." ¿Se acuerda usted de la palabrería de Rasumikhine? La provocamos nosotros para asustarle a usted: le pusimos al corriente de nuestras conjeturas, seguros de que vendría a contárselo a usted, pues Rasumikhine no es hombre que pueda disimular su indignación.

»El señor Zamiotof quedó impresionado ante su cólera y su osadía. ¡Decir a gritos en un establecimiento público: "¡Yo he matado…!" Esto es verdaderamente audaz y arriesgado. Yo me dije: "Si este hombre es culpable, es un luchador enconado." Esto es lo que pensaba. Y me dediqué a esperar…, le esperaba ansiosamente. A Zamiotof le aplastó usted, sencillamente. Y es que esta maldita psicología es un arma de dos filos:.. Bueno, pues cuando le estaba esperando, he aquí que Dios le envía. ¡Cómo se desbocó mi corazón cuando le vi aparecer! ¿Qué necesidad tenía usted de venir entonces? ¡Y aquella risa! No sé si se acordará, pero entró usted riéndose a carcajadas, y yo, a través de su risa, vi lo que ocurría en su interior, tan claramente como se ve a través de un cristal. Sin embargo, yo no habría prestado a esa risa la menor atención si no hubiese estado prevenido. Y entonces Rasumikhine…Y la piedra, aquella piedra, ya recordará usted, bajo la cual estaban ocultos los objetos…Porque habló usted de un huerto a Zamiotof, ¿verdad? Después, cuando empezamos a hablar de su artículo, creímos percibir un segundo sentido en cada una de sus palabras.

»He aquí, Rodion Romanovitch, cómo se fue formando mi convicción poco a poco. Pero cuando ya me sentía seguro, volví en mí y me pregunté qué me había ocurrido. Pues todo aquello podía explicarse de un modo diferente e incluso más natural…Un verdadero suplicio. ¡Cuánto mejor habría sido la prueba más insignificante! Cuando supe lo del cordón de la campanilla, me estremecí de pies a cabeza. "Ya tengo la prueba", me dije. Y ya no quise pensar en nada. En aquel momento habría dado mil rublos por verle con mis propios ojos dar cien pasos al lado de un hombre que le había llamado asesino y al que no se atrevió a responder una sola palabra.»Y aquellos estremecimientos que le acometían…Y aquel cordón de una campanilla de que usted hablaba en su delirio…Después de esto, Rodion Romanovitch, ¿cómo puede usted extrañarse de que procediera con usted como lo hice? ¿Por qué vino usted a mi casa en aquel preciso momento? Era como si el demonio le hubiera impulsado. En verdad, si Mikolka no se hubiese interpuesto entre nosotros en aquel momento… ¿Se acuerda usted de la llegada de Mikolka? Fue como una chispa eléctrica. Pero ¿cómo lo recibí? No di la menor importancia a esta descarga, es decir, que no creí ni una sola de sus palabras. Es más, después de marcharse usted y de oír las razonables respuestas de Mikolka (pues sepa usted que me respondió de modo tan inteligente sobre ciertos puntos, que quedé asombrado), después de esto, yo permanecí tan firme en mis convicciones como una roca. "Éste no dice una palabra de verdad", pensé…Me refiero a Mikolka.

—Rasumikhine acaba de decirme que está usted seguro de su culpabilidad, que usted le ha asegurado…

No pudo terminar: le faltaba el aliento. Escuchaba con una turbación indescriptible a aquel hombre que había cambiado tan radicalmente de juicio.

No podía dar crédito a sus oídos y buscaba ávidamente el sentido exacto de sus ambiguas palabras.

—¿Rasumikhine? —exclamó Porfirio Petrovitch, que parecía muy satisfecho de haber oído, al fin, decir algo a Raskolnikof—. ¡Je, je, je! De algún modo tenía que deshacerme de él, que es completamente ajeno a este asunto. Se presentó en mi casa descompuesto…En fin, dejémoslo aparte.

Respecto a Mikolka, ¿quiere usted saber cómo es, o, por lo menos, la idea que yo me he forjado de él? Ante todo, es como un niño. No ha llegado aún a la mayoría de edad. Y no diré que sea un cobarde, pero sí que es impresionable como un artista. No, no se ría de mi descripción. Es ingenuo y en extremo sensible. Tiene un gran corazón y un carácter singular. Canta, baila y narra con tanto arte, que vienen a verle y oírle de las aldeas vecinas. Es un enamorado del estudio, aunque se ríe como un loco por cualquier cosa. Puede beber hasta perder el conocimiento, pero no porque sea un borracho, sino porque se deja llevar como un niño. No cree que cometiera un robo apropiándose el estuche que se encontró. «Lo cogí del suelo —dijo—. Por lo tanto, puedo quedarme con él.» Pertenece a una secta cismática…, bueno, no tanto como cismática, y era un fanático. Pasó dos años con un ermitaño. Según cuentan sus camaradas de Zaraisk, era un devoto exaltado y quería retirarse también a una ermita.

Pasaba noches enteras rezando y leyendo los libros santos antiguos.

Petersburgo ha ejercido una gran influencia en él. Las mujeres, el vino…,¿comprende? Es muy impresionable, y esto le ha hecho olvidar la religión. Me he enterado de que un artista se interesó por él y le daba lecciones. Así las cosas, llegó el desdichado asunto. El pobre chico perdió la cabeza y se pusouna cuerda en el cuello. Un intento de evasión muy natural en un pueblo que tiene una idea tan lamentable de la justicia. Hay personas a las que la simple palabra «juicio» produce verdadero terror. ¿De quién es la culpa? Ya veremos lo que hacen los nuevos tribunales. Quiera Dios que todo vaya bien…

»Una vez en la cárcel, Mikolka ha vuelto a su anterior misticismo. Se ha acordado del ermitaño y ha abierto de nuevo la Biblia. ¿Sabe usted, Rodion Romanovitch, lo que es la expiación para ciertas personas? Es una simple sed de sufrimiento, y si este sufrimiento lo imponen las autoridades, mejor que mejor. Conocí a un preso que era un ejemplo de mansedumbre. Estuvo un año en la cárcel y todas las noches leía la Biblia. Y un día, sin motivo alguno, arrancó un trozo de hierro de la estufa y lo arrojó sobre un guardián, aunque tomando precauciones para no hacerle ningún daño. ¿Sabe usted la suerte que se reserva a un preso que ataca con un arma cualquiera a un guardián de la cárcel? Aquel hombre obró tan sólo llevado de su sed de expiación.

»Yo estoy seguro de que Mikolka siente una sed de expiación semejante.

Mi convicción se funda en hechos positivos, pero él ignora que yo he descubierto las causas. ¿Qué? ¿No cree usted que en un pueblo como el nuestro puedan aparecer tipos extraordinarios? Pues se ven por todas partes.

La influencia de la ermita ha vuelto a él con toda pujanza, sobre todo después del episodio del nudo corredizo en su cuello. Ya verá usted como acabará viniendo a confesármelo todo. ¿Lo cree usted capaz de sostener su papel hasta el fin? No, vendrá a abrirme su pecho, a retractarse de sus declaraciones…, y no tardará. Me ha interesado Mikolka y lo he estudiado a fondo. Reconozco, ¡je, je!, que en ciertos puntos ha conseguido dar un carácter de verosimilitud a sus declaraciones (sin duda las había preparado), pero otras están en contradicción absoluta con los hechos, sin que él tenga de ello la menor sospecha. No, mi querido Rodion Romanovitch, no es Mikolka el culpable.

Estamos en presencia de un acto siniestro y fantástico. Este crimen lleva el sello de nuestro tiempo, de una época en que el corazón del hombre está trastornado; en que se afirma, citando autores, que la sangre purifica; en que sólo importa la obtención del bienestar material. Es el sueño de una mente ebria de quimeras y envenenada por una serie de teorías. El culpable ha desplegado en este golpe de ensayo una audacia extraordinaria, pero una audacia de tipo especial. Obró resueltamente, pero como quien se lanza desde lo alto de una torre o se deja caer rodando desde la cumbre de una montaña.

Fue como si no se diera cuenta de lo que hacía. Se olvidó de cerrar la puerta al entrar, pero mató, mató a dos personas, obedeciendo a una teoría. Mató, pero no se apoderó del dinero, y lo que se llevó fue a esconderlo debajo de una piedra. No le bastó la angustia que había experimentado en el recibidor mientras oía los golpes que daban en la puerta, sino que, en su delirio, se dejó llevar de un deseo irresistible de volver a sentir el mismo terror, y fue a la casa para tirar del cordón de la campanilla…En fin, carguemos esto en la cuenta dela enfermedad. Pero hay otro detalle importante, y es que el asesino, a pesar de su crimen, se considera como una persona decente y desprecia a todo el mundo. Se cree algo así como un ángel infortunado. No, mi querido Rodion Romanovitch, Mikolka no es el culpable.

Estas palabras, después de las excusas que el juez había presentado, sorprendieron e impresionaron profundamente a Raskolnikof, que empezó a temblar de pies a cabeza.

—Pero…, entonces…—preguntó con voz entrecortada—, ¿quién es el asesino?

Porfirio Petrovitch se recostó en el respaldo de su silla. Su semblante expresaba el asombro del hombre al que acaban de hacer una pregunta insólita.

—¿Que quién es el asesino? —exclamó como no pudiendo dar crédito a sus oídos—. ¡Usted, Rodion Romanovitch! —Y añadió en voz baja y en un tono de profunda convicción—: Usted es el asesino.

Raskolnikof se puso en pie de un salto, permaneció así un momento y se volvió a sentar sin pronunciar palabra. Ligeras convulsiones sacudían los músculos de su cara.

—Sus labios vuelven a temblar como el otro día —dijo Porfirio Petrovitch en un tono de cierto interés—. Creo que no me ha comprendido usted, Rodion Romanovitch —añadió tras una pausa—. Ésta es la razón de su sorpresa. He venido para explicárselo todo, pues desde ahora quiero llevar este asunto con franqueza absoluta.

—Yo no soy el culpable —balbuceó Raskolnikof, defendiéndose como el
niño al que sorprenden haciendo algo malo.

—Sí, es usted y sólo usted —replicó severamente el juez de instrucción.

Los dos callaron. Este silencio, en el que había algo extraño, se prolongó no menos de diez minutos.

Raskolnikof, con los codos en la mesa, se revolvía el cabello con las manos. Porfirio Petrovitch esperaba sin dar la menor muestra de impaciencia.

De pronto, el joven dirigió al magistrado una mirada despectiva.

—Vuelve usted a su antigua táctica, Porfirio Petrovitch. ¿No se cansa usted de emplear siempre los mismos procedimientos?

—¿Procedimientos? ¿Qué necesidad tengo de emplearlos ahora? La cosa cambiaría si habláramos ante testigos. Pero estamos solos. Yo no he venido aquí a cazarle como una liebre. Que confiese usted o no en este momento, me importa muy poco. En ambos casos, mi convicción seguiría siendo la misma.—Entonces, ¿por qué ha venido usted? —preguntó Raskolnikof sin ocultar su enojo—. Le repito lo que le dije el otro día: si usted me cree culpable, ¿por qué no me detiene?

—Bien; ésa, por lo menos, es una pregunta sensata y la contestaré punto por punto. En primer lugar, le diré que no me conviene detenerle en seguida.

—¿Qué importa que le convenga o no? Si está usted convencido, tiene el deber de hacerlo.

—Mi convicción no tiene importancia. Hasta este momento sólo se basa en hipótesis. ¿Por qué he de darle una tregua haciéndolo detener? Usted sabe muy bien que esto sería para usted un descanso, ya que lo pide. También podría traerle al hombre que le envié para confundirle. Pero usted le diría: «Eres un borracho. ¿Quién me ha visto contigo? Te miré simplemente como a un hombre embriagado, pues lo estabas.» ¿Y qué podría replicar yo a esto? Sus palabras tienen más verosimilitud que las del otro, que descansan únicamente en la psicología y, por lo tanto, sorprenderían, al proceder de un hombre inculto. En cambio, usted habría tocado un punto débil, pues ese bribón es un bebedor empedernido. Ya le he dicho otras veces que estos procedimientos psicológicos son armas de dos filos, y en este caso pueden obrar en su favor, sobre todo teniendo en cuenta que pongo en juego la única prueba que tengo contra usted hasta el momento presente. Pero no le quepa duda de que acabaré haciéndole detener. He venido para avisarlo; pero le confieso que no me servirá de nada. Además, he venido a su casa para…

—Hablemos de ese segundo objeto de su visita —dijo Raskolnikof, que todavía respiraba con dificultad.

—Pues este segundo objeto es darle una explicación a la que considero que tiene usted derecho. No quiero que me tenga por un monstruo, siendo así que, aunque usted no lo crea, mi deseo es ayudarle. Por eso le aconsejo que vaya a presentarse usted mismo a la justicia. Esto es lo mejor que puede hacer. Es lo más ventajoso para usted y para mí, pues yo me vería libre de este asunto. Ya ve que le soy franco. ¿Qué dice usted?

Raskolnikof reflexionó un momento.

—Oiga, Porfirio Petrovitch —dijo al fin—; usted ha confesado que no tiene contra mí más que indicios psicológicos y, sin embargo, aspira a la evidencia matemática. ¿Y si estuviera equivocado?

—No, Rodion Romanovitch, no estoy equivocado. Tengo una prueba. La obtuve el otro día como si el cielo me la hubiera enviado.

—¿Qué prueba?

—No se lo diré, Rodion Romanovitch. De todas formas, no tengo derechoa contemporizar. Mandaré detenerle. Reflexione. No me importa la resolución que usted pueda tomar ahora. Le he hablado en interés de usted. Le juro que le conviene seguir mis consejos.

Raskolnikof sonrió, sarcástico.

—Sus palabras son ridículas e incluso imprudentes. Aun suponiendo que yo fuera culpable, cosa que no admito de ningún modo, ¿para qué quiere usted que vaya a presentarme a la justicia? ¿No dice usted que la estancia en la cárcel sería un descanso para mí?

—Oiga, Rodion Romanovitch, no tome mis palabras demasiado al pie de la letra. Acaso no encuentre usted en la cárcel ningún reposo. En fin de cuentas, esto no es más que una teoría, y personal por añadidura. Por lo visto, soy una autoridad para usted. Por otra parte, quién sabe si le oculto algo. Usted no me puede exigir que le revele todos mis secretos. ¡Je, je!

»Pasemos a la segunda cuestión, al provecho que obtendría usted de una confesión espontánea. Este provecho es indudable. ¿Sabe usted que aminoraría considerablemente su pena? Piense en el momento en que haría usted su propia denuncia. Por favor, reflexione. Usted se presentaría cuando otro se ha acusado del crimen, trastornando profundamente el proceso. Y yo le juro ante Dios que me las compondría de modo que a la vista del tribunal gozara usted de todos los beneficios de su acto, el cual parecería completamente espontáneo. Le prometo que destruiríamos toda esa psicología y que reduciría usted a la nada todas las sospechas que pesan sobre usted, de modo que su crimen apareciese como la consecuencia de una especie de arrebato, cosa que en el fondo es cierta. Yo soy un hombre honrado, Rodion Romanovitch, y mantendré mi palabra.

Raskolnikof bajó la cabeza tristemente y quedó pensativo. Al fin sonrió de nuevo; pero esta vez su sonrisa fue dulce y melancólica.

—No me interesa —dijo como si no quisiera seguir hablando con Porfirio Petrovitch—. No necesito para nada su disminución de pena.

—¡Vaya! Esto es lo que me temía —exclamó Porfirio como a pesar suyo —. Sospechaba que iba usted a desdeñar nuestra indulgencia.

Raskolnikof le miró con expresión grave y triste.

—No, no dé por terminada su existencia —continuó Porfirio—. Tiene usted ante sí muchos años de vida. No comprendo que no quiera usted una disminución de pena. Es usted un hombre difícil de contentar.

—¿Qué puedo ya esperar?

—La vida. ¿Por qué quiere usted hacer el profeta? ¿Qué puede usted prever? Busque y encontrará. Tal vez le esperaba Dios tras este recodo..: Porotra parte, no le condenarán a usted a cadena perpetua.

—Tendré a mi favor circunstancias atenuantes —dijo Raskolnikof con una sonrisa.

—Sin que usted se dé cuenta, es tal vez cierto orgullo de persona culta lo que le impide declararse culpable. Usted debería estar por encima de todo eso.

—Lo estoy: esas cosas sólo me inspiran desprecio —repuso Raskolnikof con gesto despectivo.

Después fue a levantarse, pero se volvió a sentar bajo el peso de una desesperación inocultable.

—Sí, no me cabe duda. Es usted desconfiado y cree que le estoy adulando burdamente, con una segunda intención. Pero dígame: ¿ha tenido usted tiempo de vivir lo bastante para conocer la vida? Inventa usted una teoría y después se avergüenza al ver que no conduce a nada y que sus resultados están desprovistos de toda originalidad. Su acción es baja, lo reconozco, pero usted no es un criminal irremisiblemente perdido. No, no; ni mucho menos. Me preguntará qué pienso de usted. Se lo diré: le considero como uno de esos hombres que se dejarían arrancar las entrañas sonriendo a sus verdugos si lograsen encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo y vivirá. En primer lugar, hace ya mucho tiempo que necesita usted cambiar de aires. Y en segundo, el sufrimiento no es mala cosa. Sufra usted. Mikolka tiene tal vez razón al querer sufrir. Sé que es usted escéptico, pero abandónese sin razonar a la corriente de la vida y no se inquiete por nada: esa corriente le llevará a alguna orilla y usted podrá volver a ponerse en pie. ¿Qué orilla será ésta? Eso no lo puedo saber. Pero estoy convencido de que le quedan a usted muchos años de vida. Bien sé que usted se estará diciendo que no hago sino desempeñar mi papel de juez de instrucción, y que mis palabras le parecerán un largo y enojoso sermón, pero tal vez las recuerde usted algún día: sólo con esta esperanza le digo todo esto. En medio de todo, ha sido una suerte que no haya usted matado más que a esa vieja, pues con otra teoría habría podido usted hacer cosas cientos de millones de veces peores. Dé gracias a Dios por no haberlo permitido, pues Él tal vez, ¿quién sabe?, tiene algún designio sobre usted. Tenga usted coraje, no retroceda por pusilanimidad ante la gran misión que aún tiene que cumplir. Si es cobarde, luego se avergonzará usted. Ha cometido una mala acción: sea fuerte y haga lo que exige la justicia. Sé que usted no me cree, pero le aseguro que volverá a conocer el placer de vivir. En este momento sólo necesita aire, aire, aire…

Al oír estas palabras, Raskolnikof se estremeció.

—Pero ¿quién es usted —exclamó— para hacer el profeta? ¿Dónde está esa cumbre apacible desde la que se permite usted dejar caer sobre mí esasmáximas llenas de una supuesta sabiduría?

—¿Quién soy? Un hombre acabado y nada más. Un hombre sensible y acaso capaz de sentir piedad, y que tal vez conoce un poco la vida…, pero completamente acabado. El caso de usted es distinto. Tiene usted ante sí una verdadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego de paja que se extingue rápidamente?). ¿Por qué, entonces, temer al cambio que se va a operar en su existencia? No es el bienestar lo que un corazón como el suyo puede echar de menos. ¿Y qué importa la soledad donde usted se verá largamente confinado? No es el tiempo lo que debe preocuparle, sino usted.

Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Al sol le basta existir, ser lo que es. ¿Por qué sonríe? ¿Por mi lenguaje poético? Juraría que usted cree que estoy utilizando la astucia para atraerme su confianza. A lo mejor tiene usted razón. ¡Je, je! No le pido que crea todas mis palabras, Rodion Romanovitch.

Hará usted bien en no creerme nunca por completo. Tengo la costumbre de no ser jamás completamente sincero. Sin embargo, no olvide esto: el tiempo le dirá si soy un hombre vil o un hombre leal.

—¿Cuándo piensa usted mandar que me detengan?

—Puedo concederle todavía un día o dos de libertad. Reflexione, amigo mío, y ruegue a Dios. Esto es lo que le interesa, créame.

—¿Y si huyera? —preguntó Raskolnikof con una sonrisa extraña.

—No, usted no huirá. Un mujik huiría; un revolucionario de los de hoy, también, pues se le pueden inculcar ideas para toda la vida. Pero usted ha dejado de creer en su teoría. ¿Para qué ha de huir? ¿Qué ganaría usted huyendo? Y ¡qué vida tan horrible la del fugitivo! Para vivir hace falta una situación determinada, fija, y aire respirable. ¿Encontraría usted ese aire en la huida? Si huyese usted, volvería. Usted no puede pasar sin nosotros. Si lo hiciera encarcelar, para un mes o dos, por ejemplo, o tal vez para tres, un buen día, téngalo presente, vendría usted de pronto y confesaría. Vendría usted aun sin darse cuenta. Estoy seguro de que decidirá usted someterse a la expiación.

Ahora no me cree usted, pero lo hará, porque la expiación es una gran cosa, Rodion Romanovitch. No se extrañe de oír hablar así a un hombre que ha engordado en el bienestar. El caso es que diga la verdad…, y no se burle usted.

Estoy profundamente convencido de lo que acabo de decirle. Mikolka tiene razón. No, usted no huirá, Rodion Romanovitch.

Raskolnikof se levantó y cogió su gorra. Porfirio Petrovitch se levantó también.

—¿Va usted a dar una vuelta? La noche promete ser hermosa. Aunque a lo mejor hay tormenta…Lo cual sería tal vez preferible, porque así se refrescaría la atmósfera.—Porfirio Petrovitch —dijo Raskolnikof en tono seco y vehemente—, que no le pase por la imaginación que le he hecho la confesión más mínima. Usted es un hombre extraño, y yo sólo le he escuchado por curiosidad. Pero no he confesado nada, absolutamente nada. No lo olvide.

—Entendido; no lo olvidaré…Está usted temblando…No se preocupe, amigo mío: se cumplirán sus deseos. Pasee usted, pero sin rebasar los límites…Ahora voy a hacerle un último ruego —añadió bajando la voz—.Es un punto un poco delicado pero importante. En el caso, a mi juicio sumamente improbable de que en estas cuarenta y ocho o cincuenta horas le asalte la idea de poner fin a todo esto de un modo poco común, en una palabra, quitándose la vida (y perdone esta absurda suposición), tenga la bondad de dejar escrita una nota; dos líneas, nada más que dos líneas, indicando el lugar donde está la piedra. Esto será lo más noble…En fin, hasta más ver. Que Dios le inspire.

Porfirio salió, bajando la cabeza para no mirar al joven. Éste se acercó a la ventana y esperó con impaciencia el momento en que, según sus cálculos, el juez de instrucción se hubiera alejado un buen trecho de la casa.

Entonces salió él a toda prisa.

CAPÍTULO 3

Quería ver cuanto antes a Svidrigailof. Ignoraba sus propósitos, pero aquel hombre tenía sobre él un poder misterioso. Desde que Raskolnikof se había dado cuenta de ello, la inquietud lo consumía. Además, había llegado el momento de tener una explicación con él.

Otra cuestión le atormentaba. Se preguntaba si Svidrigailof habría ido a visitar a Porfirio.

Raskolnikof suponía que no había ido: lo habría jurado. Siguió pensando en ello, recordó todos los detalles de la visita de Porfirio y llegó a la misma conclusión negativa. Svidrigailof no había visitado al juez, pero ¿tendría intención de hacerlo?

También respecto a este punto se inclinaba por la negativa. ¿Por qué? No lograba explicárselo. Pero, aunque se hubiera sentido capaz de hallar esta explicación, no habría intentado romperse la cabeza buscándola. Todo esto le atormentaba y le enojaba a la vez. Lo más sorprendente era que aquella situación tan crítica en que se hallaba le inquietaba muy poco. Le preocupaba otra cuestión mucho más importante, extraordinaria, también personal, pero distinta. Por otra parte, sentía un profundo desfallecimiento moral, aunque su capacidad de razonamiento era superior a la de los días anteriores. Además,después de lo sucedido, ¿valía la pena tratar de vencer nuevas dificultades, intentar, por ejemplo, impedir a Svidrigailof ir a casa de Porfirio, procurar informarse, perder el tiempo con semejante hombre?

¡Qué fastidioso era todo aquello!

Sin embargo, se dirigió apresuradamente a casa de Svidrigailof. ¿Esperaba de él algo nuevo, un consejo, un medio de salir de aquella insoportable situación? El que se está ahogando se aferra a la menor astilla. ¿Era el destino o un secreto instinto el que los aproximaba? Tal vez era simplemente que la fatiga y la desesperación le inspiraban tales ideas; acaso fuera preferible dirigirse a otro, no a Svidrigailof, al que sólo el azar había puesto en su camino.

¿A Sonia? ¿Con qué objeto se presentaría en su casa? ¿Para hacerla llorar otra vez? Además, Sonia le daba miedo. Representaba para él lo irrevocable, la decisión definitiva. Tenía que elegir entre dos caminos: el suyo o el de Sonia. Sobre todo en aquel momento, no se sentía capaz de afrontar su presencia. No, era preferible probar suerte con Svidrigailof. Aunque muy a su pesar, se confesaba que Svidrigailof le parecía en cierto modo indispensable desde hacía tiempo.

Sin embargo, ¿qué podía haber de común entre ellos? Incluso la perfidia de uno y otro eran diferentes. Por añadidura, Svidrigailof le era profundamente antipático. Tenía todo el aspecto de un hombre despejado, trapacero, astuto, y tal vez era un ser extremadamente perverso. Se contaban de él cosas verdaderamente horribles. Cierto que había protegido a los niños de Catalina Ivanovna, pero vaya usted a saber el fin que perseguía. Era un hombre pleno de segundas intenciones.

Desde hacía algunos días, otra idea turbaba a Raskolnikof, a pesar de sus esfuerzos por rechazarla para evitar el profundo sufrimiento que le producía.

Pensaba que Svidrigailof siempre había girado, y seguía girando, alrededor de él. Además, aquel hombre había descubierto su secreto. Y, finalmente, había abrigado ciertas intenciones acerca de Dunia. Tal vez seguía alimentándolas. Y sin «tal vez»: era seguro. Ahora que conocía su secreto, bien podría utilizarlo como un arma contra Dunia.

Esta suposición le había quitado el sueño, pero nunca había aparecido en su mente con tanta nitidez como en aquellos momentos en que se dirigía a casa de Svidrigailof. Y le bastaba pensar en ello para ponerse furioso. Sin duda, todo iba a cambiar, incluso su propia situación. Debía confiar su secreto a Dunetchka y luego entregarse a la justicia para evitar que su hermana cometiese alguna imprudencia. ¿Y qué pensar de la carta que aquella mañana había recibido Dunia? ¿De quién podía recibir su hermana una carta en Petersburgo? ¿De Lujine? Rasumikhine era un buen guardián, pero no sabíanada de esto. Y Raskolnikof se dijo, contrariado, que tal vez fuera necesario confiarse también a su amigo.

«Sea como fuere, tengo que ir a ver a Svidrigailof cuanto antes —se dijo —. Afortunadamente, en este asunto los detalles tienen menos importancia que el fondo. Pero este hombre, si tiene la audacia de tramar algo contra Dunia, es capaz de…Y en este caso, yo…»

Raskolnikof estaba tan agotado por aquel mes de continuos sufrimientos, que no pudo encontrar más que una solución. «Y en este caso, yo lo mataré», se dijo, desesperado.

Un sentimiento angustioso le oprimía el corazón. Se detuvo en medio de la calle y paseó la mirada en torno de él. ¿Qué camino había tomado? Estaba en la avenida ***, a treinta o cuarenta pasos de la plaza del Mercado, que acababa de atravesar. El segundo piso de la casa que había a su izquierda estaba ocupado por una taberna. Tenía abiertas todas las ventanas y, a juzgar por las personas que se veían junto a ellas, el establecimiento debía de estar abarrotado. De él salían cantos, acompañados de una música de clarinete, violín y tambor. Se oían también voces y gritos de mujer.

Raskolnikof se disponía a desandar lo andado, sorprendido de verse allí, cuando, de pronto, distinguió en una de las últimas ventanas a Svidrigailof, con la pipa en la boca y ante un vaso de té. El joven sintió una mezcla de asombro y horror. Svidrigailof le miró en silencio y —cosa que sorprendió a Raskolnikof todavía más profundamente— se levantó de pronto, como si pretendiera eclipsarse sin ser visto. Rodia fingió no verle, pero mientras parecía mirar a lo lejos distraído, le observaba con el rabillo del ojo. El corazón le latía aceleradamente. No se había equivocado: Svidrigailof deseaba pasar inadvertido. Se quitó la pipa de la boca y se dispuso a ocultarse, pero, al levantarse y apartar la silla, advirtió sin duda que Raskolnikof le espiaba. Se estaba repitiendo entre ellos la escena de su primera entrevista. Una sonrisa maligna se esbozó en los labios de Svidrigailof. Después la sonrisa se hizo más amplia y franca. Los dos se daban cuenta de que se vigilaban mutuamente. Al fin, Svidrigailof lanzó una carcajada.

—¡Eh! —le gritó—. ¡Suba en vez de estar ahí parado!

Raskolnikof subió a la taberna. Halló a su hombre en un gabinete contiguo al salón donde una nutrida clientela —pequeños burgueses, comerciantes, funcionarios— bebía té y escuchaba a las cantantes en medio de una infernal algarabía. En una pieza vecina se jugaba al billar. Svidrigailof tenía ante sí una botella de champán empezada y un vaso medio lleno. Estaban con él un niño que tocaba un organillo portátil y una robusta muchacha de frescas mejillas que llevaba una falda listada y un sombrero tirolés adornado con cintas. Esta joven era una cantante. Debía de tener unos dieciocho años, y, a pesar de loscantos que llegaban de la sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de contralto algo ronca, acompañada por el organillo.

—¡Basta! —dijo Svidrigailof a los artistas al ver entrar a Raskolnikof.

La muchacha dejó de cantar en el acto y esperó en actitud respetuosa.

También respetuosa y gravemente acababa de cantar su vulgar cancioncilla.

—¡Felipe, un vaso! —pidió a voces Svidrigailof.

—Yo no bebo vino —dijo Raskolnikof.

—Como usted guste. Pero no he pedido un vaso para usted. Bebe, Katia.

Hoy ya no lo volveré a necesitar. Toma.

Le sirvió un gran vaso de vino y le entregó un pequeño billete amarillo.

La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas las mujeres, tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que aceptó con toda seriedad esta demostración de respeto servil. Acto seguido, la joven se retiró acompañada del organillero. Svidrigailof los había encontrado a los dos en la calle. Aún no hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya parecía un antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a un parroquiano distinguido. La puerta que daba al salón estaba cerrada, y Svidrigailof se desenvolvía en aquel establecimiento como en casa propia. Seguramente pasaba allí el día. Aquel local era un antro sucio, innoble, inferior a la categoría media de esta clase de establecimientos.

—Iba a su casa —dijo Raskolnikof—, y, no sé por qué, he tomado la avenida *** al dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo siempre hacia la derecha al salir de la plaza. Además, éste no es el camino de su casa. Apenas he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño, ¿verdad?

—¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?

—Porque tal vez no es más que un azar.

—Aquí todo el mundo peca de lo mismo —replicó Svidrigailof echándose a reír—. Ni siquiera cuando se cree en un milagro hay nadie que se atreva a confesarlo. Incluso usted mismo ha dicho que se trata «tal vez» de un azar.

¡Qué poco valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No se lo puede usted imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que tiene una opinión personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso mismo me ha llamado la atención lo que ha dicho.

—¿Por eso sólo?

—Es más que suficiente.Svidrigailof estaba visiblemente excitado, aunque no en extremo, pues sólo había bebido medio vaso de champán.

—Me parece que cuando usted vino a mi casa —observó Raskolnikof— no sabía aún que yo tenía eso que usted llama una opinión personal.

—Entonces nos preocupaban otras cosas. Cada cual tiene sus asuntos. En lo que concierne al milagro, debo decirle que parece haber pasado usted durmiendo estos días. Yo le di la dirección de esta casa. El hecho de que usted haya venido no tiene, pues, nada de extraordinario. Yo mismo le indiqué el camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿No recuerda usted?

—No; lo había olvidado —repuso Raskolnikof, profundamente sorprendido.

—Lo creo. Se lo dije dos veces. La dirección se grabó en su cerebro sin que usted se diera cuenta, y ahora ha seguido este camino sin saber lo que hacía. Por lo demás, cuando le hablé de todo esto, yo no esperaba que usted se acordase. Usted no se cuida, Rodion Romanovitch… ¡Ah! Quiero decirle otra cosa. En Petersburgo hay mucha gente que va hablando sola por la calle. Uno se encuentra a cada paso con personas que están medio locas. Si tuviéramos verdaderos sabios, los médicos, los juristas y los filósofos podrían hacer aquí, cada uno en su especialidad, estudios sumamente interesantes. No hay ningún otro lugar donde el alma humana se vea sometida a influencias tan sombrías y extrañas. El mismo clima influye considerablemente. Por desgracia, Petersburgo es el centro administrativo de la nación y su influencia se extiende por todo el país. Pero no se trata precisamente de esto. Lo que quería decirle es que le he observado a usted varias veces en la calle. Usted sale de su casa con la cabeza en alto, y cuando ha dado unos veinte pasos la baja y se lleva las manos a la espalda. Basta mirarle para comprender que entonces usted no se da cuenta de nada de lo que ocurre en torno de su persona. Al fin empieza usted a mover los labios, es decir, a hablar solo. A veces dice cosas en voz alta, entre gestos y ademanes, o permanece un rato parado en medio de la calle sin motivo alguno. Piense que, así como le he visto yo, pueden verle otras personas, y esto sería un peligro para usted. En el fondo, poco me importa, pues no tengo la menor intención de curarle, pero ya me comprenderá…

—¿Sabe usted que me persiguen? —preguntó Raskolnikof dirigiéndole una mirada escrutadora.

—No, no lo sabía —repuso Svidrigailof con un gesto de asombro.

—Entonces, déjeme en paz.

—Bien: le dejaré en paz.—Pero dígame: si es verdad que usted me ha citado dos veces aquí y esperaba mi visita, ¿por qué, hace un momento, al verme levantar los ojos hacia la ventana, ha intentado ocultarse? Lo he visto perfectamente.

—¡Je, je! ¿Y por qué usted el otro día, cuando entré en su habitación, se hizo el dormido, estando despierto y bien despierto?

—Podía…tener mis razones…, ya lo sabe usted.

—Y yo las mías…, que usted no sabrá nunca.

Raskolnikof había apoyado el codo del brazo derecho en la mesa y, con el mentón sobre la mano, observaba atentamente a su interlocutor. El aspecto de aquel rostro le había causado siempre un asombro profundo. En verdad, era un rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y sonrosada; los labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada, pesada e inmóvil.

Aunque bello y joven —cosa sorprendente dada su edad—, aquel rostro tenía un algo profundamente antipático. Svidrigailof llevaba un elegante traje de verano. Su camisa, finísima, era de una blancura irreprochable. Una gran sortija con una valiosa piedra brillaba en su dedo.

—Ya que usted lo quiere, seguiremos hablando —dijo Raskolnikof, entrando en liza repentinamente y con impaciencia febril—. Por peligroso que sea usted y por poco que desee perjudicarme, no quiero andarme con rodeos ni con astucias. Le voy a demostrar ahora mismo que mi suerte me inspira menos temor del que cree usted. He venido a advertirle francamente que si usted abriga todavía contra mi hermana las intenciones que abrigó, y piensa utilizar para sus fines lo que ha sabido últimamente, le mataré sin darle tiempo a denunciarme para que me detengan. Puede usted creerme: mantendré mi palabra. Y ahora, si tiene algo que decirme (pues en estos últimos días me ha parecido que deseaba hablarme), dígalo pronto, pues no puedo perder más tiempo.

—¿A qué vienen esas prisas? —preguntó Svidrigailof, mirándole con una expresión de curiosidad.

—Todos tenemos nuestras preocupaciones —repuso Raskolnikof, sombrío e impaciente.

—Acaba de invitarme usted a hablar con franqueza —dijo Svidrigailof sonriendo—, y a la primera pregunta que le dirijo me contesta con una evasiva. Usted cree que yo lo hago todo con una segunda intención y me mira con desconfianza. Es una actitud que se comprende, dada su situación; pero, por mucho que sea mi deseo de estar en buenas relaciones con usted, no me tomaré la molestia de engañarle. No vale la pena. Por otra parte, no tengo nada de particular que decirle.—Siendo así, ¿por qué ese empeño en verme? Pues usted está siempre dando vueltas a mi alrededor.

—Usted es un hombre curioso y resulta interesante observarlo. Me seduce lo que su situación tiene de fantástica. Además, es usted hermano de una mujer que me interesó mucho. Y, en fin, tiempo atrás me habló tanto de usted esa mujer, que llegué a la conclusión de que ejercía usted una fuerte influencia sobre ella. Me parece que son motivos suficientes. ¡Je, je! Sin embargo, le confieso que su pregunta me parece tan compleja, que me es difícil responderle. Ahora mismo, si usted ha venido a verme, no ha sido por ningún asunto determinado, sino con la esperanza de que yo le diga algo nuevo. ¿No es así? Confiéselo —le invitó Svidrigailof con una pérfida sonrisita—. Bien, pues se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a Petersburgo, alimentaba la esperanza de conocer cosas nuevas por usted, de sonsacarle algo.

—¿Qué me podía sonsacar?

—Pues ni yo mismo lo sé…Ya ve usted en qué miserable taberna paso los días. Aquí estoy muy a gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte hay que pasar el tiempo… ¡Esa pobre Katia…! ¿La ha visto usted…? Si al menos fuera un glotón o un gastrónomo…Pero no: eso es todo lo que puedo comer — y señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un plato de hojalata con los restos de un mísero bistec—. A propósito, ¿ha comido usted?

Yo he dado un bocado sin apetito. Vino no bebo: sólo champán, y nunca más de un vaso en toda una noche, lo que es suficiente para que me duela la cabeza. Si hoy he pedido una botella es porque necesito animarme: tengo que verme con una persona para tratar de ciertos asuntos, y quiero aparecer vehemente y resuelto. Por lo tanto, usted me encuentra de un humor especial.

Si hace un momento he intentado esconderme como un colegial ha sido por terror a que su visita me impidiera atender al asunto de que le he hablado. Sin embargo —consultó su reloj—, tenemos aún un buen rato para hablar, pues no son más que las cuatro y media…Créame que en ciertos momentos siento no ser nada, nada absolutamente: ni propietario, ni padre de familia, ni ulano, ni fotógrafo, ni periodista. A veces resulta enojoso no tener ninguna profesión.

Le aseguro que esperaba oír de su boca algo nuevo.

—Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha venido a Petersburgo?

—¿Que quién soy? Ya lo sabe usted: un gentilhombre que sirvió dos años en la caballería. Después estuve otros dos vagando por Petersburgo. Luego me casé con Marfa Petrovna y me fui a vivir al campo. Aquí tiene usted mi biografía.

—Era usted jugador, ¿verdad?—Jugador de ventaja.

—¿Hacía trampas?

—Sí.

—Alguien debió de abofetearle, ¿no?

—Sí. ¿Por qué lo dice?

—Porque entonces tuvo usted ocasión de batirse en duelo. Eso presta animación a la vida.

—No le digo lo contrario…, pero no estoy preparado para discusiones filosóficas. Ahora le voy a hacer una confesión: he venido a Petersburgo por las mujeres.

—¿Apenas enterrada Marfa Petrovna?

—Pues sí. ¿Qué importa? —respondió Svidrigailof sonriendo con una
franqueza que desarmaba—. ¿Se escandaliza de oírme hablar así de las
mujeres?

—¿Cómo no escandalizarme su libertinaje?

—¡Libertinaje, libertinaje…! Para responder a su primera pregunta, le hablaré de la mujer en general. Estoy dispuesto a charlar un rato. Dígame: ¿por qué he de huir de las mujeres siendo un gran amador? Esto es, al menos, una ocupación para mí.

—Entonces, ¿usted sólo ha venido aquí para ir de jarana?

—Admitamos que sea así. Sin duda, eso de la disipación le tiene obsesionado, pero le confieso que me gustan las preguntas directas. El libertinaje tiene, cuando menos, un carácter de continuidad fundado en la naturaleza y no depende de un capricho: es algo que arde en la sangre como un carbón siempre incandescente y que sólo se apaga con la edad, y aun así difícilmente, a fuerza de agua fría. Confiese que esto, en cierto modo, es una ocupación.

—Pero ¿qué tiene de divertido para usted esa vida? Es una enfermedad, y de las malas.

—Ya le veo venir. Admito que eso es una enfermedad como todas las inclinaciones exageradas, y en este caso uno rebasa siempre los límites de lo normal; pero tenga en cuenta que esto es cosa que cambia según los individuos. Desde luego, hay que reprimirse, aunque sólo sea por conveniencia; pero si yo no tuviera esta ocupación, acabaría por descerrajarme de un tiro en la cabeza.

Bien sé que el hombre honrado tiene que aburrirse, pero aun así…—¿Sería usted capaz de dispararse un balazo en la cabeza?

—¿A qué viene esa pregunta? —exclamó Svidrigailof con un gesto de contrariedad—. Le ruego que no hablemos de estas cosas —se apresuró a añadir, dejando su tono de jactancia.

Incluso su semblante había cambiado.

—No puedo remediarlo. Sé que esto es una debilidad vergonzosa pero temo a la muerte y no me gusta oír hablar de ella. ¿Sabe usted que soy un poco místico?

—Ya sé lo que quiere usted decir…El espectro de Marfa Petrovna…

Dígame: se le aparece todavía.

—No me hable de eso —exclamó, irritado—. En Petersburgo no se me ha aparecido aún. ¡Que el diablo se lo lleve…! Hablemos de otra cosa…Además, no me sobra el tiempo. Aun sintiéndolo mucho, pronto tendremos que dejar nuestra charla…Pero aún tengo algo que decirle.

—Le espera una mujer, ¿verdad?

—Sí…Un caso extraordinario. Pura casualidad…Pero no es de esto de lo que quería hablarle.

—¿No le inquieta la bajeza de esta conducta? ¿Es que no tiene usted fuerza de voluntad suficiente para detenerse?

—Fuerza de voluntad… ¿Acaso la tiene usted? ¡Je, je, je! Me deja usted boquiabierto, Rodion Romanovitch, y eso que esperaba oírle decir algo parecido. ¡Que hable usted de disipación, de cuestiones morales! ¡Que haga usted el Schiller, el idealista! Desde luego, esos puntos de vista son muy naturales, y lo asombroso sería oír sustentar la opinión contraria, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, la cosa resulta un poco rara… ¡Cuánto lamento que el tiempo me apremie! Me parece usted un hombre en extremo interesante. A propósito, ¿le gusta Schiller? A mí me encanta.

—Es usted un fanfarrón —repuso Raskolnikof con un gesto de repugnancia.

—Le aseguro que no lo soy, pero, aun admitiendo que lo fuera, ¿haría con ello algún mal a alguien? He vivido siete años en el campo con Marfa Petrovna. Por eso, cuando me he encontrado con un hombre inteligente como usted…, inteligente y, además, interesante…, es natural que me sienta feliz de charlar con él. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me ha subido a la cabeza. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto acontecimiento del que no quiero hablar…Pero ¿dónde va usted? —preguntó, sorprendido.Raskolnikof se había levantado. Se ahogaba, se sentía a disgusto en aquel ambiente y se arrepentía de haber entrado allí. Svidrigailof se le aparecía como el más despreciable malvado que pudiera haber en el mundo.

—Espere, espere un momento. Pida un vaso de té. No se marche. Le aseguro que no hablaré de cosas absurdas, es decir, de mí. Tengo que decirle una cosa… ¿Quiere usted que le cuente cómo una mujer se propuso salvarme, como usted diría? Es una cuestión que le interesará, pues esta mujer es su hermana. ¿Se lo cuento? Así emplearemos el tiempo de que aún dispongo.

—Hable, pero espero que…

—No se inquiete. Avdotia Romanovna no puede inspirar, ni siquiera a un hombre tan corrompido como yo, sino el respeto más profundo.

CAPÍTULO 4

Sin duda sabe usted…, sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo —dijo Svidrigailof, iniciando su relato—, que estuve en la cárcel por deudas, una deuda cuantiosa que me era absolutamente imposible pagar. No quiero entrar en detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe usted cómo puede trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una mujer honesta y bastante inteligente, aunque de una completa incultura. Esta mujer celosa y honesta, tras varias escenas llenas de violencia y reproches, cerró conmigo una especie de contrato que observó escrupulosamente durante todo el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo. Yo tuve la vileza, y también la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a guardarle una fidelidad absoluta. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Sin duda pensó: «Esta confesión anticipada demuestra que no tiene el propósito de engañarme.» Lo cual era importantísimo para una mujer celosa.

»Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal:

»Primero. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o sea a permanecer siempre a su lado, como corresponde a un marido.

»Segundo. Yo no podía salir de sus tierras sin su autorización.

»Tercero. No tendría jamás una amante fija.

»Cuarto. En compensación, Marfa Petrovna me permitiría cortejar a las campesinas, pero siempre con su consentimiento secreto y teniéndola al corriente de mis aventuras.»Quinto. Prohibición absoluta de amar a una mujer de nuestro nivel social.

»Y sexto. Si, por desgracia, me enamorase profunda y seriamente, me comprometía a enterar de ello a Marfa Petrovna.

»En lo concerniente a este último punto, he de advertirle que Marfa Petrovna estaba muy tranquila. Era lo bastante inteligente para saber que yo era un libertino incapaz de enamorarme en serio. Sin embargo, la inteligencia y los celos no son incompatibles, y esto fue lo malo…Por otra parte, si uno quiere juzgar a los hombres con imparcialidad, debe desechar ciertas ideas preconcebidas y de tipo único y olvidar los hábitos que adquirimos de las personas que nos rodean. En fin, confío en poder contar al menos con su juicio.

»Tal vez haya oído usted contar cosas cómicas y ridículas sobre Marfa Petrovna. En efecto, tenía ciertas costumbres extrañas, pero le confieso sinceramente que siento verdadero remordimiento por las penas que le he causado. En fin, creo que esto es una oración fúnebre suficiente del más tierno de los maridos a la más afectuosa de las mujeres. Durante nuestros disgustos, yo guardaba silencio casi siempre, y este acto de galantería no dejaba de producir efecto. Ella se calmaba y sabía apreciarlo. En algunos casos incluso se sentía orgullosa de mí. Pero no pudo soportar a su hermana de usted.

¿Cómo se arriesgó a tomar como institutriz a una mujer tan hermosa? La única explicación es que, como mujer apasionada y sensible, se enamoró de ella. Sí, tal como suena; se enamoró… ¡Avdotia Romanovna! Desde el primer momento comprendí que su presencia sería una complicación, y, aunque usted no lo crea, decidí abstenerme incluso de mirarla. Pero fue ella la que dio el primer paso. Aunque le parezca mentira, al principio Marfa Petrovna llegó incluso a enfadarse porque yo no hablaba nunca de su hermana: me reprochaba que permaneciera indiferente a los elogios que me hacía de ella.

No puedo comprender lo que pretendía. Como es natural, mi mujer contó a Avdotia Romanovna toda mi biografía. Tenía el defecto de poner a todo el mundo al corriente de nuestras intimidades y de quejarse de mí ante el primero que llegaba. ¿Cómo no había de aprovechar esta ocasión de hacer una nueva y magnífica amistad? Sin duda estaban siempre hablando de mí, y Avdotia Romanovna debía de conocer perfectamente los siniestros chismes que se me atribuían. Estoy seguro de que algunos de esos rumores llegaron hasta usted.

—Sí. Lujine incluso le ha acusado de causar la muerte de un niño. ¿Es eso verdad?

—Hágame el favor de no dar crédito a esas villanías —exclamó Svidrigailof con una mezcla de cólera y repugnancia—. Si usted desea conocer la verdad de todas esas historias absurdas, se las contaré en otra ocasión, pero ahora…—También me han dicho que fue usted culpable de la muerte de uno de sus sirvientes…

—Le agradeceré que no siga por ese camino —dijo Svidrigailof, agitado.

—¿No es aquel que, después de muerto, le cargó la pipa? Conozco este detalle por usted mismo.

Svidrigailof le miró atentamente, y Rodia creyó ver brillar por un momento en sus ojos un relámpago de cruel ironía. Pero Svidrigailof repuso cortésmente:

—Sí, ese criado fue. Ya veo que todas esas historias le han interesado vivamente, y me comprometo a satisfacer su curiosidad en la primera ocasión.

Creo que se me puede considerar como un personaje romántico. Ya comprenderá la gratitud que debo guardar a Marfa Petrovna por haber contado a su hermana tantas cosas enigmáticas e interesantes sobre mí. No sé qué impresión le producirían estas confidencias, pero apostaría cualquier cosa a que me favorecieron. A pesar de la aversión que su hermana sentía hacia mi persona, a pesar de mi actitud sombría y repulsiva, acabó por compadecerse del hombre perdido que veía en mí. Y cuando la piedad se apodera del corazón de una joven, esto es sumamente peligroso para ella. La asalta el deseo de salvar, de hacer entrar en razón, de regenerar, de conducir por el buen camino a un hombre, de ofrecerle, en fin, una vida nueva. Ya debe de conocer usted los sueños de esta índole.

»Enseguida me di cuenta de que el pájaro iba por impulso propio hacia la jaula, y adopté mis precauciones. No haga esas muecas, Rodion Romanovitch: ya sabe usted que este asunto no tuvo consecuencias importantes… ¡El diablo me lleve! ¡Cómo estoy bebiendo esta tarde…! Le aseguro que más de una vez he lamentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de nuestra era. Entonces habría podido ser hija de algún modesto príncipe reinante, o de un gobernador, o de un procónsul en Asia Menor. No cabe duda de que habría engrosado la lista de los mártires y sonreído ante los hierros al rojo y toda clase de torturas. Ella misma habría buscado este martirio…Si hubiese venido al mundo en el siglo quinto, se habría retirado al desierto de Egipto, y allí habría pasado treinta años alimentándose de raíces, éxtasis y visiones. Es una mujer que anhela sufrir por alguien, y si se la privase de este sufrimiento, sería capaz, tal vez, de arrojarse por una ventana.

»He oído hablar de un joven llamado Rasumikhine, un muchacho inteligente, según dicen. A juzgar por su nombre, debe de ser un seminarista…

Bien, que este joven cuide de su hermana.

»En resumen, que he conseguido comprenderla, de lo cual me enorgullezco. Pero entonces, es decir, en el momento de trabar conocimientocon ella, fui demasiado ligero y poco clarividente, lo que explica que me equivocara…¡El diablo me lleve! ¿Por qué será tan hermosa? Yo no tuve la culpa.

»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotia Romanovna es extraordinariamente, exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le perjudique). Así las cosas, una campesina de ojos negros, Paracha, vino a servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros.

Aunque muy bonita, era increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que esta chica llenó la casa produjeron un verdadero escándalo.

»Un día, después de comer, Avdotia Romanovna me llevó a un rincón del jardín y me exigió la promesa de que dejaría tranquila a la pobre Paracha. Era la primera vez que hablábamos a solas. Yo, como es natural, me apresuré a doblegarme a su petición e hice todo lo posible por aparecer conmovido y turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de entonces tuvimos frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me suplicaba con lágrimas en los ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que cambiara de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de catequizar. Yo achacaba todos mis errores al destino, me presentaba como un hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al corazón de las mujeres, un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es siempre de efecto seguro. Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo más difícil de mantener que la franqueza ni nada más cómodo que la adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se produce inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la adulación, a pesar de su falsedad, resulta siempre agradable y es recibida con placer, un placer vulgar si usted quiere, pero que no deja de ser real.

»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra una parte de verdad. Esto es así para todas las esferas sociales y todos los grados de la cultura. Incluso la más pura vestal es sensible a la adulación. De la gente vulgar no hablemos. No puedo recordar sin reírme cómo logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia. ¡Qué fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa, por lo menos a su modo. Mi táctica consistió en humillarme ante ella e inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato y, apenas obtenía un apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo amargamente de habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que jamás habría logrado nada de ella sin mi desvergüenza y mi osadía. Le decía que, en su inocencia, no podía prever mis bribonadas, que había caído en la trampa sin darse cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un simple azar.No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de que ella había ido en busca del placer exactamente igual que yo.

»La pobre Marfa Petrovna tampoco resistía a la adulación, y, si me lo hubiera propuesto, habría conseguido que pusiera su propiedad a mi nombre (estoy bebiendo demasiado y hablando más de la cuenta). No se enfade usted si le digo que Avdotia Romanovna no fue insensible a los elogios de que la colmaba. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia.

Más de una vez la miré de un modo que no le gustó. Cierto fulgor que había en mis ojos la inquietaba y acabó por serle odioso. No entraré en detalles: sólo le diré que reñimos. También en esta ocasión me conduje estúpidamente: me reí de sus actividades conversionistas.

»Paracha volvió a contar con mis atenciones, y otras muchas le siguieron.

O sea que empecé a llevar una vida infernal. ¡Si hubiera usted visto, Rodion Romanovitch, aunque sólo hubiera sido una vez, los rayos que pueden lanzar los ojos de su hermana…!

»No crea demasiado al pie de la letra mis palabras. Estoy embriagado.

Acabo de beberme un vaso entero. Sin embargo, digo la verdad. El centelleo de aquella mirada me perseguía hasta en sueños. Llegué al extremo de no poder soportar el susurro de sus vestidos. Temí que me diera un ataque de apoplejía. Nunca hubiese creído que pudiera apoderarse de mí una locura semejante. Yo deseaba hacer las paces con ella, pero la reconciliación era imposible. Y ¿sabe usted lo que hice entonces? ¡A qué grado de estupidez puede conducir a un hombre el despecho! No tome usted ninguna determinación cuando está furioso, Rodion Romanovitch. Teniendo en cuenta que Avdotia Romanovna era pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso…, pero ¿qué importan las palabras si expresan nuestro pensamiento?), teniendo en cuenta que vivía de su trabajo y que tenía a su cargo a su madre y a usted (¿otra vez arruga usted las cejas?), decidí ofrecerle todo el dinero que poseía (en aquel momento podía reunir unos treinta mil rublos) y proponerle que huyera conmigo, a esta capital, por ejemplo. Una vez aquí, le habría jurado amor eterno y sólo habría pensado en su felicidad. Entonces estaba tan prendado de ella, que si me hubiera dicho: "Envenena, asesina a Marfa Petrovna", yo lo habría hecho, puede usted creerme. Pero todo esto terminó con el desastre que usted conoce, y ya puede usted figurarse a qué extremo llegaría mi cólera cuando me enteré de que Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Lujine y amañado un matrimonio con su hermana, que no aventajaba en nada a lo que yo le ofrecía. ¿No lo cree usted así…?

Dígame, responda…Veo que usted me ha escuchado con gran atención, interesante joven…

Svidrigailof, impaciente, había dado un puñetazo en la mesa. Estabacongestionado. Raskolnikof comprendió que el vaso y medio de champán que se había bebido a pequeños sorbos le había transformado profundamente, y decidió aprovechar esta circunstancia para sonsacarle, pues aquel hombre le inspiraba gran desconfianza.

—Después de todo eso —dijo resueltamente, con el propósito de exasperarle—, no me cabe la menor duda de que ha venido aquí por mi hermana.

—Nada de eso —respondió Svidrigailof haciendo esfuerzos por serenarse —.Ya le he dicho que…Además, su hermana no me puede ver.

—No lo dudo, pero no se trata de eso.

—¿De modo que está usted seguro de que no me puede soportar? — Svidrigailof le hizo un guiño y sonrió burlonamente—. Tiene usted razón: le soy antipático. Pero nunca se pueden poner las manos al fuego sobre lo que pasa entre marido y mujer o entre dos amantes. Siempre hay un rinconcito oculto que sólo conocen los interesados. ¿Está usted seguro de que Avdotia Romanovna me mira con repugnancia?

—Ciertas frases y consideraciones de su relato me demuestran que usted sigue abrigando infames propósitos sobre Dunia.

Svidrigailof no se mostró en modo alguno ofendido por el calificativo que Raskolnikof acababa de aplicar a sus propósitos, y exclamó con ingenuo temor:

—¿De veras se me han escapado frases y reflexiones que le han hecho pensar a usted eso?

—En este mismo momento está usted dejando entrever sus fines. ¿De qué se ha asustado? ¿Cómo explica usted esos repentinos temores?

—¿Que yo me he asustado? ¿Que tengo miedo? ¿Miedo de usted? Es usted el que puede temerme a mí, cher ami. ¡Qué tonterías! Por lo demás, estoy borracho, ya lo veo. Si bebiera un poco más podría cometer algún disparate.

¡Que se vaya al diablo la bebida! ¡Eh, traedme agua!

Cogió la botella de champán y la arrojó por la ventana sin contemplaciones. Felipe le trajo agua.

—Todo eso es absurdo —añadió, empapando una servilleta y aplicándosela a la frente—. En dos palabras puedo reducir a la nada sus suposiciones. ¿Sabe usted que voy a casarme?

—Ya me lo dijo.

—¡Ah!, ¿sí? Pues no me acordaba…Pero entonces nada podía afirmar, porque aún no había visto a mi prometida y sólo se trataba de una intención.Ahora es cosa hecha. Si no fuera por la cita de que le he hablado, le llevaría a casa de mi novia. Pues me gustaría que usted me aconsejase… ¡Demonio! No dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proceso de este matrimonio es sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adónde va usted? ¿Todavía quiere marcharse?

—No, ya no me quiero marchar.

—¿De modo que no quiere usted dejarme? Eso lo veremos. Le llevaré a casa de mi prometida, pero no ahora, sino en otra ocasión, pues nos tendremos que separar en seguida. Usted irá hacia la derecha y yo hacia la izquierda.

¿Conoce usted a esa señora llamada Resslich? Es la mujer en cuya casa me hospedo… ¿Me escucha? No, está usted pensando en otra cosa. Ya sabe usted que se acusa a esa señora de haber provocado este invierno el suicidio de una jovencita…Bueno, ¿me escucha usted o no…? En fin, es esa señora la que me ha arreglado este matrimonio. Me dijo: «Tienes aspecto de hombre preocupado. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre taciturno. ¿No me cree usted? Pues se equivoca. Yo no hago daño a nadie: vivo apartado en mi rincón. A veces pasan tres días sin que hable con nadie.

Esa bribona de Resslich abriga sus intenciones. Confía en que yo me cansaré muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. Y entonces ella la lanzará a la… circulación, bien en nuestro mundo, bien en un ambiente más elevado. Me ha contado que el padre de la chica es un viejo sin carácter, un antiguo funcionario que está enfermo: hace tres años que no puede valerse de sus piernas y está inmóvil en su sillón. También tiene madre, una mujer muy inteligente. El hijo está empleado en una ciudad provinciana y no ayuda a sus padres. La hija mayor se ha casado y no da señales de vida. Los pobres viejos tienen a su cargo dos sobrinitos de corta edad. La hija menor ha tenido que dejar el instituto sin haber terminado sus estudios. Dentro de dos o tres meses cumplirá los dieciséis años y entonces estará en edad de casarse. Ésta es mi prometida. Una vez obtenidos estos informes, me presenté a la familia como un propietario viudo de buena casa, bien relacionado y rico. En cuanto a la diferencia de edades (ella dieciséis años y yo más de cincuenta), es un detalle sin importancia. Un hombre así es un buen partido, ¿no?, un partido tentador.

»¡Si me hubiera usted visto hablar con los padres! Se habría podido pagar por presenciar ese espectáculo. En esto llega la chiquilla con un vestidito corto y semejante a un capullo que empieza a abrirse. Hace una reverencia y se pone tan encarnada como una peonía. Sin duda le habían enseñado la lección. No conozco sus gustos en materia de caras de mujer, pero, a mi juicio, la mirada infantil, la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años valen más que la belleza. Por añadidura, es bonita como una imagen. Tiene el cabello claro y rizado como un corderito, una boquita de labios carnosos y purpúreos… ¡Un amor! Total, que trabamos conocimiento, yo dije que asuntosde familia me obligaban a apresurar la boda, y al día siguiente, es decir, anteayer, nos prometimos. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. Su cara enrojece como una aurora y yo no ceso de besarla. Su madre la ha aleccionado, sin duda, diciéndole que soy su futuro esposo y que lo que hago es normal. Conseguida esta comprensión, el papel de novio es más agradable que el de marido. Esto es lo que se llama la natura et la verita. ¡Ja, ja! He hablado dos veces con ella. La muchachita está muy lejos de ser tonta. Tiene un modo de mirarme al soslayo que me inflama la sangre. Tiene una carita que recuerda a la de la Virgen Sixtina de Rafael.

¿No le impresiona la expresión fantástica y alucinante que el pintor dio a esa Virgen? Pues el semblante de ella es parecido. Al día siguiente de nuestros esponsales le llevé regalos por valor de mil quinientos rublos: un aderezo de brillantes, otro de perlas, un neceser de plata para el tocador; en fin, tantas cosas, que la carita de Virgen resplandecía. Ayer, cuando la senté en mis rodillas, debí de mostrarme demasiado impulsivo, pues ella enrojeció vivamente y en sus ojos aparecieron dos lágrimas que trataba de ocultar.

»Nos dejaron solos. Entonces ella rodeó mi cuello con sus bracitos (fue la primera vez que hizo esto por propio impulso), me besó y me juró ser una esposa obediente y fiel que dedicaría su vida entera a hacerme feliz y que todo lo sacrificaría por merecer mi cariño, y añadió que esto era lo único que deseaba y que para ella no necesitaba regalos. Convenga usted que oír estas palabras en boca de un ángel de dieciséis años, vestido de tul, de cabellos rizados y mejillas teñidas por un rubor virginal, es sumamente seductor…

Confiéselo, confiéselo…Oiga…, oiga…, le llevaré a casa de mi novia…, pero no puedo hacerlo ahora mismo.

—Total, que esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad.

¿Es posible que usted piense seriamente en casarse en esas condiciones?

—¿Por qué no? Es cosa completamente decidida. Cada uno hace lo que puede en este mundo, y hacerse ilusiones es un medio de alegrar la vida… ¡Ja, ja! ¡Pero qué moralista es usted! Tenga compasión de mí, amigo mío. Soy un pecador. ¡Je, je, je!

—Ahora comprendo que se haya encargado usted de los hijos de Catalina Ivanovna. Tenía usted sus razones.

—Adoro a los niños, los adoro de veras —exclamó Svidrigailof, echándose a reír—. Sobre este particular puedo contarle un episodio sumamente curioso.

El mismo día de mi llegada empecé a visitar antros. Estaba sediento de ellos después de siete años de rectitud. Ya habrá observado usted que no tengo ninguna prisa en volver a reunirme con mis antiguos amigos, y quisiera no verlos en mucho tiempo. Debo decirle que durante mi estancia en la propiedad de Marfa Petrovna me atormentaba con frecuencia el recuerdo de estosrincones misteriosos. ¡El diablo me lleve! El pueblo se entrega a la bebida; la juventud culta se marchita o perece en sus sueños irrealizables: se pierde en teorías monstruosas. Los demás se entregan a la disipación. He aquí el espectáculo que me ha ofrecido la ciudad a mi llegada. De todas partes se desprende un olor a podrido…

»Fui a caer en eso que llaman un baile nocturno. No era más que una cloaca repugnante, como las que a mí me gustan. Se levantaban las piernas en un cancán desenfrenado, como jamás se había hecho en mis tiempos. ¡Es el progreso! De pronto veo una encantadora muchachita de trece años que está bailando con un apuesto joven. Otro joven los observa de cerca. Su madre estaba sentada junto a la pared, como espectadora. Ya puede usted suponer qué clase de baile era. La muchachita está avergonzada, enrojece; al fin se siente ofendida y se echa a llorar. El arrogante bailarín la obliga a dar una serie de vueltas, haciendo toda clase de muecas, y el público se echa a reír a carcajadas y empieza a gritar: "¡Bien hecho! ¡Así aprenderán a no traer niñas a un sitio como éste!" Esto a mí no me importa lo más mínimo. Me siento al lado de la madre y le digo que yo también soy forastero y que toda aquella gente me parece estúpida y grosera, incapaz de respetar a quien lo merece. Insinúo que soy un hombre rico y les propongo llevarlas en mi coche. Las acompaño a su casa y trabo conocimiento con ellas. Viven en un verdadero tugurio y han llegado de una provincia. Me dicen que consideran mi visita como un gran honor. Me entero de que no tienen un céntimo y han venido a hacer ciertas gestiones. Yo les ofrezco dinero y mis servicios. También me dicen que han entrado en el local nocturno por equivocación, pues creían que se trataba de una escuela de baile. Entonces yo les propongo contribuir a la educación de la muchacha dándole lecciones de francés y de baile. Ellas aceptan con entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera…, y yo sigo visitándolas.

¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero habrá de ser más tarde.

—¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles anécdotas,
hombre ruin y corrompido.

—¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse la virtud…? Mire, le contaré cosas como ésta sólo para oír sus gritos de indignación. Es para mí un verdadero placer.

—Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes — murmuró Raskolnikof, indignado.

Svidrigailof reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Felipe y, después de haber pagado su consumición, se levantó.

—Vámonos. Estoy bebido. Assez causé —exclamó—. He tenido un verdadero placer.—Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir anécdotas escabrosas? Esto es una verdadera satisfacción para un hombre encenagado en el vicio y desgastado por la disipación, sobre todo cuando tiene un proyecto igualmente monstruoso y lo cuenta a un hombre como yo…Es una cosa que fustiga los nervios.

—Pues si es así —dijo Svidrigailof con cierto asombro—, si es así, a usted no le falta cinismo. Usted es capaz de comprender muchas cosas. Bueno, basta ya. Siento de veras no poder seguir hablando con usted. Pero ya volveremos a vernos…Tenga un poco de paciencia.

Salió de la taberna seguido de Raskolnikof. Su embriaguez se disipaba a ojos vistas. Parecía preocupado por asuntos importantes y su semblante se había nublado como si esperase algún grave acontecimiento. Su actitud ante Raskolnikof era cada vez más grosera e irónica. El joven se dio cuenta de este cambio y se turbó. Aquel hombre le inspiraba una gran desconfianza. Ajustó su paso al de él.

Estaban ya en la calle.

—Yo voy hacia la izquierda —dijo Svidrigailof—, y usted hacia la derecha. O al revés, si usted lo prefiere. El caso es que nos separemos. Adiós.

Mon plaisir. Celebraré volver a verle.

Y tomó la dirección de la plaza del Mercado.

CAPÍTULO 5

Raskolnikof le alcanzó y se puso a su lado.

—¿Qué significa esto? —exclamó Svidrigailof—. Ya le he dicho a usted
que…

—Esto significa que no le dejo a usted.

—¿Cómo?

Los dos se detuvieron y estuvieron un momento mirándose.

—Lo que usted me ha contado en su embriaguez me demuestra que, lejos de haber renunciado a sus odiosos proyectos contra mi hermana, se ocupa en ellos más que nunca. Sé que esta mañana ha recibido una carta. Usted puede haber encontrado una prometida en sus vagabundeos, pero esto no quiere decir nada. Necesito convencerme por mis propios ojos.

A Raskolnikof le habría sido difícil explicar qué era lo que quería ver porsí mismo.

—¿Quiere usted que llame a la policía?

—Llámela.

Se detuvieron de nuevo y se miraron a la cara. Al fin, el rostro de Svidrigailof cambió de expresión. Viendo que sus amenazas no intimidaban a Raskolnikof lo más mínimo, dijo de pronto, en el tono más amistoso y alegre:

—¡Es usted el colmo! Me he abstenido adrede de hablarle de su asunto, a pesar de que la curiosidad me devora. He dejado este tema para otro día. Pero usted es capaz de hacer perder la paciencia a un santo…Puede usted venir si quiere, pero le advierto que voy a mi casa sólo para un momento: el tiempo necesario para coger dinero. Luego cerraré la puerta y me iré a las Islas a pasar la noche. De modo que no adelantará nada viniendo conmigo.

—Tengo que ir a su casa. No a su habitación, sino a la de Sonia Simonovna: quiero excusarme por no haber asistido a los funerales.

—Haga usted lo que quiera. Pero le advierto que Sonia Simonovna no está en su casa. Ha ido a llevar a los huérfanos a una noble y anciana dama, conocida mía y que está al frente de varios orfelinatos. Me he captado a esta señora entregándole dinero para los tres niños de Catalina Ivanovna, más un donativo para las instituciones. Finalmente, le he contado la historia de Sonia Simonovna sin omitir detalle, y esto le ha producido un efecto del que no puede tener usted idea. Ello explica que Sonia Simonovna haya recibido una invitación para presentarse hoy mismo en el hotel donde se hospeda esa distinguida señora desde su regreso del campo.

—No importa.

—Haga usted lo que quiera, pero yo no iré con usted cuando salga de casa.

¿Para qué…? Óigame: estoy convencido de que usted desconfía de mí sólo porque he tenido la delicadeza de no hacerle preguntas enojosas…Usted ha interpretado erróneamente mi actitud. Juraría que es esto. Sea usted también delicado conmigo.

—¿Con usted, que escucha detrás de las puertas?

—¡Ya salió aquello! —exclamó Svidrigailof entre risas—. Le aseguro que me habría asombrado que no mencionara usted este detalle. ¡Ja, ja! Aunque comprendí perfectamente lo que usted había hecho, no entendí todo lo demás que dijo. Tal vez soy un hombre anticuado, incapaz de comprender ciertas cosas. Explíquemelo, por el amor de Dios. Ilústreme, enséñeme las ideas nuevas.

—Usted no pudo oír nada. Todo eso son invenciones suyas.—Lo que quiero que me explique no es lo que usted se imagina. Pero, desde luego, oí parte de sus confidencias. Yo me refiero a sus continuas lamentaciones. Tiene usted alma de poeta y siempre está a punto de dejarse llevar de la indignación. ¿De modo que le parece a usted mal que la gente escuche detrás de las puertas? Ya que tan severo es usted, vaya a presentarse a las autoridades y dígales: «Me ha ocurrido una desgracia; he sufrido un error en mis teorías filosóficas.» Pero si está usted convencido de que no se debe escuchar detrás de las puertas y, en cambio, se puede matar a una pobre vieja con cualquier arma que se tenga a mano, lo mejor que puede hacer es marcharse a América cuanto antes. ¡Huya! Tal vez tenga tiempo aún. Le hablo con toda franqueza. Si no tiene usted dinero, yo le daré el necesario para el viaje.

—No me pienso marchar —dijo Raskolnikof con un gesto despectivo.

—Comprendo… (desde luego, usted puede callarse si no quiere hablar), comprendo que usted se plantee una serie de problemas de índole moral.

¿Verdad que se los plantea? Usted se pregunta si ha obrado como es propio de un hombre y un ciudadano. Deje estas preguntas, rechácelas. ¿De qué pueden servirle ya? ¡Je, je! No vale la pena meterse en un asunto, empezar una operación que uno no es capaz de terminar. Por lo tanto, levántese la tapa de los sesos. ¿Qué, no se decide?

—Usted quiere irritarme para deshacerse de mí.

—¡Qué ocurrencia tan original! En fin, ya hemos llegado. Subamos…

Mire, ésa es la puerta de la habitación de Sonia Simonovna. No hay nadie, convénzase… ¿No me cree? Preguntemos a los Kapernaumof, a quienes ella entrega la llave cuando se va…Mire, ahí está la señora de Kapernaumof…

¡Oiga! ¿Dónde está la vecina? (Es un poco sorda, ¿sabe…?) ¿Que ha salido…? ¿Adónde se ha marchado…? Ya lo ha oído usted; no está en casa y no volverá hasta la noche…Bueno, ahora venga a mis habitaciones. Pues quiere usted venir, ¿verdad…? Ya estamos. La señora Resslich ha salido.

Siempre está muy atareada, pero es una buena mujer, se lo aseguro. Si usted hubiera sido más razonable, ella le habría podido ayudar…Mire, cojo un título del cajón de mi mesa (como usted ve, me quedan bastantes todavía). Hoy mismo lo convertiré en dinero. ¿Ya lo ha visto usted todo bien? Tengo prisa.

Cerremos el cajón. Ahora la puerta. Y de nuevo estamos en la escalera.

¿Quiere usted que tomemos un coche? Ya le he dicho que voy a las Islas. ¿No quiere usted dar una vuelta? El simón nos llevará a la isla Elaguine. ¿Qué, no quiere? Vamos, decídase. Yo creo que va a llover, pero ¿qué importa?

Levantaremos la capota.

Svidrigailof estaba ya en el coche. Raskolnikof se dijo que sus sospechas eran por el momento poco fundadas. Sin responder palabra, dio media vuelta yechó a andar en dirección a la plaza del Mercado. Si hubiese vuelto la cabeza, aunque sólo hubiera sido una vez, habría podido ver que Svidrigailof, después de haber recorrido un centenar de metros en el coche, se apeaba y pagaba al cochero. Pero el joven avanzaba mirando sólo hacia delante y pronto dobló una esquina. La profunda aversión que Svidrigailof le inspiraba le impulsaba a alejarse de él lo más de prisa posible. Se decía: «¿Qué se puede esperar de este hombre vil y grosero, de ese miserable depravado?» Sin embargo, esta opinión era un tanto prematura y tal vez mal fundada. En la manera de ser de Svidrigailof había algo que le daba cierta originalidad y lo envolvía en un halo de misterio. En lo concerniente a su hermana, Raskolnikof estaba seguro de que Svidrigailof no había renunciado a ella. Pero todas estas ideas empezaron a resultarle demasiado penosas para que se detuviera a analizarlas.

Al quedarse solo cayó, como siempre, en un profundo ensimismamiento, y cuando llegó al puente se acodó en el pretil y se quedó mirando fijamente el agua del canal. Sin embargo, Avdotia Romanovna estaba cerca de él, observándole. Se habían cruzado a la entrada del puente, pero él había pasado cerca de ella sin verla. Dunetchka no le había visto jamás en la calle en semejante estado y se sintió inquieta. Estuvo un momento indecisa, preguntándose si se acercaría a él, y de pronto divisó a Svidrigailof que se dirigía rápido hacia ella desde la plaza del Mercado.

Procedía con sigilo y misterio. No entró en el puente, sino que se detuvo en la acera, procurando que Raskolnikof no le viese. A Dunia la había visto desde lejos y le hacía señas. La joven comprendió que le decía que se acercase, procurando no llamar la atención de Raskolnikof. Atendiendo a esta muda demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con Svidrigailof.

—¡Vámonos! Su hermano no debe enterarse de nuestra entrevista. Acabo de pasar un rato con él en una taberna adonde ha venido a buscarme y no me ha sido nada fácil deshacerme de él. No sé cómo se ha enterado de que le he escrito una carta, pero parece sospechar algo. Sin duda, usted misma le ha hablado de ello, pues nadie más puede habérselo dicho.

—Ahora que hemos doblado la esquina y que mi hermano ya no puede vernos, sepa usted que ya no le seguiré más lejos. Dígame aquí mismo lo que tenga que decirme. Nuestros asuntos pueden tratarse en plena calle.

—En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle.

En segundo, quiero que oiga usted también a Sonia Simonovna. Y, finalmente, tengo que enseñarle algunos documentos. Si usted no viene a mi casa, no le explicaré nada y me marcharé ahora mismo. Le ruego que no olvide que poseo el curioso secreto de su querido hermano.

Dunia se detuvo, indecisa, y dirigió una mirada penetrante a Svidrigailof.—¿Qué teme usted? —dijo éste—. La ciudad no es el campo. Además, incluso en el campo me ha hecho usted más daño a mí que yo a usted. Aquí…

—¿Está prevenida Sonia Simonovna?

—No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa. Creo que sí que estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y no debe de tener humor para salir. No he querido hablar a nadie de este asunto, e incluso siento haberme franqueado un poco con usted. En este caso, la menor imprudencia equivale a una denuncia…He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese hombre que ve usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce perfectamente y, como usted ve, me saluda. Bien ha advertido que voy acompañado de una dama y, sin duda, ha visto su cara. Estos detalles pueden tranquilizarla si usted desconfía de mí. Perdóneme si le hablo tan crudamente. Yo tengo mi habitación junto a la de Sonia Simonovna. Las dos piezas están separadas solamente por un tabique. En el piso hay numerosos inquilinos. ¿A qué vienen, pues, esos temores infantiles? No soy tan temible como todo eso.

Svidrigailof esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya demasiado nervioso para desempeñar a la perfección su papel. Su corazón latía con violencia; sentía una fuerte opresión en el pecho. Procuraba levantar la voz para disimular su creciente agitación. Pero Dunia ya no veía nada: las últimas palabras de Svidrigailof sobre sus temores de niña la habían herido en su amor propio hasta cegarla.

—Aunque sé que es usted un hombre sin honor —dijo, afectando una calma que desmentía el vivo color de su rostro—, no me inspira usted temor alguno. Indíqueme el camino.

Svidrigailof se detuvo ante la habitación de Sonia.

—Permítame que vea si está…Pues no, se ha marchado. Es una contrariedad. Pero estoy seguro de que no tardará en volver. Sin duda ha ido a ver a una señora por el asunto de los huérfanos. La madre de esos niños acaba de morir. Yo me he interesado en el asunto y he dado ya ciertos pasos. Si Sonia Simonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con ella, la enviaré a su casa esta misma tarde. Ya estamos en mis habitaciones. Son dos…Mi patrona, la señora Resslich, habita al otro lado del tabique. Ahora eche una mirada por aquí. Quiero mostrarle mis «documentos», por decirlo así. La puerta de mi habitación da a un alojamiento de dos piezas, que está completamente vacío…Mire con atención. Debe usted tener un conocimiento exacto del lugar del hecho.

Svidrigailof disponía de dos habitaciones amuebladas bastante espaciosas.

Dunetchka miró en torno de ella con desconfianza, pero no vio nada sospechoso en la colocación de los muebles ni en la disposición del local. Sinembargo, debió advertir que el alojamiento de Svidrigailof se hallaba entre otros dos deshabitados. No se llegaba a sus habitaciones por el corredor, sino atravesando otras dos piezas que formaban parte del compartimiento de su patrona. Svidrigailof abrió la puerta de su dormitorio, que daba a uno de los alojamientos vacíos, y se lo mostró a Dunia, que permaneció en el umbral sin comprender por qué el huésped deseaba que mirase aquello. Pero en seguida recibió la explicación.

—Mire aquella habitación, la segunda y más espaciosa. Observe su puerta: está cerrada con llave. ¿Ve aquella silla colocada junto a la puerta? Es la única que hay en las dos habitaciones. La llevé yo de aquí para poder escuchar más cómodamente. Al otro lado de esa puerta está la mesa de Sonia Simonovna. La joven estaba sentada ante su mesa mientras hablaba con Rodion Romanovitch, y yo escuchaba la conversación desde este lado de la puerta. Escuché dos tardes seguidas, y cada tarde dos horas como mínimo. Por lo tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted?

—¿Escuchaba usted detrás de la puerta?

—Sí, escuchaba detrás de la puerta…Venga, venga a mi alojamiento. Aquí ni siquiera hay donde sentarse.

Volvieron a las habitaciones de Svidrigailof y éste invitó a la joven a sentarse en la pieza que utilizaba como sala. Él se sentó también, pero a una prudente distancia, al otro lado de la mesa. Sin embargo, sus ojos tenían el mismo brillo ardiente que hacía unos momentos había inquietado a Dunetchka. Ésta se estremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza. Fue un gesto involuntario, pues su deseo era mostrarse perfectamente serena y dueña de sí misma. Pero el aislamiento en que se hallaban las habitaciones de Svidrigailof había acabado por atraer su atención.

De buena gana habría preguntado si la patrona estaba en casa, pero no lo hizo: su orgullo se lo impidió. Por otra parte, el temor de lo que a ella le pudiera ocurrir no era nada comparado con la angustia que la dominaba por otras razones. Esta angustia era para Dunia un verdadero tormento.

—He aquí su carta —dijo depositándola en la mesa—. Lo que usted me dice en ella no es posible. Me deja usted entrever que mi hermano ha cometido un crimen. Sus insinuaciones son tan claras, que sería inútil que ahora tratase usted de recurrir a subterfugios. Le advierto que, antes de recibir lo que usted considera como una revelación, yo estaba enterada ya de este cuento absurdo, del que no creo ni una palabra. Es una suposición innoble y ridícula. Sé muy bien de dónde proceden esos rumores. Usted no puede tener ninguna prueba.

En su carta me promete demostrarme la veracidad de sus palabras. Hable, pues. Pero sepa por anticipado que no le creo, no le creo en absoluto.

Dunetchka había dicho esto precipitadamente, dominada por una emociónque tiñó de rojo su cara.

—Si usted no lo creyera, no habría venido aquí. Porque no creo que haya venido por simple curiosidad.

—No me atormente: hable de una vez.

—Hay que convenir en que es usted una muchacha valiente. Yo esperaba, le doy mi palabra, que pidiera usted al señor Rasumikhine que la acompañase.

Pero él no estaba con usted, ni rondaba por los alrededores, cuando nos hemos encontrado: me he fijado bien. Ha sido una verdadera demostración de valor.

Ha querido defender por sí sola a Rodion Romanovitch…Por lo demás, todo en usted es divino. En cuanto a su hermano, ¿qué puedo decirle? Usted le acaba de ver. ¿Qué le ha parecido su actitud?

—Supongo que no fundará usted en esto sus acusaciones.

—No, las fundo en sus propias palabras. Ha venido dos días seguidos a pasar la tarde con Sonia Simonovna. Ya le he indicado el lugar donde hablaban. Su hermano lo confesó todo a la muchacha. Es un asesino. Mató a una vieja usurera en cuya casa tenía empeñados algunos objetos, y además a su hermana Lisbeth, que llegó casualmente en el momento del crimen. Las asesinó a las dos con un hacha que llevaba consigo. El móvil del crimen era el robo, y su hermano robó: se llevó dinero y algunos objetos. Me limito a repetir la confesión que hizo a Sonia Simonovna, que es la única que conoce este secreto, pero que no tiene participación alguna, ni material ni moral, en el crimen. Por el contrario, esa muchacha, al enterarse, sintió un horror tan profundo como el que usted demuestra ahora. Puede estar tranquila: esa joven no le denunciará.

—¡Imposible! —balbuceó Dunetchka, jadeante y con los labios pálidos—.Eso no es posible. Él no tenía el más mínimo motivo para cometer ese crimen… ¡Eso es mentira, mentira!

—Mató por robar: ahí tiene el motivo. Cogió dinero y joyas. Verdad es que, según ha dicho, no ha sacado provecho del botín, pues lo escondió debajo de una piedra, donde está todavía. Pero esto demuestra, simplemente, que no se ha atrevido a hacer use de él.

—Pero ¿es posible que haya robado? —exclamó Dunia, levantándose de un salto—. ¿Se puede creer tan sólo que haya tenido esa idea? Usted lo conoce. ¿Acaso tiene aspecto de ladrón?

Había olvidado su terror de hacía un momento y hablaba en tono suplicante.

—Esa pregunta tiene mil respuestas, infinidad de explicaciones. El ladrón comete sus fechorías consciente de su infamia. Pero yo he oído hablar que unhombre de probada nobleza desvalijó un correo. A lo mejor, creyó cometer una acción loable. Yo me habría resistido, como se resiste usted, a creer que su hermano hubiera cometido un acto así si me lo hubieran contado; pero no tengo más remedio que dar crédito al testimonio de mis propios oídos. Explicó los motivos de su proceder a Sonia Simonovna. Ésta, al principio, no podía creer en lo que estaba oyendo; pero acabó por rendirse a la evidencia. Así tenía que ser, ya que era el mismo autor del hecho el que lo contaba.

—¿Cuáles fueron los motivos de que habló?

—Eso sería demasiado largo de explicar, Avdotia Romanovna. Se trata…, ¿cómo se lo haré comprender…?, de una teoría, algo así como si dijéramos: el crimen se permite cuando persigue un fin loable. ¡Un solo crimen y cien buenas acciones! Por otra parte, para un joven colmado de cualidades y de orgullo es penoso reconocer que le gustaría apoderarse de una suma de tres mil rublos, por saber que esta cantidad sería suficiente para cambiar su porvenir. Añada usted a esto la irritación morbosa que produce una mala alimentación continua, un cuarto demasiado estrecho, una ropa hecha jirones, la miseria de la propia situación social y, al mismo tiempo, la de una madre y una hermana. Y por encima de todo la ambición, el orgullo…Y todo ello a pesar de no carecer seguramente de excelentes cualidades…No vaya usted a creer que le acuso. Además, esto no es de mi incumbencia. También expuso una teoría personal según la cual la humanidad se divide en individuos que forman el rebaño y en personas extraordinarias, es decir, seres que, gracias a su superioridad, no están obligados a acatar la ley. Por el contrario, éstos son los que hacen las leyes para los demás, para el rebaño, para el polvo. En fin, c'est une théorie comme une autre. Napoleón lo tenía fascinado o, para decirlo con más exactitud, lo que le seducía era la idea de que los hombres de genio no temen cometer un crimen inicial, sino que se lanzan a ello resueltamente y sin pensarlo. Yo creo que su hermano se imaginó que también era genial o, por lo menos, que esta idea se apoderó de él en un momento dado. Ha sufrido mucho y sufre aún ante la idea de que es capaz de inventar una teoría, pero no de aplicarla, y que, por lo tanto, no es un hombre genial. Esta idea es sumamente humillante para un joven orgulloso y, especialmente, de nuestro tiempo.

—¿Y el remordimiento? ¿Es que le niega usted todo sentimiento moral?

¿Acaso es mi hermano como usted pretende que sea?

—¡Oh Avdotia Romanovna! Ahora todo es desorden y anarquía. Por otra parte, el orden ha sido siempre algo ajeno a él. Los rusos, Avdotia Romanovna, tienen un alma generosa y grande como su país, y también una tendencia a las ideas fantásticas y desordenadas. Pero es una desgracia poseer un alma grande y noble sin genio. ¿Se acuerda usted de nuestras conversaciones sobre este tema, en la terraza, después de cenar? Usted mereprochaba esta amplitud de espíritu. Y quién sabe si mientras usted me hablaba así, él estaba echado, dándole vueltas a su proyecto…Hay que reconocer, Avdotia Romanovna, que la tradición en nuestra sociedad culta es muy endeble. La única que posee es la que se adquiere por medio de los libros, de las crónicas del pasado. Y eso se queda para los sabios, los cuales, por otra parte, son tan cándidos que un hombre de mundo se avergonzaría de seguir sus enseñanzas. Por lo demás, ya conoce usted mi opinión: yo no acuso a nadie.

Vivo en el ocio y estoy aferrado a este género de vida. Ya hemos hablado de esto más de una vez. Incluso he tenido la dicha de interesarle exponiéndole mis juicios…Está usted muy pálida, Avdotia Romanovna.

—Conozco la teoría de que usted me ha hablado. He leído en una revista un artículo de mi hermano acerca de los hombres superiores. Me lo trajo Rasumikhine.

—¿Rasumikhine? ¿Un artículo de su hermano en una revista? Ignoraba que hubiera escrito semejante artículo…Pero ¿adónde va, Avdotia Romanovna?

—Quiero ver a Sonia Simonovna —repuso Dunia con voz débil—. ¿Dónde está la puerta de su habitación? Tal vez ha regresado ya. Quiero verla en seguida para que ella me…

No pudo terminar; se ahogaba materialmente.

—Sonia Simonovna no volverá hasta la noche. Así lo supongo. Tenía que volver en seguida y no lo ha hecho. Esto es señal de que regresará tarde.

—¡Me has engañado! ¡Me has mentido! —exclamó Dunia en un arrebato de cólera que la enloquecía—. Ahora lo veo claro. ¡Me has mentido! ¡No te creo, no te creo!

Y cayó casi desvanecida en una silla que Svidrigailof se apresuró a acercarle.

—Pero, ¿qué le ocurre, Avdotia Romanovna? Cálmese. Tenga, beba un poco de agua.

Svidrigailof le salpicó el rostro. Dunetchka se estremeció y volvió en sí.

—Ha sido un golpe demasiado violento —murmuró Svidrigailof, apenado

—. Tranquilícese, Avdotia Romanovna. Su hermano tiene amigos. Le salvaremos. ¿Quiere usted que lo mande al extranjero? No tardaré más de tres días en conseguirle un billete. En cuanto a su crimen, él lo borrará a fuerza de buenas acciones. Cálmese. Todavía puede llegar a ser un gran hombre. ¿Se siente usted mejor?

—¡Qué cruel e indigno es usted! Todavía se atreve a burlarse. ¡Déjeme en paz!—¿Adónde va?

—A casa de Rodia. ¿Dónde está ahora? Usted lo sabe… ¿Por qué está cerrada esta puerta? Hemos entrado por aquí y ahora está cerrada con llave.

¿Cuándo la ha cerrado?

—No iba a dejar que todo el mundo oyera lo que decíamos. Estoy muy lejos de burlarme. Lo que ocurre es que estoy cansado de hablar en este tono.

¿Adónde se propone usted ir? ¿Es que quiere entregar a su hermano a la justicia? Piense que usted puede enloquecerlo y dar lugar a que se entregue él mismo. Sepa usted que le vigilan, que le siguen los pasos. Espere. Ya le he dicho que le he visto hace un rato y que he hablado con él. Todavía podemos salvarlo. Espere; siéntese y vamos a estudiar juntos lo que se puede hacer. La he hecho venir para que hablemos tranquilamente. Siéntese, haga el favor.

—¿Cómo va usted a salvarlo? ¿Acaso tiene salvación?

Dunia se sentó. Svidrigailof ocupó otra silla cerca de ella.

—Eso depende de usted, de usted, sólo de usted —dijo en un susurro.

Sus ojos centelleaban. Su agitación era tan profunda, que apenas podía articular las palabras. Dunia retrocedió, inquieta. Él prosiguió, temblando:

—De usted depende…Una sola palabra de usted, y lo salvaremos. Yo…yo lo salvaré. Tengo dinero y amigos. Le mandaré en seguida al extranjero.

Sacaré un pasaporte para mí…; no, dos pasaportes: uno para él y otro para mí.

Tengo amigos, hombres influyentes… ¿Quiere…? Sacaré también un pasaporte para usted…, y otro para su madre…Usted no necesita para nada a Rasumikhine. Yo la amo tanto como él. Yo la amo con todo mi ser…Deme el borde de su falda para besarlo, démelo. El susurro de su vestido me enloquece.

Usted me mandará y yo la obedeceré. Sus creencias serán las mías. Haré todo, todo lo que usted quiera…No me mire así, por favor. ¿No ve usted que me está matando?

Empezó a desvariar. Parecía haberse vuelto loco. Dunia se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.

—¡Ábranme, ábranme! —dijo a gritos mientras la golpeaba—. ¿Por qué no me abren? ¿Es posible que no haya nadie en la casa?

Svidrigailof volvió en sí y se levantó. Una aviesa sonrisa apareció en sus labios, todavía temblorosos.

—No, no hay nadie —dijo lentamente y en voz baja—. Mi patrona ha
salido. Sus gritos son, pues, inútiles.

—¿Dónde está la llave? ¡Abre la puerta, abre inmediatamente! ¡Miserable, canalla!—La llave se me ha perdido.

—¡Comprendo! ¡Esto es una emboscada!

Y Dunia, pálida como una muerta, corrió hacia un rincón, donde se atrincheró tras una mesa.

Ya no gritaba. Estaba inmóvil y tenía la mirada fija en su enemigo, para no perder ninguno de sus movimientos.

Svidrigailof estaba también inmóvil. Al parecer iba recobrándose, pero el color no había vuelto a su rostro. Su sonrisa seguía mortificando a Avdotia Romanovna.

—Ha pronunciado usted la palabra «emboscada», Avdotia Romanovna.

Bien, pues si existe esa emboscada, habrá de pensar usted en que he tomado toda clase de precauciones. Sonia Simonovna no está en su habitación. Los Kapernaumof quedan lejos, a cinco piezas de aquí. Soy mucho más fuerte que usted, y tampoco puedo temer que usted me denuncie, porque en este caso perdería a su hermano, y usted no quiere perderlo, ¿verdad? Además, nadie la creería. ¿Qué explicación puede tener que una joven vaya sola a visitar a un hombre soltero? O sea que si usted se decidiese a sacrificar a su hermano, sería inútil, porque no podría probar nada. Una violación es sumamente difícil de demostrar.

—¡Miserable!

—Puede decir lo que quiera, pero le advierto que hasta ahora me he limitado a hacer simples suposiciones. Personalmente, estoy de acuerdo con usted. Obrar por la fuerza contra alguien es una bajeza. Mi intención era únicamente tranquilizar su conciencia en el caso de que usted…, de que usted quisiera salvar a su hermano de buen grado, es decir, tal como yo le he propuesto. Usted no haría entonces sino inclinarse ante las circunstancias, ceder a la necesidad, por decirlo así…Piense usted en ello. La suerte de su hermano, y también la de su madre, está en sus manos. Piense, además, que yo seré su esclavo, y para toda la vida…Espero su resolución.

Svidrigailof se sentó en el sofá, a unos ocho pasos de Dunia. La joven no tenía la menor duda acerca de sus intenciones: sabía que eran inquebrantables, pues conocía bien a Svidrigailof…De pronto sacó del bolsillo un revólver, lo preparó para disparar y lo dejó en la mesa, al alcance de su mano.

Svidrigailof hizo un movimiento de sorpresa.

—¡Ah, caramba! —exclamó con una pérfida sonrisa—. Así la cosa cambia por completo. Usted misma me facilita la tarea, Avdotia Romanovna…Pero ¿de dónde ha sacado usted ese revólver? ¿Se lo ha proporcionado el señor Rasumikhine? ¡Toma, si es el mío! ¡Un viejo amigo! ¡Tanto como lo busqué!Las lecciones de tiro que tuve el honor de darle en el campo no fueron inútiles, por lo que veo.

—Este revólver no es tuyo, monstruo, sino de Marfa Petrovna. No había nada tuyo en su casa. Lo cogí cuando comprendí de lo que eras capaz. Si das un paso, te juro que te mato.

Dunia había empuñado el revólver. En su desesperación, estaba dispuesta a disparar.

—Bueno, ¿y su hermano? Le hago esta pregunta por pura curiosidad — dijo Svidrigailof sin moverse del sitio.

—Denúnciale si quieres. Un paso y disparo. Tú envenenaste a tu esposa: estoy segura. Tú también eres un asesino.

—¿Está usted segura de que envenené a Marfa Petrovna?

—Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. Me hablaste de un veneno. Sé que te lo habías procurado, que lo habías preparado…Fuiste tú, tú…, ¡infame!

—Si eso fuera verdad, sólo lo habría hecho por ti: tú habrías sido la causa.

—¡Mientes! Yo siempre te he odiado, ¡siempre!

—Por lo visto, Avdotia Romanovna, usted se ha olvidado de que, cuando trataba de convertirme, se inclinaba sobre mí y me dirigía lánguidas miradas.

Yo, entonces, la miraba fijamente a los ojos, ¿recuerda…? La noche…, el claro de luna…Un ruiseñor cantaba…

La ira llameó en los ojos de Dunia.

—¡Mientes, mientes! ¡Eres un calumniador!

—¿Miento? Bien, lo admito. No se deben recordar estas cosillas a las mujeres —añadió con una sonrisa burlona—. Sé que vas a disparar, preciosa bestezuela. Pues bien, dispara…

Dunia le apuntó. Sólo esperaba que hiciera un movimiento para apretar el gatillo. Estaba mortalmente pálida, temblaba su labio inferior y sus grandes ojos negros lanzaban llamaradas. Svidrigailof no la había visto nunca tan hermosa. En el momento en que la joven levantó el revólver, el fuego de sus ojos penetró en el pecho del enemigo y quemó su corazón, que se contrajo dolorosamente. Dio un paso hacia delante y se oyó una detonación. La bala rozó el cabello de Svidrigailof y fue a incrustarse en la pared, a sus espaldas.

Svidrigailof se detuvo y dijo, esbozando una sonrisa:

—Una picadura de avispa…Ya veo que ha tirado usted a la cabeza…Pero ¿qué es esto? Parece sangre.

Y sacó el pañuelo para limpiarse un hilillo de sangre que resbalaba por susien. La bala debió de rozar la piel del cráneo.

Dunia había bajado el revólver y miraba a Svidrigailof con un gesto de pasmo más que de temor. Parecía incapaz de comprender lo que había hecho y lo que ocurría ante ella.

—Ya lo ve: ha errado el tiro. Vuelva a disparar. Ya ve que estoy esperando.

Hablaba en voz baja y con una sonrisa que ahora tenía algo de siniestro.

—Si tarda usted tanto —continuó—, podré caer sobre usted antes de que haya vuelto a apretar el gatillo.

Dunetchka se estremeció, preparó el revólver y apuntó.

—¡Déjeme! —gritó, desesperada—. Le juro que volveré a disparar ¡y le mataré!

—¡Qué importa! Desde luego, disparando a tres pasos es imposible fallar.

Pero si usted no me mata…

Sus ojos centellearon y dio dos pasos más. Dunetchka disparó, pero no salió la bala.

—Ese revólver está mal cargado. Pero no importa: le queda una bala todavía. Arréglelo. Espero.

Estaba a dos pasos de la joven y la miraba con una ardiente fijeza que expresaba una resolución indómita. Dunia comprendió que preferiría morir a renunciar a ella. Y…y ahora estaba segura de matarle, ya que sólo lo tenía a dos pasos.

De pronto arrojó el arma.

—¡No quiere matarme! —exclamó Svidrigailof, asombrado.

Luego respiró profundamente. Su alma acababa de librarse de un gran peso que no era sólo el temor a la muerte. Sin embargo, le habría sido difícil explicar lo que sentía. Tenía la sensación de que se había librado de otro sentimiento más penoso que el de la muerte, pero no lograba identificarlo.

Se acercó a Dunia y la enlazó suavemente por el talle. Ella no opuso la menor resistencia, pero temblaba como una hoja y le miraba con ojos suplicantes. Él intentó hablarle, mas sus labios sólo consiguieron hacer una mueca. No pudo pronunciar una sola palabra.

—¡Déjame! —suplicó Dunia.

Svidrigailof se estremeció. Este tuteo no era el mismo que el de hacía un momento.

—Así, ¿no me amas? —preguntó en un susurro.Dunia negó con la cabeza.

—¿No puedes…? ¿No podrás nunca? —murmuró con acento desesperado.

—Nunca —respondió Dunia, también en voz baja.

Durante unos momentos se estuvo librando una lucha espantosa en el alma de Svidrigailof. Sus ojos se habían fijado en la joven con una expresión indescriptible. De súbito retiró el brazo con que había rodeado su talle, dio media vuelta y se dirigió a la ventana.

Tras unos instantes de silencio, sacó la llave del bolsillo izquierdo de su gabán y la dejó en la mesa que estaba a sus espaldas, sin volver los ojos hacia Dunia.

—Ahí tiene la llave. Cójala y váyase en seguida.

Siguió mirando obstinadamente a través de la ventana.

Dunia se acercó a la mesa y cogió la llave.

—¡Pronto, pronto! —exclamó Svidrigailof sin hacer el menor movimiento, pero dando a sus palabras un tono terrible.

Dunia no se lo hizo repetir. Con la llave en la mano, corrió hacia la puerta, la abrió precipitadamente y salió a toda prisa. Un instante después corría como una loca a lo largo del canal en dirección al puente de ***.

Svidrigailof permaneció todavía tres minutos ante la ventana. Después se volvió lentamente, dirigió una mirada en torno a él y se pasó la mano por la frente. Una sonrisa horrible crispó sus facciones, una lastimosa sonrisa que expresaba impotencia, tristeza y desesperación. Su mano se manchó de sangre.

Se la miró con un gesto de cólera. Luego mojó una toalla y se lavó la sien. El revólver arrojado por Dunia había rodado hasta la puerta. Lo recogió y empezó a examinarlo. Era pequeño, de tres tiros y de antiguo modelo. Aún quedaba en él una bala. Tras un momento de reflexión, se lo guardó en el bolsillo, cogió el sombrero y se marchó.

CAPÍTULO 6

Estuvo hasta las diez de la noche recorriendo tabernas y tugurios. Halló a Katia en uno de estos establecimientos. La muchacha cantaba sus habituales y descaradas cancioncillas. Svidrigailof la invitó a beber, así como a un organillero, a los camareros, a los cantantes y a dos empleadillos que atrajeron su simpatía sólo porque tenían torcida la nariz. En uno, este apéndice se ladeaba hacia la derecha y en el otro hacia la izquierda, cosa que le sorprendiósobremanera. Éstos acabaron por llevarle a un jardín de recreo. Svidrigailof pagó las entradas. En el jardín había un abeto escuálido, tres arbolillos más y una construcción que ostentaba el nombre de Vauxhall, pero que no era más que una taberna, donde también podía tomarse té.

En el jardín había igualmente varios veladores verdes con sillas. Un coro de malos cantantes y un payaso de nariz roja completamente borracho y extraordinariamente triste se encargaban de distraer al público.

Los empleadillos se encontraron con varios colegas y empezaron a reñir con ellos. Se escogió como árbitro a Svidrigailof. Éste estuvo un cuarto de hora tratando de averiguar el motivo del pleito; pero todos gritaban a la vez y no había medio de entenderse. Lo único que comprendió fue que uno de ellos había cometido un robo y vendido el objeto robado a un judío que había llegado oportuna y casualmente, hecho lo cual se negaba a repartirse con sus compañeros el producto de la operación. Al fin se descubrió que el objeto robado era una cucharilla de plata perteneciente al Vauxhall. Los empleados del establecimiento se dieron cuenta de la desaparición de la cucharilla, y el asunto habría tomado un cariz desagradable si Svidrigailof no hubiera acallado las protestas de los perjudicados.

Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Eran alrededor de las diez.

No había bebido ni una gota de alcohol en toda la noche. Había tomado té, y eso porque había que pedir algo para permanecer en el local.

La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigailof llegó a su casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada de los cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té.

Sonia acogió respetuosamente a su visitante. Miró con una expresión de sorpresa sus mojadas ropas, pero no hizo el menor comentario. Al ver entrar a un desconocido, los niños echaron a correr despavoridos.

Svidrigailof se sentó ante la mesa e invitó a Sonia a sentarse a su lado. La muchacha se dispuso tímidamente a escucharle.

—Sonia Simonovna —empezó a decir el visitante—, es muy posible que me vaya a América, y como probablemente no nos volveremos a ver, he venido a arreglar con usted ciertos asuntos. Bueno, ¿ha hablado ya con esaseñora? No hace falta que me cuente lo que le ha dicho, pues lo sé muy bien.

Sonia hizo un ademán y enrojeció. Svidrigailof siguió diciendo: —Esas damas tienen sus costumbres, sus ideas…En cuanto a sus hermanitos, tienen el porvenir asegurado, pues el dinero que he depositado para ellos está en lugar seguro y lo he entregado contra recibo. Aquí tiene los recibos; guárdelos por lo que pueda ocurrir. Y demos por terminado este asunto. Ahora tenga usted estos tres títulos al cinco por ciento. Su valor es de tres mil rublos. Esto es para usted y sólo para usted. Deseo que la cosa quede entre nosotros. No diga nada a nadie, oiga lo que oiga. Este dinero le será útil, ya que debe usted dejar la vida que lleva ahora. No estaría nada bien que siguiera viviendo como vive, y con este dinero no tendrá necesidad de hacerlo.

—Ha sido usted tan bueno conmigo, con los huérfanos y con la difunta — balbuceó Sonia—, que nunca sabré cómo agradecérselo, y créame que…

—¡Bah! Dejemos eso…

—En cuanto a ese dinero, Arcadio Ivanovitch, muchas gracias, pero no lo necesito. Sabré ganarme el pan. No me considere una ingrata. Ya que es usted tan generoso, ese dinero…

—Es para usted y sólo para usted, Sonia Simonovna. Y le ruego que no hablemos más de este asunto, pues tengo prisa. Le será útil, se lo aseguro.

Rodion Romanovitch no tiene más que dos soluciones: o pegarse un tiro o ir a parar a Siberia.

Al oír estas palabras, Sonia empezó a temblar y miró aterrada a su vecino.

—No se inquiete usted —continuó Svidrigailof—. Lo he oído todo de sus propios labios, pero no me gusta hablar y no diré ni una palabra a nadie. Hizo usted muy bien en aconsejarle que fuera a presentarse a la justicia: es el mejor partido que podría tomar…Pues bien, cuando lo envíen a Siberia, usted lo acompañará, ¿no es así? ¿Verdad que lo acompañará? En este caso, necesitará usted dinero: lo necesitará para él. ¿Comprende? Darle a usted este dinero es como dárselo a él. Además, usted ha prometido a Amalia Ivanovna pagarle.

Yo lo oí. ¿Por qué contrae usted compromisos tan ligeramente, Sonia Simonovna? Era Catalina Ivanovna la que estaba en deuda con ella y no usted.

Usted debió enviar a paseo a esa alemana. No se puede vivir así…En fin, si alguien le pregunta a usted por mí mañana, pasado mañana o cualquiera de estos días, cosa que sin duda ocurrirá, no hable usted de esta visita ni diga que le he dado dinero. Bueno, adiós —dijo levantándose—. Salude de mi parte a Rodion Romanovitch. ¡Ah, se me olvidaba! Le aconsejo que dé usted a guardar su dinero al señor Rasumikhine. ¿Le conoce? Sí, debe usted de conocerle. Es un buen muchacho. Llévele el dinero mañana…o cuando usted lo crea oportuno. Hasta entonces procure que no se lo quiten.Sonia se había levantado también y miraba confusa a su visitante. Deseaba hablarle, hacerle algunas preguntas, pero se sentía intimidada y no sabía por dónde empezar.

—Pero…pero ¿va usted a salir con esta lluvia?

—¿Cómo puede importarle la lluvia a un hombre que se marcha a América? ¡Je, je! Adiós, querida Sonia Simonovna. Le deseo muchos años de vida, muchos años, pues usted será útil a los demás. A propósito: salude de mi parte al señor Rasumikhine. No lo olvide. Dígale que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof le ha dado a usted recuerdos para él. No deje de hacerlo.

Y se fue, dejando a la muchacha inquieta, temerosa y dominada por confusas sospechas.

Más adelante se supo que Svidrigailof había hecho aquella misma noche otra visita extraordinaria y sorprendente. Seguía lloviendo. A las once y veinte se presentó, completamente empapado, en casa de los padres de su prometida, que habitaban un pequeño departamento en la tercera avenida de Vasilievski Ostrof. No le fue fácil conseguir que le abrieran. Su llegada a aquella hora intempestiva causó gran desconcierto. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de captarse a las personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el primer momento —y con sobrados motivos— habían considerado la visita de Svidrigailof como una calaverada de borracho, se convencieron muy pronto de su error.

La inteligente y amable madre de la novia le acercó el sillón del achacoso padre y abrió la conversación con grandes rodeos. Nunca iba derecha al asunto y empezaba por una serie de sonrisas, gestos y ademanes. Por ejemplo, cuando quiso saber la fecha en que Arcadio Ivanovitch se proponía celebrar la boda, comenzó interesándose vivamente por París y la vida de su alta sociedad, para ir trasladándolo poco a poco desde aquella lejana capital a Vasilievski Ostrof.

Arcadio Ivanovitch había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero aquella noche estaba más impaciente que de costumbre y solicitó ver en seguida a su futura esposa, a pesar de que le habían dicho que estaba acostada.

Su demanda fue atendida.

Svidrigailof dijo simplemente a su novia que un asunto urgente le obligaba a ausentarse de Petersburgo y que por esta razón le entregaba quince mil rublos, insignificante cantidad que tenía intención de ofrecerle desde hacía tiempo y que le rogaba que la aceptase como regalo de boda. No se comprendía la relación que pudiera existir entre semejante obsequio y el anunciado viaje, y tampoco se veía en el asunto una urgencia que justificase aquella visita en plena noche y bajo una lluvia torrencial. No obstante, las explicaciones de Arcadio Ivanovitch obtuvieron una excelente acogida: incluso las exclamaciones de sorpresa y las preguntas de rigor se hicieron en un tono delicadamente moderado. Pero ello no impidió que los padres pronunciaran calurosas palabras de gratitud reforzadas por las lágrimas de la inteligente madre.

Arcadio Ivanovitch se levantó. Sonriendo, besó a su prometida y le dio una palmadita cariñosa en la cara. Seguidamente le dijo que volvería pronto, y como descubriera en sus ojos una expresión de curiosidad infantil al mismo tiempo que una grave y muda interrogación volvió a besarla, mientras se decía, con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado bajo llave por aquella madre que era un ejemplo de prudencia.

Cuando se fue, la familia quedó en un estado de agitación extraordinaria.

Pero la inteligente madre resolvió inmediatamente ciertos puntos importantes.

Manifestó que Arcadio Ivanovitch era una personalidad ocupada continuamente en negocios de gran importancia y que estaba relacionado con los personajes más eminentes. Sólo Dios sabía las ideas que pasaban por su cerebro. Había decidido hacer un viaje y realizaba su proyecto sin vacilar. Lo mismo podía decirse del regalo en dinero que acababa de hacer a su prometida. Tratándose de un hombre así, uno no debía asombrarse de nada.

Ciertamente, había motivo para sorprenderse al verle tan empapado, pero mayores extravagancias se observaban en los ingleses. Además, a las personas del gran mundo no les importaban las murmuraciones y no se preocupaban por nada ni por nadie. Tal vez él se mostraba así adrede, para demostrar lo indiferente que le era la opinión ajena.

Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pérdida de tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido.

Sobre todo, habría que procurar mantener en la ignorancia a la trapacera señora Resslich. Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la cama, perpleja y un poco triste.

Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta ***. La lluvia había cesado, pero el viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar con una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al cabo de un momento de permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y echó a andar, internándose en la avenida ***. Durante cerca de media hora estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco, un día que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Andrinópolis.» Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no verlo en aquella oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en el que se percibían ciertos indicios de animación.Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo.

El sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había otra: el hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión interrogante.

—¿Tienen té? —preguntó el huésped.

—Sí.

—¿Y qué más?

—Ternera, vodka, fiambres…

—Tráigame un trozo de carne y té.

—¿Nada más? —preguntó el sirviente con cierto asombro. —Nada más.

El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.

«Este lugar no debe de ser muy decente —pensó Svidrigailof—. ¿Cómo es posible que no lo haya advertido antes? También yo debo de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el camino.

Me gustaría saber qué clase de gente se hospeda aquí.»

Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia cama, había una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de buhardilla.

Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de tono hasta convertirse en gritos y que procedían de la habitación inmediata, acabó por atraer su atención. Aguzó el oído. Sólo una persona hablaba, quejándose a otra con voz plañidera.

Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de la bujía y en seguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. Se acercó y miró. La habitación era un poco mayor que la suya. En ella había dos hombres. Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba fuertes golpes en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética, recordándole que lo había sacado del lodo, que podía abandonarlo nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría aquí abajo. El amigo al que se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede. Devez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras, evidentemente, no comprendía. Sobre la mesa había un cabo de vela que estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía, vasos de varios tamaños, pan, cohombros y tazas de té.

Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrigailof dejó su puesto de observación y volvió a sentarse en la cama. Al traerle el té y la carne, el harapiento mozo no pudo menos de volverle a preguntar si quería alguna otra cosa, pero de nuevo recibió una respuesta negativa y se retiró definitivamente. Svidrigailof se apresuró a tomarse un vaso de té para entrar en calor. Pero no pudo comer nada. Empezaba a tener fiebre y esto le quitaba el apetito. Se despojó del abrigo y de la americana y se introdujo entre las ropas del lecho. Se sentía molesto.

«Quisiera estar bien en esta ocasión», pensó con una sonrisita irónica.

La atmósfera era asfixiante, la bujía iluminaba débilmente la habitación, fuera rugía el viento. Llegaba de un rincón ruido de ratas; además, un olor de cuero y de ratón llenaba la pieza. Svidrigailof fantaseaba tendido en su lecho.

Las ideas se sucedían confusamente en su cerebro. Deseaba que su imaginación se detuviera sobre algo. Pensó: «Debe de haber un jardín debajo de la ventana. Oigo el rumor del ramaje agitado por el viento. ¡Cómo odio este rumor de follaje en las noches de tormenta! Es verdaderamente desagradable.»

Y recordó que hacía un momento, al pasar por el parque Petrovitch, había experimentado la misma ingrata sensación. Luego pensó en el Pequeño Neva y volvió a estremecerse como se había estremecido hacía un rato cuando se había asomado a mirar el agua.

«Nunca he podido ver el agua ni en pintura.»

Y acto seguido le asaltaron otras extrañas ideas que le hicieron sonreír de nuevo.

«En estos momentos, todo eso de la comodidad y la estética debería tenerme sin cuidado. Sin embargo, estoy procediendo como el animal que lucha por conseguir un buen sitio… ¡En estas circunstancias…! Lo mejor habría sido ir en seguida a Petrovski Ostrof. Pero no, me han dado miedo el frío y las tinieblas. ¡Je, je! ¡El señor necesita sensaciones agradables…! Pero ¿por qué no he apagado ya la vela?»

La apagó de un soplo y, al no ver luz en la grieta del tabique, siguió diciéndose:

«Mis vecinos se han acostado ya…Ahora sería oportuna tu visita, Marfa Petrovna. La oscuridad es completa; el lugar, adecuado; el momento,propicio…Pero ya veo que no quieres venir.»

De pronto se acordó de que, poco antes de poner en práctica su proyecto sobre Dunia, había aconsejado a Raskolnikof que confiara a su hermana a la custodia de Rasumikhine.

«Lo he dicho para fustigarme los nervios, como ha adivinado Rodion Romanovitch. ¡Qué astuto es! Ha sufrido mucho. Puede llegar a ser algo con el tiempo, cuando se vea libre de las disparatadas ideas que ahora le obsesionan. Está anhelante de vida. En tales circunstancias, todos los hombres como él son cobardes… ¡En fin, que el diablo le lleve! ¡Qué me importa a mí lo que haga o deje de hacer!

El sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunia fue esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.

«¡No, hay que terminar! —se dijo, volviendo en sí—. Pensemos en otra cosa. Es verdaderamente extraño y curioso que yo no haya odiado jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de nadie. Esto es mala señal… ¡Cuántas promesas le he hecho! Esa mujer podría haberme gobernado a su antojo.»

Se detuvo y apretó los dientes. La imagen de Dunetchka surgió ante él tal como la había visto en el momento de hacer el primer disparo. Después había tenido miedo, había bajado el revólver y se había quedado mirándole como petrificada por el espanto. Entonces él habría podido cogerla, y no una, sino dos veces, sin que ella hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin embargo, él la avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en aquel momento su corazón se había conmovido.

«¡Diablo! ¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una vez!»

Ya empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó que algo corría sobre la cubierta, a lo largo de su brazo y de su pierna.

«¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y…»

No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó a un lado la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío, empezó a inspeccionar la cama.

De súbito vio que un ratón saltaba sobre la sábana. Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas direcciones, burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo de la almohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo, pero notó que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó. La oscuridadreinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como poco antes.

Fuera seguía rugiendo el viento.

«¡Esto es insufrible!» se dijo con los nervios crispados.

Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la ventana.

«Es preferible no dormir», decidió.

De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la bujía.

No pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una especie de letargo.

Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que seguía agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un día de fiesta: la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas de mármol, cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume embriagador.

Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el mirador…El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado. Por las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza sin límites.

Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenía catorce años y había sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de terror su conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa…Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a tientas la falleba y abrió. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una especie de jardín…, probablemente un jardín de recreo. Durante el día se cantarían allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora los árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de caverna y las cosas eran manchas oscuras apenas perceptibles.

Svidrigailof estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la ventana mirando aquellas tinieblas. De pronto resonó un cañonazo en la noche, al que siguió otro inmediatamente.

«La señal de que sube el agua —pensó—. Dentro de unas horas, las partes bajas de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las cuevas serán arrastradas por la corriente y, en medio del viento y la lluvia, los hombres, calados hasta los huesos, empezarán a transportar, entre juramentos, todos sus trastos a los pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»

En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resonaron tres poderosas y apremiantes campanadas.

«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski. Allí elegiré un gran árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de diminutas gotas caerán sobre mi cabeza.»

Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo con la palmatoria en la mano. Se proponía despertar al mozo, que sin duda dormiría en un rincón, entre un montón de trastos viejos, pagar la cuenta y salir del hotel.

«He escogido el mejor momento —se dijo—. Imposible encontrar otro más indicado.»

Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor sin ver a nadie. Al fin descubrió en un rincón oscuro, entre un viejo armario y una puerta, una forma extraña que le pareció dotada de vida. Se inclinó y, a la luz de la bujía, vio a una niña de unos cuatro años, o cinco a lo sumo. Lloraba entre temblores y sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a Svidrigailof, sino que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en sus grandes ojos negros, respirando profundamente de vez en cuando, como ocurre a los niños que, después de haber llorado largamente, empiezan a consolarse y sólo de tarde en tarde le acometen de nuevo los sollozos. La niña estaba helada y en su fina carita había una mortal palidez. ¿Por qué estaba allí?

Por lo visto, no había dormido en toda la noche. De pronto se animó y, con suvocecita infantil y a una velocidad vertiginosa, empezó a contar una historia en la que salía a relucir una taza que ella había roto y el temor de que su madre le pegara. La niña hablaba sin cesar.

Svidrigailof dedujo que se trataba de una niña a la que su madre no quería demasiado. Ésta debía de ser una cocinera del barrio, tal vez del hotel mismo, aficionada a la bebida y que solía maltratar a la pobre criatura. La niña había roto una taza y había huido presa de terror. Sin duda había estado vagando largo rato por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado en el hotel para refugiarse en aquel rincón, junto al armario, donde había pasado la noche temblando de frío y de miedo ante la idea del duro castigo que le esperaba por su fechoría.

La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la cama y empezó a desnudarla. No llevaba medias y sus agujereados zapatos estaban tan empapados como si hubieran pasado una noche entera dentro del agua.

Cuando le hubo quitado el vestido, la acostó y la tapó cuidadosamente con la ropa de la cama. La niña se durmió en seguida. Svidrigailof volvió a sus sombríos pensamientos.

«¿Para qué me habré metido en esto? —se dijo con una sensación opresiva y un sentimiento de cólera—. ¡Qué absurdo!»

Cogió la bujía para volver a buscar al mozo y marcharse cuanto antes.

«Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el momento de abrir la puerta.

Pero volvió atrás para ver si la niña dormía tranquilamente. Levantó el embozo con cuidado. La chiquilla estaba sumida en un plácido sueño. Había entrado en calor y sus pálidas mejillas se habían coloreado. Pero, cosa extraña, el color de aquella carita era mucho más vivo que el que vemos en los niños ordinariamente.

«Es el color de la fiebre», pensó Svidrigailof.

Aquella niña tenía el aspecto de haber bebido, de haberse bebido un vaso de vino entero. Sus purpúreos labios parecían arder… ¿Pero qué era aquello?

De pronto le pareció que las negras y largas pestañas de la niña oscilaban y se levantaban ligeramente. Los entreabiertos párpados dejaron escapar una mirada penetrante, maliciosa y que no tenía nada de infantil. ¿Era que la niña fingía dormir? Sí, no cabía duda. Su boquita sonrió y las comisuras de sus labios temblaron en un deseo reprimido de reír. Y he aquí que de improviso deja de contenerse y se ríe francamente. Algo desvergonzado, provocativo, aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la expresión del vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se abren francamente, enteramente, y envuelven a Svidrigailof en una mirada ardiente y lasciva, dealegre invitación…La carita infantil tiene un algo repugnante con su expresión de lujuria.

«¿Cómo es posible que a los cinco años…? —piensa, horrorizado—. Pero ¿qué otra cosa puede ser?»

La niña vuelve hacia él su rostro ardiente y le tiende los brazos.

Svidrigailof lanza una exclamación de espanto, levanta la mano, amenazador…, y en este momento se despierta.

Vio que seguía acostado, bien cubierto por las ropas de la cama. La vela no estaba encendida y en la ventana apuntaba la luz del amanecer.

«Me he pasado la noche en una continua pesadilla.»

Se incorporó y advirtió, indignado, que tenía el cuerpo dolorido. En el exterior reinaba una espesa niebla que impedía ver nada. Eran cerca de las cinco. Había dormido demasiado. Se levantó, se puso la americana y el abrigo, húmedos todavía, palpó el revólver guardado en el bolsillo, lo sacó y se aseguró de que la bala estaba bien colocada. Luego se sentó ante la mesa, sacó un cuaderno de notas y escribió en la primera página varias líneas en gruesos caracteres. Después de leerlas, se acodó en la mesa y quedó pensativo. El revólver y el cuaderno de notas estaban sobre la mesa, cerca de él. Las moscas habían invadido el trozo de carne que había quedado intacto. Las estuvo mirando un buen rato y luego empezó a cazarlas con la mano derecha. Al fin se asombró de dedicarse a semejante ocupación en aquellos momentos; volvió en sí, se estremeció y salió de la habitación con paso firme. Un minuto después estaba en la calle. Una niebla opaca y densa flotaba sobre la ciudad.

Svidrigailof se dirigió al Pequeño Neva por el sucio y resbaladizo pavimento de madera, y mientras avanzaba veía con la imaginación la crecida nocturna del río, la isla Petrovski, con sus senderos empapados, su hierba húmeda, sus sotos, sus macizos cargados de agua y, en fin, aquel árbol…Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los edificios junto a los cuales pasaba, para desviar el curso de sus ideas.

La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas bajas, de un amarillo intenso, con sus ventanas y sus postigos cerrados tenían un aspecto sucio y triste. El frío y la humedad penetraban en el cuerpo de Svidrigailof y lo estremecían. De vez en cuando veía un rótulo y lo leía detenidamente. Al fin terminó el pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran edificio de piedra. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el rabo entre piernas. En medio de la acera, tendido de bruces, había un borracho. Lo miró un momento y continuó su camino.

A su izquierda se alzaba una torre.«He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovski? Aquí, por lo menos, tendré un testigo oficial.»

Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio coronado por la torre.

Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un casco en la cabeza. Su rostro expresaba esa arisca tristeza que es un rasgo secular en la raza judía.

Los dos se examinaron un momento en silencio. Al soldado acabó por parecerle extraño que aquel desconocido que no estaba borracho se hubiera detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir nada.

—¿Qué quiere usted? —preguntó ceceando y sin hacer el menor
movimiento.

—Nada, amigo mío —respondió Svidrigailof—. Buenos días.

—Siga su camino.

—¿Mi camino? Me voy al extranjero.

—¿Al extranjero?

—A América.

—¿A América?

Svidrigailof sacó el revólver del bolsillo y lo preparó para disparar. El soldado arqueó las cejas.

—Oiga, aquí no quiero bromas —ceceó.

—¿Por qué?

—Porque no es lugar a propósito.

—El sitio es excelente, amigo mío. Si alguien te pregunta, tú le dices que me he marchado a América.

Y apoyó el cañón del revólver en su sien derecha.

—¡Eh, eh! —exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una expresión de terror—. Ya le he dicho que éste no es sitio para bromas.

Svidrigailof oprimió el gatillo.

CAPÍTULO 7

Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikof se dirigía a la vivienda de su madre y de su hermana. Ahora habitaban en el edificio Bakaleev, donde ocupaban las habitaciones recomendadas por Rasumikhine.

La entrada de este departamento daba a la calle. Raskolnikof estaba ya muy cerca cuando empezó a vacilar. ¿Entraría? Sí, por nada del mundo volvería atrás. Su resolución era inquebrantable.

«No saben nada —pensó—, y están acostumbradas a considerarme como un tipo raro.»

Tenía un aspecto lamentable: sus ropas estaban empapadas, sucias de barro, llenas de desgarrones. Tenía el rostro desfigurado por la lucha que se estaba librando en su interior desde hacía veinticuatro horas. Había pasado la noche a solas consigo mismo Dios sabía dónde. Pero había tomado una decisión y la cumpliría.

Llamó a la puerta. Le abrió su madre, pues Dunetchka había salido.

Tampoco estaba en casa la sirvienta. En el primer momento, Pulqueria Alejandrovna enmudeció de alegría. Después le cogió de la mano y le hizo entrar.

—¡Al fin! —exclamó con voz alterada por la emoción—. Perdóname, Rodia, que te reciba derramando lágrimas como una tonta. No creas que lloro: estas lágrimas son de alegría. Te aseguro que no estoy triste, sino muy contenta, y cuando lo estoy no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas. Desde la muerte de tu padre, las derramo por cualquier cosa…

Siéntate, hijo: estás fatigado. ¡Oh, cómo vas!

—Es que ayer me mojé —dijo Raskolnikof.

—¡Bueno, nada de explicaciones! —replicó al punto Pulqueria Alejandrovna—. No te inquietes, que no te voy a abrumar con mil preguntas de mujer curiosa. Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy iniciada en las costumbres de Petersburgo y ya veo que la gente de aquí es más inteligente que la de nuestro pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus ideas y de que no tengo ningún derecho a pedirte cuentas…Sabe Dios los proyectos que tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación…Por lo tanto, no quiero molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece…? ¡Ah, qué ridícula soy! No hago más que hablar y hablar como una imbécil…Oye, Rodia: voy a leer por tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista.

Nos lo trajo Dmitri Prokofitch. Ha sido para mí una revelación. «Ahí tienes, estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo —me dije—. Todos los sabios son así. Tiene ideas nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas en distraerlo y atormentarlo…En tu artículo hay muchas cosas que no comprendo, pero esto no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que soy.—Enséñame ese artículo, mamá.

Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su situación y de su estado de ánimo, experimentó el profundo placer que siente todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor es un joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento. Después de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra le estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas que se habían librado en su alma durante los últimos meses. Arrojó la revista sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.

—Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocuparás uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo de la ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo que sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender lo que es la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka parecía creerlo. ¿Qué me dices a esto…? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a una revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún día te enseñaré, y después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo imploramos al cielo que los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos días, Rodia, me apenaba verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera, pero ahora me doy cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con tu talento, podrás obtener cuanto desees tan pronto como te lo propongas. Sin duda, por el momento te tienen sin cuidado estas cosas, pues otras más importantes ocupan tu imaginación.

—¿Y Dunia, mamá?

—No está, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch tiene la bondad de venir a hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te aprecia de veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten sus cuidados. No me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gusta tener secretos para mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy convencida de que Dunetchka es demasiado inteligente para…Por lo demás, nos quiere…Pero no sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está ausente durante esta visita tuya que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva le diré: «Tu hermano ha venido cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has estado?» Tú, Rodia, no te preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es imposible venir, no te inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y oiré hablar de ti a todo el mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo desear? Hoy, por ejemplo, has venido a consolar a tu madre…

Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.

—¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodia: estoy loca.Se levantó precipitadamente y exclamó:

—¡Dios mío! Tenemos café y no te he dado. ¡Lo que es el egoísmo de las viejas! Un momento, un momento…

—No, mamá, no me des café. Me voy en seguida. Escúchame, te ruego que me escuches.

Pulqueria Alejandrovna se acercó tímidamente a su hijo. —Mamá, ocurra lo que ocurra y oigas decir de mí lo que oigas, ¿me seguirás queriendo como me quieres ahora? —preguntó Rodia, llevado de su emoción y sin medir el alcance de sus palabras.

—Pero, Rodia, ¿qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Quién se atreverá a decirme nada contra ti? Si alguien lo hiciera, me negaría a escucharle y le volvería la espalda.

—He venido a decirte que te he querido siempre y que soy feliz al pensar que no estás sola ni siquiera cuando Dunia se ausenta. Por desgraciada que seas, piensa que tu hijo te quiere más que a sí mismo y que todo lo que hayas podido pensar sobre mi crueldad y mi indiferencia hacia ti ha sido un error.

Nunca dejaré de quererte…Y basta ya. He comprendido que debía hablarte así,
darte esta explicación.

Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón mientras lloraba en silencio.

—No sé qué te pasa, Rodia —dijo al fin—. Creía sencillamente que nuestra presencia te molestaba, pero ahora veo que te acecha una gran desgracia y que esta amenaza te llena de angustia. Hace tiempo que lo sospechaba, Rodia. Perdona que te hable de esto, pero no se me va de la cabeza e incluso me quita el sueño. Esta noche tu hermana ha soñado en voz alta y sólo hablaba de ti. He oído algunas palabras, pero no he comprendido nada absolutamente. Desde esta mañana me he sentido como el condenado a muerte que espera el momento de la ejecución. Tenía el presentimiento de que ocurriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Rodia, ¿dónde vas? Pues vas a emprender un viaje, ¿verdad?

—Sí.

—Me lo figuraba. Pero puedo acompañarte. Y Dunia también. Te quiere mucho. Además, puede venir con nosotros Sonia Simonovna. De buen grado la aceptaría como hija. Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los preparativos…Pero dime: ¿adónde vas?

—Adiós.

—Pero ¿te vas hoy mismo? —exclamó como si fuera a perder a su hijo para siempre.—No puedo estar más tiempo aquí. He de partir en seguida.

—¿No puedo acompañarte?

—No. Arrodíllate y ruega a Dios por mí. Tal vez te escuche.

—Deja que te dé mi bendición…Así… ¡Señor, Señor…!

Rodia se felicitaba de que nadie, ni siquiera su hermana, estuviera presente en aquella entrevista. De súbito, tras aquel horrible período de su vida, su corazón se había ablandado. Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a besarlos. Después los dos se abrazaron y lloraron. La madre ya no daba muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que sospechaba que su hijo atravesaba una crisis terrible y comprendía que había llegado el momento decisivo.

—Rodia, hijo mío, mi primer hijo —decía entre sollozos—, ahora te veo como cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus caricias.

Entonces, cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nuestras penas. Después, cuando el pobre ya había muerto, ¡cuántas veces lloramos juntos ante su tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que no ceso de llorar es porque mi corazón de madre se sentía torturado por terribles presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma tarde de nuestra llegada a Petersburgo, tu cara me anunció algo tan doloroso, que mi corazón se paralizó, y hoy, cuando te he abierto la puerta y te he visto, he comprendido que el momento fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que no partes en seguida?

—No.

—¿Volverás?

—Si.

—No te enfades, Rodia; no quiero interrogarte; no me atrevo a hacerlo.

Pero quisiera que me dijeses una cosa: ¿vas muy lejos?

—Sí, muy lejos.

—¿Tendrás allí un empleo, una posición?

—Tendré lo que Dios quiera. Ruega por mí.

Raskolnikof se dirigió a la puerta, pero ella lo cogió del brazo y lo miró desesperadamente a los ojos. Sus facciones reflejaban un espantoso sufrimiento.

—Basta, mamá.

En aquel momento se arrepentía profundamente de haber ido a verla.

—No te vas para siempre, ¿verdad? Vendrás mañana, ¿no es cierto?—Sí, sí. Adiós.

Y huyó.

La tarde era tibia, luminosa. Pasada la mañana, el tiempo se había ido despejando. Raskolnikof deseaba volver a su casa cuanto antes. Quería dejarlo todo terminado antes de la puesta del sol y su mayor deseo era no encontrarse con nadie por el camino.

Al subir la escalera advirtió que Nastasia, ocupada en preparar el té en la cocina, suspendía su trabajo para seguirle con la mirada.

«¿Habrá alguien en mi habitación?», se preguntó Raskolnikof, y pensó en el odioso Porfirio.

Pero cuando abrió la puerta de su aposento vio a Dunetchka sentada en el diván. Estaba pensativa y debía de esperarle desde hacía largo rato. Rodia se detuvo en el umbral. Ella se estremeció y se puso en pie. Su inmóvil mirada se fijó en su hermano: expresaba espanto y un dolor infinito. Esta mirada bastó para que Raskolnikof comprendiera que Dunia lo sabía todo.

—¿Debo entrar o marcharme? —preguntó el joven en un tono de desafío.

—He pasado el día en casa de Sonia Simonovna. Allí te esperábamos las dos. Confiábamos en que vendrías.

Raskolnikof entró en la habitación y se dejó caer en una silla, extenuado.

—Me siento débil, Dunia. Estoy muy fatigado y, sobre todo en este momento, necesitaría disponer de todas mis fuerzas.

Él le dirigió de nuevo una mirada retadora.

—¿Dónde has pasado la noche? —preguntó Dunia.

—No lo recuerdo. Lo único que me ha quedado en la memoria es que tenía el propósito de tomar una determinación definitiva y paseaba a lo largo del Neva. Quería terminar, pero no me he decidido.

Al decir esto, miraba escrutadoramente a su hermana.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Dunia—. Eso era precisamente lo que temíamos Sonia Simonovna y yo. Eso demuestra que aún crees en la vida.

¡Alabado sea Dios!

Raskolnikof sonrió amargamente.

—No creo en la vida. Pero hace un momento he hablado con nuestra madre y nos hemos abrazado llorando. Soy un incrédulo, pero le he pedido que rezara por mí. Sólo Dios sabe cómo ha podido suceder esto, Dunetchka, pues yo no comprendo nada.—¿Cómo? ¿Has estado hablando con nuestra madre? —exclamó Dunetchka, aterrada—. ¿Habrás sido capaz de decírselo todo?

—No, yo no le he dicho nada claramente; pero ella sabe muchas cosas. Te ha oído soñar en voz alta la noche pasada. Estoy seguro de que está enterada de buena parte del asunto. Tal vez he hecho mal en ir a verla. Ni yo mismo sé por qué he ido. Soy un hombre vil, Dunia.

—Sí, pero dispuesto a ir en busca de la expiación. Porque irás, ¿verdad?

—Sí: iré en seguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al río, pero en el momento en que iba a hacerlo me dije que siempre me había considerado como un hombre fuerte y que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. ¿Es esto un acto de valor, Dunia?

—Sí, Rodia.

En los turbios ojos de Raskolnikof fulguró una especie de relámpago. Se sentía feliz al pensar que no había perdido la arrogancia.

—No creas, Dunia, que tuve miedo a morir ahogado —dijo, mirando a su hermana con una sonrisa horrible.

—¡Basta, Rodia! —exclamó la joven con un gesto de dolor.

Hubo un largo silencio. Raskolnikof tenía la mirada fija en el suelo.

Dunetchka, en pie al otro lado de la mesa, le miraba con una expresión de amargura indecible. De pronto, Rodia se levantó.

—Es ya tarde. Tengo que ir a entregarme. Aunque no sé por qué lo hago.

Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Dunia.

—Estás llorando, hermana mía. Pero me pregunto si querrás darme la mano.

—¿Lo dudas?

Lo estrechó fuertemente contra su pecho.

—Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen? —exclamó, cerrando más todavía el cerco de sus brazos y besando a Rodia.

—¿Mi crimen? ¿Qué crimen? —exclamó el joven en un repentino acceso de furor—. ¿El de haber matado a un gusano venenoso, a una vieja usurera que hacía daño a todo el mundo, a un vampiro que chupaba la sangre a los necesitados? Un crimen así basta para borrar cuarenta pecados. No creo haber cometido ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de gritar por todas partes: «¡Has cometido un crimen!»? Ahora que me he decidido a afrontar este vano deshonor me doy cuenta de lo absurdo de mi proceder. Sólopor cobardía y por debilidad voy a dar este paso…, o tal vez por el interés de que me habló Porfirio.

—Pero ¿qué dices, Rodia? —exclamó Dunia, consternada—. Has derramado sangre.

—Sangre…, sangre…—exclamó el joven con creciente vehemencia—.Todo el mundo la ha derramado. La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la tierra. Los hombres que la vierten como el agua obtienen un puesto en el Capitolio y el título de bienhechores de la humanidad. Analiza un poco las cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares de miles de buenas acciones habrían compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen estúpidos. Yo pretendía solamente obtener la independencia, asegurar mis primeros pasos en la vida. Después lo habría reparado todo con buenas acciones de gran alcance.

Pero fracasé desde el primer momento, y por eso me consideran un miserable.

Si hubiese triunfado, me habrían tejido coronas; en cambio, ahora creen que sólo sirvo para que me echen a los perros.

—Pero ¿qué dices, Rodia?

—Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más glorioso bombardear una ciudad sitiada que asesinar a alguien a hachazos.

El respeto a la ética es el primer signo de impotencia. Jamás he estado tan convencido de ello como ahora. No puedo comprender, y cada vez lo comprendo menos, cuál es mi crimen.

Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas últimas palabras, su mirada se cruzó casualmente con la de su hermana y leyó en ella un sufrimiento tan espantoso, que su exaltación se desvaneció en un instante. No pudo menos de decirse que había hecho desgraciadas a aquellas dos pobres mujeres, pues no cabía duda de que él era el causante de sus sufrimientos.

—Querida Dunia, si soy culpable, perdóname…, aunque esto es imposible si soy verdaderamente un criminal…Adiós; no discutamos más. Tengo que marcharme en seguida. Te ruego que no me sigas. Tengo que pasar todavía por casa de…Ve a hacer compañía a nuestra madre, te lo suplico. Es el último ruego que te hago. No la dejes sola. La he dejado hundida en una angustia a la que difícilmente se podrá sobreponer. Se morirá o perderá la razón. No te muevas de su lado. Rasumikhine no os abandonará. He hablado con él. No te aflijas. Me esforzaré por ser valeroso y honrado durante toda mi vida, aunque sea un asesino. Es posible que oigas hablar de mí todavía. Ya verás como no tendréis que avergonzaros de mí. Todavía intentaré algo. Y ahora, adiós.Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña expresión en los ojos de Dunia mientras le hacía sus últimas promesas.

—¿Por qué lloras? No llores, Dunia, no llores: algún día nos volveremos a ver… ¡Ah, espera! Se me olvidaba.

Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió y sacó un pequeño retrato pintado a la acuarela sobre una lámina de marfil. Era la imagen de la hija de su patrona, su antigua prometida, aquella extraña joven que soñaba con entrar en un convento y que había muerto consumida por la fiebre. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunia.

—Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé —dijo, recordando —. Le confié gran parte de mi proyecto, del plan que tuvo un resultado tan lamentable. Pero tranquilízate, Dunia: ella se rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Ahora celebro que haya muerto.

Después volvió a sus inquietudes.

—Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que voy a dar y que motivará un cambio completo de mi vida. ¿Estoy preparado para sufrir las consecuencias de la resolución que voy a llevar a cabo? Me dicen que es necesario que pase por ese trance. Pero ¿es realmente preciso? ¿De qué me servirán esos absurdos sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué necesidad tendré de vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte años de penalidades? ¿Y por qué he de entregarme ahora voluntariamente a semejante vida…? Bien me he dado cuenta esta mañana de que era un cobarde cuando vacilaba en arrojarme al Neva.

Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su hermano había podido sostener a Dunia.

Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no más de cincuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por última vez. Y él, cuando llegó a la esquina, se volvió también. Sus miradas se cruzaron, y Raskolnikof, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.

«Soy duro, soy malo; no me cabe duda —se dijo avergonzado de su brusco ademán—; pero ¿por qué me quieren tanto si no lo merezco? ¡Ah, si yo hubiera estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo por nadie! Entonces todo habría sido distinto. Me gustaría saber si en quince o veinte años me convertiré en un hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante toda esa gente que me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren enviarme a presidio; no desean otra cosa…Miradlos llenando las calles en interminables oleadas. Todos, desde el primero hasta el último, son unos miserables, unoscanallas de nacimiento y, sobre todo, unos idiotas. Si alguien intentara librarme del presidio, sentirían una indignación rayana en la ferocidad. ¡Cómo los odio!»

Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente un día en que se sometería ante todos y aceptaría su propia suerte sin razonar, con una resignación y una humildad sinceras.

«¿Por qué no? —se dijo—. Un yugo de veinte años ha de terminar por destrozar a un hombre. La gota de agua horada la piedra. ¿Y para qué vivir, para qué quiero yo la vida, sabiendo que las cosas han de ocurrir de este modo? ¿Por qué voy a entregarme cuando estoy convencido de que todo ha de pasar así y no puedo esperar otra cosa?»

Más de cien veces se había hecho esta pregunta desde el día anterior. Sin embargo, continuaba su camino.

CAPÍTULO 8

Caía la tarde cuando llegó a casa de Sonia Simonovna. La joven le había estado esperando todo el día, presa de una angustia espantosa. Dunia había compartido esta ansiedad. Al recordar que el día anterior Svidrigailof le había dicho que Sonia Simonovna lo sabía todo, Dunetchka había ido a verla aquella misma mañana. No entraremos en detalles sobre la conversación que sostuvieron las dos mujeres, las lágrimas que derramaron ni la amistad que nació entre ellas.

En esta entrevista, Dunia obtuvo el convencimiento de que su hermano no estaría nunca solo. Sonia había sido la primera en recibir su confesión: Rodia se había dirigido a ella cuando sintió la necesidad de confiar su secreto a un ser humano. A cualquier parte que el destino le llevara, ella le seguiría.

Avdotia Romanovna no había interrogado sobre este punto a Sonetchka, pero estaba segura de que procedería así. Miraba a la muchacha con una especie de veneración que la confundía. La pobre Sonia, que se consideraba indigna de mirar a Dunia, se sentía tan avergonzada, que poco faltaba para que se echase a llorar. Desde el día en que se vieron en casa de Raskolnikof, la imagen de la encantadora muchacha que tan humildemente la había saludado había quedado grabada en el alma de Dunia como una de las más bellas y puras que había visto en su vida.

Al fin, Dunetchka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había dejado a Sonia y se había dirigido a casa de su hermano para esperarlo allí, segura de que al fin llegaría.Apenas volvió a verse sola, Sonia sintió una profunda intranquilidad ante la idea de que Raskolnikof podía haberse suicidado. Este temor atormentaba también a Dunia. Durante todo el día, mientras estuvieron juntas, se habían dado mil razones para rechazar semejante posibilidad y habían conseguido conservar en parte la calma, pero apenas se hubieron separado, la inquietud renació por entero en el corazón de una y otra. Sonia se acordó de que Svidrigailof le había dicho que Raskolnikof sólo tenía dos soluciones: Siberia o…Por otra parte, sabía que Rodia tenía un orgullo desmedido y carecía de sentimientos religiosos.

«¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muerte?», se preguntó de pie junto a la ventana y mirando tristemente al exterior.

Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al fin, cuando ya no abrigaba la menor duda acerca de la muerte del desgraciado, éste apareció.

Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonia, pero cuando hubo observado atentamente la cara de Raskolnikof, la joven palideció.

—Aquí me tienes, Sonia —dijo Rodion Romanovitch con una sonrisa de burla—. Vengo en busca de tus cruces. Tú misma me enviaste a confesar mi delito públicamente por las esquinas. ¿Por qué tienes miedo ahora?

Sonia le miraba con un gesto de estupor. Su acento le parecía extraño. Un estremecimiento glacial le recorrió todo el cuerpo. Pero en seguida advirtió que aquel tono, e incluso las mismas palabras, era una ficción de Rodia.

Además, Raskolnikof, mientras le hablaba, evitaba que sus ojos se encontraran con los de ella.

—He pensado, Sonia, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una circunstancia que…Pero esto sería demasiado largo de contar, demasiado largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me irrita pensar que dentro de unos instantes todos esos brutos me rodearán, fijarán sus ojos en mí y me harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar. Me apuntarán con el dedo…No iré a ver a Porfirio. Lo tengo atragantado. Prefiero presentarme a mi amigo el «teniente Pólvora». Se quedará boquiabierto. Será un golpe teatral.

Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado nervioso en estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de levantar el puño a mi hermana porque se ha vuelto para verme por última vez. Es una vergüenza sentirse tan vil. He caído muy bajo…Bueno, ¿dónde están esas cruces?

Raskolnikof estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento ni fijar su pensamiento en ninguna idea. Su mente pasaba de una cosa a otra en repentinos saltos. Empezaba a desvariar y sus manos temblaban ligeramente. Sonia, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera de ciprés y la otra de cobre. Luego se santiguó, bendijo a Rodia y le colgó del cuello la cruz de madera.

—En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz.

¡Je, je! Como si fuera poco lo que he sufrido hasta hoy…Una cruz de madera, es decir, la cruz de los pobres. La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la quedas para ti. Déjame verla. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento.

¿Verdad que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora en mi cuello…Pero no digo más que tonterías y me olvido de las cosas importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para prevenirte, para que lo sepas todo…Para eso y nada más…Pero no, creo que quería decirte algo más…Tú misma has querido que diera este paso. Ahora me meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido…Pero ¿por qué lloras?

¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!

Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte presión en el pecho.

«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? —pensó—. ¿Qué soy yo para ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si fuera mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera…?»

—Santíguate…Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración — suplicó la muchacha con voz humilde y temblorosa.

—Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo corazón.

Pero no era exactamente esto lo que quería decir.

Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonia cogió su chal y se envolvió con él la cabeza. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Raskolnikof pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a sentirse incapaz de fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió una profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido, que Sonia se disponía a acompañarle.

—¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo —dijo, irritado, mientras se dirigía a la puerta—. No necesito acompañamiento —gruñó al cruzar el umbral.

Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le había dicho adiós: se había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de rebeldía llenaba su corazón.«¿Debo hacerlo? —se preguntó mientras bajaba la escalera—. ¿No sería preferible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme?

Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las vacilaciones había pasado.

Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la joven, con el chal en la cabeza, había quedado clavada en el suelo al oír su grito de furor…Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado rondando vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.

«¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué asunto? No tengo ninguno. ¿Para anunciarle que iba a presentarme? ¡Como si esto fuera necesario! ¿Será que la amo? No puede ser, puesto que acabo de rechazarla como a un perro. ¿Acaso tenía yo alguna necesidad de la cruz?

¡Qué bajo he caído! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era recrearme ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su desgarrado corazón. Además, deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar tiempo y contemplar un rostro humano… ¡Y he osado enorgullecerme, creerme llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué cobarde soy!

Avanzaba a lo largo del malecón del canal y ya estaba muy cerca del término de su camino. Pero al llegar al puente se detuvo, vaciló un momento y, de pronto, se dirigió a la plaza del Mercado.

Miraba ávidamente a derecha e izquierda. Se esforzaba por examinar atentamente las cosas más insignificantes que encontraba en su camino, pero no podía fijar la atención: todo parecía huir de su mente.

«Dentro de una semana o de un mes —se dijo— volveré a pasar este puente en un coche celular… ¿Cómo miraré entonces el canal? ¿Volveré a fijarme en el rótulo que ahora estoy leyendo? En él veo la palabra "Compañía". ¿Leeré las letras una a una como ahora? Esa "a" que ahora estoy viendo, ¿me parecerá la misma dentro de un mes? ¿Qué sentiré cuando la mire? ¿Qué pensaré entonces? ¡Dios mío, qué mezquinas son estas preocupaciones…! Verdaderamente, todo esto debe de ser curioso…dentro de su género… ¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosas se me ocurren! Estoy haciendo el niño y me gusta mostrarme así a mí mismo… ¿Por qué he de avergonzarme de mis pensamientos…? ¡Qué barahúnda…! Ese gordinflón, que sin duda es alemán, acaba de empujarme, pero ¡qué lejos está de saber a quién ha empujado! Esa mujer que tiene un niño en brazos y pide limosna me cree, no cabe duda más feliz que ella. Sería chocante que pudiera socorrerla… ¡Pero si llevo cinco kopeks en el bolsillo! ¿Cómo diablo habrán venido a parar aquí?»

—Toma, hermana.—Que Dios se lo pague —dijo con voz lastimera la mendiga.

Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse con aquella multitud, sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta.

Habría dado cualquier cosa por estar solo, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un borracho se entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo único que conseguía era caer. Los curiosos le habían rodeado.

Raskolnikof se abrió paso entre ellos y llegó a la primera fila. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente. Poco después se olvidó de todo. Estuvo aún un momento mirando al hombre bebido y luego se alejó del grupo sin darse cuenta del lugar donde se hallaba. Pero, al llegar al centro de la plaza, le asaltó una sensación que se apoderó de todo su ser.

Acababa de acordarse de estas palabras de Sonia: «Ve a la primera esquina, saluda a la gente, besa la tierra que has mancillado con tu crimen y di en voz alta, para que todo el mundo te oiga: "¡Soy un asesino!"»

Ante este recuerdo empezó a temblar de pies a cabeza. Estaba tan aniquilado por las inquietudes de los días últimos y, sobre todo, de las últimas horas, que se abandonó ávidamente a la esperanza de una sensación nueva, fuerte y profunda. La sensación se apoderó de él con tal fuerza, que sacudió su cuerpo, iluminó su corazón como una centella y al punto se convirtió en fuego devorador. Una inmensa ternura se adueñó de él; las lágrimas brotaron de sus ojos. Sin vacilar, se dejó caer de rodillas en el suelo, se inclinó y besó la tierra, el barro, con verdadero placer. Después se levantó y en seguida volvió a arrodillarse.

—¡Éste ha bebido lo suyo! —dijo un joven que pasaba cerca.

El comentario fue acogido con grandes carcajadas.

—Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos —dijo otro, que había bebido más de la cuenta—, y que se despide de sus amados hijos y de su patria. Saluda a todos y besa el suelo patrio en su capital, San Petersburgo.

—Es todavía joven —observó un tercero.

—Es un noble —dijo una voz grave.

—Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.

Estos comentarios detuvieron en los labios de Raskolnikof las palabras «Soy un asesino» que se disponía a pronunciar. Sin embargo, soportó con gran calma las burlas de la multitud, se levantó y, sin volverse, echó a andar hacia la comisaría.Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba.

En el momento en que se había arrodillado por segunda vez en la plaza del Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas de madera que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su Calvario.

En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo. Este convencimiento le trastornó, pero en seguida advirtió que había llegado al término fatal de su camino.

Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el tercer piso.

«El tiempo que tarde en subir me pertenece», se dijo.

El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.

Encontró la escalera como la vez anterior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los rellanos. Raskolnikof no había vuelto a la comisaría desde su primera visita.

Sus piernas se negaban a obedecerle y le impedían avanzar. Se detuvo un momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.

«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? —se preguntó de pronto—. De todas formas, he de apurar la copa. ¿Qué importa, pues, el modo de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido, más mérito tendrá mi sacrificio.»

Pensó de pronto en Ilia Petrovitch, el «teniente Pólvora».

«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a Nikodim Fomitch, por ejemplo? ¿Y si volviera atrás y fuese a visitar al comisario de policía en su domicilio? Entonces la escena se desarrollaría de un modo menos oficial y menos…No, no; me enfrentaré con el "teniente Pólvora". Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.»

Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría.

Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo.

Ni siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof pasó a la pieza inmediata.

«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.

Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El comisario, tampoco.—¿No hay nadie? —preguntó al escribiente.

—¿A quién quiere ver?

En esto se dejó oír una voz conocida.

—No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su presencia…, como dice el cuento. Encantado de verle.

Raskolnikof empezó a temblar. El «teniente Pólvora» estaba ante él. Había salido de pronto de la tercera habitación.

«Es el destino —pensó Raskolnikof—. ¿Qué hace este hombre aquí?»

—¿Viene usted a vernos? ¿Con qué objeto?

Parecía estar de excelente humor y bastante animado.

—Si ha venido usted por algún asunto del despacho —continuó—, es demasiado temprano. Yo estoy aquí por casualidad…Dígame: ¿puedo serle útil en algo? Le aseguro, señor… ¡Caramba no me acuerdo del apellido!

Perdóneme…

—Raskolnikof.

—¡Ah, sí! Raskolnikof. Lo siento, pero se me había ido de la memoria…

Le ruego que me perdone, Rodion Ro…Ro…Rodionovitch, ¿no?

—Rodion Romanovitch.

—¡Eso es: Rodion Romanovitch! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado tener noticias de usted con frecuencia. Le aseguro que he lamentado profundamente nuestro comportamiento con usted hace unos días. Después supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su carrera. ¿Y qué escritor joven no ha empezado por…? Tanto mi mujer como yo somos aficionados a la lectura. Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión, una especie de locura, por las letras y las artes…Excepto la nobleza de sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el genio, la sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un sombrero. ¿Qué es un sombrero?

Sencillamente, una cosa que se puede comprar en casa de Zimmermann. Pero lo que queda debajo del sombrero, usted no lo podrá comprar…Le aseguro que incluso estuve a punto de ir a visitarlo, pero me dije que…Bueno, a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea…Su familia está en Petersburgo, ¿verdad?

—Sí, mi madre y mi hermana.

—Incluso he tenido el honor y el placer de conocer a su hermana, persona tan encantadora como instruida. Le confieso que lamento profundamente nuestro altercado. En cuanto a las conjeturas que hicimos sobre sudesvanecimiento, todo ha quedado explicado de un modo que no deja lugar a dudas. Fue una ofuscación, un desatino. Su indignación es muy explicable…

¿Se va usted a mudar a causa de la llegada de su familia?

—No, no; no es eso. Yo venía para…Creía que encontraría aquí a Zamiotof.

—Ya comprendo. He oído decir que eran ustedes amigos. Pues bien, ya no está aquí. Desde anteayer nos vemos privados de sus servicios. Discutió con nosotros y estuvo bastante grosero. Habíamos fundado ciertas esperanzas en él, pero ¡vaya usted a entenderse con nuestra brillante juventud! Se le ha metido en la cabeza presentarse a unos exámenes sólo para poder darse importancia. No tiene nada en común con usted ni con su amigo el señor Rasumikhine. Ustedes viven para la ciencia, y los reveses no pueden abatirlos.

Las diversiones no son nada para ustedes. Nihil esi, como dicen. Ustedes llevan una vida austera, monástica, y un libro, una pluma en la oreja, una indagación científica, bastan para hacerlos felices. Incluso yo, hasta cierto punto… ¿Ha leído usted las Memorias de Livingstone?

—No.

—Yo sí que las he leído. Desde hace algún tiempo, el número de nihilistas ha aumentado considerablemente. Esto es muy comprensible si uno piensa en la época que atravesamos. Pero le digo esto porque…Usted no es nihilista, ¿verdad? Respóndame francamente.

—No lo soy.

—Sea franco, tan franco como lo sería con usted mismo. La obligación es una cosa, y otra la…Creía usted que iba a decir la «amistad», ¿verdad? Pues se ha equivocado: no iba a decir la amistad, sino el sentimiento de hombre y de ciudadano, un sentimiento de humanidad y de amor al Altísimo. Yo soy un personaje oficial, un funcionario, pero no por eso debo ser menos ciudadano y menos hombre…Hablábamos de Zamiotof, ¿verdad? Pues bien, Zamiotof es un muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada. Después de beberse un vaso de champán o de vino del Don en un establecimiento de mala fama, empieza a alborotar. Así es su amigo Zamiotof. Estuve tal vez un poco fuerte con él, pero es que me dejé llevar de mi celo por los intereses del servicio. Por otra parte, yo desempeño cierto papel en la sociedad, tengo una categoría, una posición. Además, estoy casado, soy padre de familia y cumplo mis deberes de hombre y de ciudadano. En cambio, él ¿qué es? Permítame que se lo pregunte. Me dirijo a usted como a un hombre ennoblecido por la educación. ¿Y qué me dice de las comadronas? También se han multiplicado de un modo exorbitante…

Raskolnikof arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión dedesconcierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente acababa de levantarse de la mesa, carecían para él de sentido. Sin embargo, comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una interrogación muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.

—Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos —continuó el inagotable Ilia Petrovitch—. Las llamo a todas comadronas y considero que el nombre les cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina y estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré curar por ninguna de ellas. ¡Je, je!

Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.

—Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué entregarse a ciertos excesos? ¿Por qué insultar a las personas de elevada posición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a mí, pregunto yo…? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del suicidio.

Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan. Muchachas, hombres jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provincias se ha suicidado.

Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballero que se ha levantado la tapa de los sesos esta mañana?

—Svidrigailof —respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.

Raskolnikof se estremeció.

—¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigailof? —exclamó.

—¿Cómo? ¿Le conocía usted?

—Sí…Había llegado hacía poco.

—En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y de pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede usted imaginar…Ha dejado unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría por su propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte. Dicen que tenía dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?

—¿Yo? Pues…Mi hermana fue institutriz en su casa.

—Entonces, usted puede facilitarnos datos sobre él. ¿Sospechaba usted sus propósitos?

—Le vi ayer. Estaba bebiendo champán. No observé en él nada anormal.

Raskolnikof tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su pecho y lo aplastaba.—Otra vez se ha puesto usted pálido. ¡Está tan cargada la atmósfera en estas oficinas!

—Sí —murmuró Raskolnikof—. Me marcho. Perdóneme por haberle
molestado.

—No diga usted eso. Estoy siempre a su disposición. Su visita ha sido para mí una verdadera satisfacción.

Y tendió la mano a Rodion Romanovitch.

—Sólo quería ver a Zamiotof.

—Comprendido. Encantado dé su visita.

—Yo también…he tenido mucho gusto en verle –dijo Raskolnikof con una sonrisa—. Usted siga bien.

Salió de la comisaría con paso vacilante. La cabeza le daba vueltas. Le costaba gran trabajo mantenerse sobre sus piernas. Empezó a bajar la escalera apoyándose en la pared. Le pareció que un ordenanza que subía a la comisaría tropezó con él; que, al llegar al primer piso, oyó ladrar a un perro, y vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para hacerle callar. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a Sonia.

Estaba cerca del portal, y, pálida como una muerta, le miraba con una expresión de extravío. Raskolnikof se detuvo ante ella. Una sombra de sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven. Enlazó las manos, y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodia permaneció un instante inmóvil. Luego sonrió amargamente y volvió a subir a la comisaría.

Ilia Petrovitch, sentado a su mesa, hojeaba un montón de papeles. El mujik que acababa de tropezar con Raskolnikof estaba de pie ante él.

—¿Usted otra vez? ¿Se le ha olvidado algo? ¿Qué le pasa?

Con los labios amoratados y la mirada inmóvil, Raskolnikof se acercó lentamente a la mesa de Ilia Petrovitch, apoyó la mano en ella e intentó hablar, pero ni una sola palabra salió de sus labios: sólo pudo proferir sonidos inarticulados.

—¿Se siente usted mal? ¡Una silla! Siéntese. ¡Traigan agua!

Raskolnikof se dejó caer en la silla sin apartar los ojos del rostro de Ilia Petrovitch, donde se leía una profunda sorpresa. Durante un minuto, los dos se miraron en silencio. Trajeron agua.

—Fui yo…—empezó a decir Raskolnikof.

—Beba.El joven rechazó el vaso y, en voz baja y entrecortada, pero con toda claridad, hizo la siguiente declaración:

—Fui yo quien asesinó a hachazos, para robarles, a la vieja prestamista y a su hermana Lisbeth.

Ilia Petrovitch abrió la boca. Acudió gente de todas partes. Raskolnikof repitió su confesión.

****

EPÍLOGO
PARTE 1

En Siberia, a orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. La ciudad contiene una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En este presidio está desde hace nueve meses el condenado a trabajos forzados de la segunda categoría Rodion Raskolnikof. Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en que cometió su crimen. La instrucción de su proceso no tropezó con dificultades.

El culpable repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin embrollar las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató con todo detalle el asesinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las manos de la vieja, que era, como se recordará, un trocito de madera unido a otro de hierro.

Explicó cómo había cogido las llaves del bolsillo de la muerta y describió minuciosamente tanto el cofre al que las llaves se adaptaban como su contenido.

Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre.

Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta entonces un enigma.

Refirió cómo Koch, seguido muy pronto por el estudiante, había golpeado la puerta y repitió palabra por palabra la conversación que ambos sostuvieron.

Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Mikolka y Mitri y se había escondido en el departamento desalquilado.

Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron encontrados) los objetos y la bolsa robados a la vieja, indicando que tal piedra estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar Vosnesensky.

En una palabra, aclaró todos los puntos. Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que elculpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que ni siquiera pudiera precisar su número.

Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera ignorando lo que contenía. En ella se encontraron trescientos diecisiete rublos y tres piezas de veinte kopeks. Los billetes mayores, por estar colocados sobre los otros, habían sufrido considerables desperfectos al permanecer tanto tiempo bajo la piedra. Se estuvo mucho tiempo tratando de comprender por qué el acusado mentía sobre este punto —pues así lo creían—, habiendo confesado espontáneamente la verdad sobre todos los demás.

Al fin algunos psicólogos admitieron que podía no haber abierto la bolsa y haberse desprendido de ella sin saber lo que contenía, de lo cual se extrajo la conclusión de que el crimen se había cometido bajo la influencia de un ataque de locura pasajera: el culpable se había dejado llevar de la manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado. Fue una buena ocasión para apoyar esa teoría con la que se intenta actualmente explicar ciertos crímenes.

Además, que Raskolnikof era un neurasténico quedó demostrado por las declaraciones de varios testigos: el doctor Zosimof, algunos camaradas de universidad del procesado, su patrona, Nastasia…

Todo esto dio origen a la idea de que Raskolnikof no era un asesino corriente, un ladrón vulgar, sino que su caso era muy distinto. Para decepción de los que opinaban así, el procesado no se aprovechó de ello para defenderse.

Interrogado acerca de los motivos que le habían impulsado al crimen y al robo respondió con brutal franqueza que los móviles habían sido la miseria y el deseo de abrirse paso en la vida con los tres mil rublos como mínimo que esperaba encontrar en casa de la víctima, y que había sido su carácter bajo y ligero, agriado además por los fracasos y las privaciones, lo que había hecho de él un asesino. Y cuando se le preguntó qué era lo que le había impulsado a presentarse a la justicia, contestó que un arrepentimiento sincero. En conjunto, su declaración produjo mal efecto.

Sin embargo, la condena fue menos grave de lo que se esperaba. Tal vez favoreció al acusado el hecho de que, lejos de pretender justificarse, se había dedicado a acumular cargos contra sí mismo. Todas las particularidades extrañas de la causa se tomaron en consideración. El mal estado de salud y la miseria en que se hallaba antes de cometer el crimen no podían ponerse en duda. El hecho de que no se hubiera aprovechado del botín se atribuyó, por una parte, a un remordimiento tardío y, por otra, a un estado de perturbación mental en el momento de cometer el crimen. La muerte impremeditada de Lisbeth fue un detalle favorable a esta última tesis, pues no tenía explicación que un hombre cometiera dos asesinatos ¡habiéndose dejado la puerta abierta!Finalmente, el culpable se había presentado a la justicia por su propio impulso y en un momento en que las falsas declaraciones de un fanático (Nicolás) habían embrollado el proceso y cuando, además, la justicia no sólo no poseía ninguna prueba contra el culpable, sino que ni siquiera sospechaba de él.

(Porfirio Petrovitch había mantenido religiosamente su palabra.)

Todas estas circunstancias contribuyeron considerablemente a suavizar el veredicto. Además, en el curso de los debates se habían puesto en evidencia otros hechos favorables al acusado: los documentos presentados por el estudiante Rasumikhine demostraban que, durante su permanencia en la universidad, el asesino Raskolnikof se había repartido por espacio de seis meses sus escasos recursos, hasta el último kopek, con un compañero necesitado y tuberculoso. Cuando éste murió, Raskolnikof prestó toda la ayuda posible al padre del difunto, un anciano que era ya como un niño y del que su hijo se había tenido que cuidar desde que tenía trece años. Rodia consiguió que lo admitieran en un asilo y más tarde, cuando murió, pagó su entierro.

Todos estos testimonios favorecieron en gran medida al acusado. La viuda de Zarnitzine, su antigua patrona y madre de la difunta prometida, acudió también a declarar y dijo que en la época en que vivía en las Cinco Esquinas, teniendo a Raskolnikof como huésped, una noche se había declarado un incendio en la casa vecina, y su pupilo, con peligro de perder la vida, había salvado a dos niños de las llamas, sufriendo algunas quemaduras. Esta declaración fue escrupulosamente comprobada mediante una encuesta: numerosos testigos certificaron su exactitud. En resumidas cuentas, que el tribunal, teniendo en consideración la declaración espontánea del culpable y sus buenos antecedentes, sólo lo condenó a ocho años de trabajos forzados (segunda categoría).

Apenas comenzaron los debates, la madre de Raskolnikof cayó enferma.

Dunia y Rasumikhine consiguieron mantenerla alejada de Petersburgo durante toda la instrucción del sumario. Dmitri Prokofitch alquiló una casa para las mujeres en un pueblo de las cercanías de la capital por el que pasaba el ferrocarril. Así pudo seguir toda la marcha del proceso y visitar con cierta frecuencia a Avdotia Romanovna. La enfermedad de Pulqueria Alejandrovna era una afección nerviosa bastante rara, acompañada de una perturbación parcial de las facultades mentales.

Al volver a casa tras su última visita a su hermano, Dunia encontró a su madre con fiebre alta y delirando. Aquella misma noche se puso de acuerdo con Rasumikhine sobre lo que debían decir a Pulqueria Alejandrovna cuando les preguntara por Rodia. Urdieron toda una novela en torno a la marcha de Rodion a una provincia de los confines de Rusia con una misión que le reportaría tanto honor como provecho. Pero, para sorpresa de los dos jóvenes, Pulqueria Alejandrovna no les hizo jamás pregunta alguna sobre este punto. Había inventado su propia historia para explicar la marcha precipitada de su hijo. Refería llorando, la escena de la despedida y daba a entender que sólo ella conocía ciertos hechos misteriosos e importantísimos. Afirmaba que Rodia tenía enemigos poderosos de los que se veía obligado a ocultarse, y no dudaba de que alcanzaría una brillante posición cuando lograse allanar ciertas dificultades. Decía a Rasumikhine que su hijo sería un hombre de Estado. Para ello se fundaba en el artículo que había escrito y que denotaba, según ella, un talento literario excepcional. Leía sin cesar este artículo, a veces en voz alta.

No se apartaba de él ni siquiera cuando se iba a dormir. Pero no preguntaba nunca dónde estaba Rodia, aunque el cuidado que tenían su hija y Rasumikhine en eludir esta cuestión debía de parecer sospechosa. El extraño mutismo en que se encerraba Pulqueria Alejandrovna acabó por inquietar a Dunia y a Dmitri Prokofitch. Ni siquiera se quejaba del silencio de su hijo, siendo así que, cuando estaban en el pueblo, vivía de la esperanza de recibir al fin una carta de su querido Rodia. Esto pareció tan inexplicable a Dunia, que la joven llegó a sentirse verdaderamente alarmada. Se dijo que su madre debía de presentir que había ocurrido a Rodia alguna gran desgracia y que no se atrevía a preguntar por temor a oír algo más horrible de lo que ella suponía.

Fuera como fuese, Dunia se daba perfecta cuenta de que su madre tenía trastornado el cerebro. Sin embargo, un par de veces Pulqueria Alejandrovna había conducido la conversación de modo que tuvieran que decirle dónde estaba Rodia. Las vagas e inquietas respuestas que recibió la sumieron en una profunda tristeza y durante mucho tiempo se la vio sombría y taciturna.

Finalmente, Dunia comprendió que mentir continuamente e inventar historia tras historia era demasiado difícil y decidió guardar un silencio absoluto sobre ciertos puntos. Sin embargo, cada vez era más evidente que la pobre madre sospechaba algo horrible. Dunia recordaba perfectamente que, según Rodia le había dicho, su madre la había oído soñar en voz alta la noche que siguió a su conversación con Svidrigailof. Las palabras que había dejado escapar en sueños tal vez habían dado una luz a la pobre mujer. A veces, tras días o semanas de lágrimas y silencio, Pulqueria Alejandrovna se entregaba a una agitación morbosa y empezaba a monologar en voz alta, a hablar de su hijo, de sus esperanzas, del porvenir. Sus fantasías eran a veces realmente extrañas. Dunia y Rasumikhine le seguían la corriente, y ella tal vez se daba cuenta, pero no por eso cesaba de hablar.

La sentencia se dictó cinco meses después de la confesión del culpable.

Rasumikhine visitó a su amigo en la prisión con tanta frecuencia como le fue posible, y Sonia igualmente. Llegó al fin el momento de la separación. Dunia y Rasumikhine estaban seguros de que no sería eterna. El fogoso joven había concebido ciertos proyectos y estaba firmemente resuelto a cumplirlos. Se proponía reunir algún dinero durante los tres o cuatro años siguientes y luego trasladarse con la familia de Rodia a Siberia, país repleto de riqueza que sóloesperaba brazos y capitales para cobrar validez. Se instalarían en la población donde estuviera Rodia y empezarían todos juntos una vida nueva.

Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últimos días, Raskolnikof se mostró profundamente preocupado. Estaba inquieto por su madre y preguntaba continuamente por ella. Esta ansiedad acabó por intranquilizar a Dunia. Cuando le explicaron detalladamente la enfermedad que padecía Pulqueria Alejandrovna, el semblante de Rodia se ensombreció todavía más.

A Sonia apenas le dirigía la palabra. Contando con el dinero que le había entregado Svidrigailof, la joven se había preparado hacía tiempo para seguir al convoy de presos de que formara parte Raskolnikof. Jamás habían cambiado una sola palabra sobre este punto; pero los dos sabían que sería así.

En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa extraña al oír que su hermana y Rasumikhine le hablaban con entusiasmo de la vida próspera que les esperaba cuando él saliera del presidio. Rodia preveía que la enfermedad de su madre tendría un desenlace doloroso. Al fin partió, seguido de Sonia.

Dos meses después, Dunetchka y Rasumikhine se casaron. Fue una ceremonia triste y silenciosa. Entre los invitados figuraban Porfirio Petrovitch y Zamiotof.

Desde hacía algún tiempo, Rasumikhine daba muestras de una resolución inquebrantable. Dunia tenía fe ciega en él y creía en la realización de sus proyectos. En verdad, habría sido difícil no confiar en aquel joven que poseía una voluntad de hierro. Había vuelto a la universidad a fin de terminar sus estudios y los esposos no cesaban de forjar planes para el porvenir. Tenían la firme intención de emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo. Entre tanto, contaban con Sonia para sustituirlos.

Pulqueria Alejandrovna bendijo de todo corazón el enlace de su hija con Rasumikhine, pero después de la boda aumentaron su tristeza y ensimismamiento. Para procurarle un rato agradable, Rasumikhine le explicó la generosa conducta de Rodia con el estudiante enfermo y su anciano padre, y también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de un incendio. Estos dos relatos exaltaron en grado sumo el ya trastornado espíritu de Pulqueria Alejandrovna. Desde entonces no cesó de hablar de aquellos nobles actos. Incluso en la calle los refería a los transeúntes, en las tiendas, allí donde encontraba un auditor paciente empezaba a hablar de su hijo, del artículo que había publicado, de su piadosa conducta con el estudiante, del espíritu de sacrificio que había demostrado en un incendio, de las quemaduras que había recibido, etc.

Dunetchka no sabía cómo hacerla callar. Aparte el peligro que encerrabaesta exaltación morbosa, podía darse el caso de que alguien, al oír el nombre de Raskolnikof, se acordara del proceso y empezase a hablar de él.

Pulqueria Alejandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por su hijo y se empeñó en ir a verlos. Al fin su agitación llegó al límite. A veces prorrumpía de pronto en llanto, la acometían con frecuencia accesos de fiebre y entonces empezaba a delirar. Una mañana dijo que, según sus cálculos, Rodia estaba a punto de regresar, pues, al despedirse de ella, él mismo le había asegurado que volvería al cabo de nueve meses. Y empezó a arreglar la casa, a preparar la habitación que destinaba a su hijo (la suya), a quitar el polvo a los muebles, a fregar el suelo, a cambiar las cortinas…Dunia sentía gran inquietud al verla en semejante estado, pero no decía nada e incluso la ayudaba a preparar el recibimiento de Rodia.

Al fin, tras un día de agitación, de visiones, de ensueños felices y de lágrimas, Pulqueria Alejandrovna perdió por completo el juicio y murió quince días después. Las palabras que dejó escapar en su delirio hicieron suponer a los que le rodeaban que sabía de la suerte de su hijo mucho más de lo que se sospechaba.

Raskolnikof ignoró durante largo tiempo la muerte de su madre. Sin embargo, desde su llegada a Siberia recibía regularmente noticias de su familia por mediación de Sonia, que escribía todos los meses a los esposos Rasumikhine y nunca dejaba de recibir respuesta. Las cartas de Sonia parecieron al principio demasiado secas a Dunia y su marido. No les gustaban.

Pero después comprendieron que Sonia no podía escribir de otro modo y que, al fin y al cabo, aquellas cartas les daban una idea clara y precisa de la vida del desgraciado Raskolnikof, pues abundaban en detalles sobre este punto. Sonia describía tan simple como minuciosamente la existencia de Raskolnikof en el presidio. No hablaba de sus propias esperanzas, de sus planes para el futuro ni de sus sentimientos personales. En vez de explicar el estado espiritual, la vida interior del condenado, de interpretar sus reacciones, se limitaba a citar hechos, a repetir las palabras pronunciadas por Rodia, a dar noticias de su salud, a transmitir los deseos que había expresado, los encargos que había hecho…Gracias a estas noticias en extremo detalladas, pronto creyeron tener junto a ellos a su desventurado hermano, y no podían equivocarse al imaginárselo, pues se fundaban en datos exactos y precisos.

Sin embargo, las noticias que recibían no tenían, especialmente al principio, nada de consolador para el matrimonio. Sonia contaba a Dunia y a su marido que Rodia estaba siempre sombrío y taciturno, que permanecía indiferente a las noticias de Petersburgo que ella le transmitía, que la interrogaba a veces por su madre. Y cuando Sonia se dio cuenta de que sospechaba la verdad sobre la suerte de Pulqueria Alejandrovna, le dijo francamente que había muerto, y entonces, para sorpresa suya, vio queRaskolnikof permanecía poco menos que impasible. Aunque concentrado en sí mismo y ajeno a cuanto le rodeaba —le explicaba Sonia en una carta—,miraba francamente y con entereza su nueva vida. Se daba perfecta cuenta de su situación y no esperaba que mejorase en mucho tiempo. No alimentaba vanas esperanzas, contrariamente a lo que suele ocurrir en los casos como el suyo, y no parecía experimentar extrañeza alguna en su nuevo ambiente, tan distinto del que había conocido hasta entonces.

Su salud era satisfactoria. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo eludía, pero tampoco lo buscaba. Se mostraba indiferente respecto a la alimentación, pero ésta era tan mala, exceptuando los domingos y días de fiesta, que al fin aceptó algún dinero de Sonia para poder tomar té todos los días. Sin embargo, le rogó que no se preocupara por él, pues le contrariaba ser motivo de inquietud para otras personas.

En otra de sus cartas, Sonia les explicó que Rodia dormía hacinado con los demás detenidos. Ella no había visto la fortaleza donde estaban encerrados, pero tenía noticias de que los presos vivían amontonados, en condiciones nada saludables y francamente horribles. Raskolnikof dormía sobre un jergón cubierto por un simple trozo de tela y no deseaba tener un lecho más cómodo.

Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un poco menos ingrata, no era por principio, sino simplemente por apatía, por indiferencia hacia su suerte. Sonia contaba que, al principio, sus visitas, lejos de complacer a Raskolnikof, lo irritaban. Sólo abría la boca para hacerle reproches. Pero después se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan indispensables, que cayó en una profunda tristeza en cierta ocasión en que Sonia se puso enferma y estuvo algún tiempo sin ir a visitarle.

Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo de guardia, adonde dejaban ir al preso para unos minutos cuando ella lo solicitaba. Los días laborables iba a verlo en los talleres donde trabajaba o en los cobertizos de la orilla del Irtych.

En sus cartas, Sonia hablaba también de sí misma. Decía que había logrado crearse relaciones y obtener cierta protección en su nueva vida. Se dedicaba a trabajos de aguja, y como en la ciudad escaseaban las costureras, había conseguido bastantes clientes. Lo que no decía era que había logrado que las autoridades se interesaran por la suerte de Raskolnikof y lo excluyeran de los trabajos más duros.

Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror angustioso) que Raskolnikof huía de todo el mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba pálido como un muerto y que pasaba días enteros sin pronunciar una sola palabra.En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo de gravedad y se le había trasladado al hospital del presidio.

PARTE 2

Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la alimentación, ni la vergüenza de llevar la cabeza rapada e ir vestido de harapos lo que había quebrantado su naturaleza. ¡Qué le importaban todas estas miserias, todas estas torturas! Por el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba, al menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía importarle la comida, aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas?

Cosas peores había conocido en sus tiempos de estudiante. Llevaba ropas de abrigo adaptadas a su género de vida. En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba su peso. Quedaba la humillación de llevar la cabeza rapada y el uniforme de presidiario. Pero ¿ante quién podía sonrojarse? ¿Ante Sonia?

Sonia le temía. Además, ¿qué vergüenza podía sentir ante ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para vengarse, la trataba grosera y despectivamente.

Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le habían herido cruelmente en su orgullo, y era el dolor de esta herida lo que le atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese podido hacerse a sí mismo alguna acusación! ¡Qué fácil le habría sido entonces soportar incluso el deshonor y la vergüenza! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo mismo, su endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado.

Lo único que se reprochaba era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo el mundo. Se sentía humillado al decirse que él, Raskolnikof, estaba perdido para siempre por una ciega disposición del destino y que tenía que resignarse, que someterse al absurdo de este juicio sin apelación si quería recobrar un poco de calma. Una inquietud sin finalidad en el presente y un sacrificio continuo y estéril en el porvenir: he aquí todo lo que le quedaba sobre la tierra.

Vano consuelo para él poder decirse que, transcurridos ocho años, sólo tendría treinta y dos y podría empezar una nueva vida. ¿Para qué vivir? ¿Qué provecho tenía? ¿Hacia dónde dirigir sus esfuerzos? Bien que se viviera por una idea, por una esperanza, incluso por un capricho, pero vivir simplemente no le había satisfecho jamás: siempre había querido algo más. Tal vez la violencia de sus deseos le había hecho creer tiempo atrás que era uno de esos hombres que tienen más derechos que el tipo común de los mortales.

Si al menos el destino le hubiera procurado el arrepentimiento, el arrepentimiento punzante que destroza el corazón y quita el sueño, elarrepentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la cuerda de la horca o las aguas profundas… ¡Con qué satisfacción lo habría recibido! Sufrir y llorar es también vivir. Pero él no estaba en modo alguno arrepentido de su crimen. ¡Si al menos hubiera podido reprocharse su necedad, como había hecho tiempo atrás, por las torpezas y los desatinos que le habían llevado a la prisión! Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos de ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de considerarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella época trágica de su vida.

«¿Qué tenía mi idea —se preguntaba— para ser más estúpida que las demás ideas y teorías que circulan y luchan por imponerse sobre la tierra desde que el mundo es mundo? Basta mirar las cosas con amplitud e independencia de criterio, desprenderse de los prejuicios para que mi plan no parezca tan extraño. ¡Oh, pensadores de cuatro cuartos! ¿Por qué os detenéis a medio camino…? ¿Por qué mi acto os ha parecido monstruoso? ¿Por qué es un crimen? ¿Qué quiere decir la palabra "crimen"? Tengo la conciencia tranquila. Sin duda, he cometido un acto ilícito; he violado las leyes y he derramado sangre. ¡Pues cortadme la cabeza, y asunto concluido! Pero en este caso, no pocos bienhechores de la humanidad que se adueñaron del poder en vez de heredarlo desde el principio de su carrera debieron ser entregados al suplicio. Lo que ocurre es que estos hombres consiguieron llevar a cabo sus proyectos; llegaron hasta el fin de su camino y su éxito justificó sus actos. En cambio, yo no supe llevar a buen término mi plan…y, en verdad, esto demuestra que no tenía derecho a intentar ponerlo en práctica.»

Éste era el único error que reconocía; el de haber sido débil y haberse entregado. Otra idea le mortificaba. ¿Por qué no se había suicidado? ¿Por qué habría vacilado cuando miraba las aguas del río y, en vez de arrojarse, prefirió ir a presentarse a la policía? ¿Tan fuerte y tan difícil de vencer era el amor a la vida? Pues Svidrigailof lo había vencido, a pesar de que temía a la muerte.

Reflexionaba amargamente sobre esta cuestión y no podía comprender que en el momento en que, inclinado sobre el Neva, pensaba en el suicidio, acaso presentía ya su tremendo error, la falsedad de sus convicciones. No comprendía que este presentimiento podía contener el germen de una nueva concepción de la vida y que le anunciaba su resurrección.

En vez de esto, se decía que había obedecido a la fuerza oscura del instinto: cobardía, debilidad…

Observando a sus compañeros de presidio, se asombraba de ver cómo amaban la vida, cuán preciosa les parecía. Incluso creyó ver que este sentimiento era más profundo en los presos que en los hombres que gozaban de la libertad. ¡Qué espantosos sufrimientos habían soportado algunos de aquellos reclusos, los vagabundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo desol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía, como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez tres años atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y con el pájaro que cantaba en una rama próxima. Cuanto más observaba a aquellos hombres, más cosas inexplicables descubría.

Sí, muchos detalles de la vida del presidio, del ambiente que le rodeaba, eludían su comprensión, o acaso él no quería verlos. Vivía como con la mirada en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su alrededor.

Pero, andando el tiempo, le sorprendieron ciertos hechos cuya existencia jamás había sospechado, y acabó por observarlos atentamente. Lo que más le llamó la atención fue el abismo espantoso, infranqueable, que se abría entre él y aquellos hombres. Era como si él perteneciese a una raza y ellos a otra. Unos y otros se miraban con hostil desconfianza. Él conocía y comprendía las causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse que tuviesen tanta fuerza y profundidad. En el penal había políticos polacos condenados al exilio en Siberia. Éstos consideraban a los criminales comunes como unos ignorantes, unos brutos, y los despreciaban. Raskolnikof no compartía este punto de vista. Veía claramente que, en muchos aspectos, aquellos brutos eran más inteligentes que los polacos. También había rusos (un oficial y varios seminaristas) que miraban con desdén a la plebe del penal, y Raskolnikof los consideraba igualmente equivocados.

A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle.

¿Por qué? lo ignoraba. Le despreciaban y se burlaban de él. Igualmente se mofaban de su crimen condenados que habían cometido otros crímenes más graves.

—Tú eres un señorito —le decían—. Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho para ti.

—No son cosas para la gente bien.

La segunda semana de cuaresma le correspondió celebrar la pascua con los presos de su departamento. Fue a la iglesia y asistió al oficio con sus compañeros. Un día, sin que se supiera por qué, se produjo un altercado entre él y los demás presos. Todos se arrojaron sobre él furiosamente.

—Tú eres un ateo; tú no crees en Dios —le gritaban—. Mereces que te maten.

Él no les había hablado de Dios ni de religión jamás. Sin embargo, querían matarlo por infiel. Rodia no contestó. Uno de los reclusos, ciego de cólera, se fue hacia él, dispuesto a atacarlo. Raskolnikof le esperó en silencio, con una calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara semoviera. Un guardián se interpuso a tiempo. Si hubiese tardado un minuto en intervenir, habría corrido la sangre.

Había otra cuestión que no conseguía resolver. ¿Por qué estimaban todos tanto a Sonia? Ella no hacía nada para atraerse sus simpatías. Los penados sólo la podían ver de tarde en tarde en los astilleros o en los talleres adonde iba a reunirse con Raskolnikof. Sin embargo, todos la conocían y todos sabían que Sonetchka le había seguido al penal. Estaban al corriente de su vida y conocían su dirección. Ella no les daba dinero ni les prestaba ningún servicio.

Solamente una vez, en Navidad, hizo un regalo a todos los presos: pasteles y panes rusos.

Pero, insensiblemente, las relaciones entre ellos y Sonia fueron estrechándose. La muchacha escribía cartas a los presos para sus familias y después las echaba al correo. Cuando los deudos de los reclusos iban a la ciudad para verlos, ellos les indicaban que enviaran a Sonia los paquetes e incluso el dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los presidiarios la conocían y la visitaban. Cuando Sonia iba a ver a Raskolnikof a los lugares donde trabajaba con sus compañeros, o cuando se encontraba con un grupo de penados que iba camino del lugar de trabajo, todos se quitaban el gorro y la saludaban.

—Querida Sonia Simonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita

—decían aquellos presidiarios, aquellos hombres groseros y duros a la frágil mujercita.

Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.

Adoraban incluso su manera de andar. Cuando se marchaba, se volvían para seguirla con la vista y se deshacían en alabanzas. Alababan hasta la pequeñez de su figura. Ya no sabían qué elogios dirigirle. Incluso la consultaban cuando estaban enfermos.

Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido durante el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos elegidos. Triquinas microscópicas de una especie desconocida se introducían en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran espíritus dotados de inteligencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían la razón al punto. Sin embargo —cosa extraña—, jamás los hombres se habían creído tan inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones enteras se contaminaban y perdían el juicio. De todos se apoderaba una mortal desazón ytodos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser el único poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus semejantes.

Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho, se retorcían las manos, lloraban…No se ponían de acuerdo sobre las sanciones que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban y devoraban unos a otros.

En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie podía decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios más sencillos, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas, y no era posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos y se comprometían a no disolverse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, a contender, a matarse. Los incendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose, devastando. En todo el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva raza humana, a renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.

Raskolnikof estaba amargado, pues no lograba librarse de la penosa impresión que le había causado aquel sueño absurdo. Era ya la segunda semana de pascua. Los días eran tibios, claros, verdaderamente primaverales.

Se abrieron las ventanas del hospital, todas enrejadas y bajo las cuales iba y venía un centinela. Durante toda la enfermedad de Rodia, Sonia sólo le había podido ver dos veces, pues se necesitaba para ello una autorización sumamente difícil de obtener. Pero había ido muchos días, sobre todo al atardecer, al patio del hospital para verlo desde lejos, un momento y a través de las rejas.

Una tarde, cuando ya estaba casi curado, Raskolnikof se durmió. Al despertar se acercó distraídamente a la ventana y vio a Sonia de pie junto al portal. Parecía esperar algo. Raskolnikof se estremeció: había sentido una dolorosa punzada en el corazón. Se apartó a toda prisa de la ventana. Al día siguiente Sonia no apareció; al otro, tampoco. Rodia se dio cuenta de que la esperaba ansiosamente. Al fin dejó el hospital. Ya en el presidio, sus compañeros le informaron de que Sonia Simonovna estaba enferma.

Profundamente inquieto, Raskolnikof envió a preguntar por ella. En seguida supo que su enfermedad no tenía importancia. Sonia, al saber que su estado preocupaba a Rodia, le escribió una carta con lápiz para decirle que estabamucho mejor y que sólo padecía un enfriamiento. Además, le prometía ir a verlo lo antes posible al lugar donde trabajaba. El corazón de Raskolnikof empezó a latir con violencia.

Era un día cálido y hermoso. A las seis de la mañana, Rodia se dirigió al trabajo: a un horno para cocer alabastro que habían instalado a la orilla del río, en un cobertizo. Sólo tres hombres trabajaban en este horno. Uno de ellos se fue a la fortaleza, acompañado de un guardián, en busca de una herramienta; otro estaba encendiendo el horno. Raskolnikof salió del cobertizo, se sentó en un montón de maderas que había en la orilla y se quedó mirando el río ancho y desierto. Desde la alta ribera se abarcaba con la vista una gran extensión del país. En un punto lejano de la orilla opuesta, alguien cantaba y su canción llegaba a oídos del preso. Allí, en la estepa infinita inundada de sol, se alzaban aquí y allá, como puntos negros apenas perceptibles, las tiendas de campaña de los nómadas. Allí reinaba la libertad, allí vivían hombres que no se parecían en nada a los del presidio. Se tenía la impresión de que el tiempo se había detenido en la época de Abraham y sus rebaños. Raskolnikof contemplaba el lejano cuadro con los ojos fijos y sin hacer el menor movimiento. No pensaba en nada: dejaba correr la imaginación y miraba. Pero, al mismo tiempo, experimentaba una vaga inquietud.

De pronto vio a Sonia a su lado. Se había acercado en silencio y se había sentado junto a él. Era todavía temprano y el fresco matinal se dejaba sentir.

Sonia llevaba su vieja y raída capa y su chal verde. Su cara, delgada y pálida, conservaba las huellas de su enfermedad. Sonrió al preso con expresión amable y feliz y, como de costumbre, le tendió tímidamente la mano.

Siempre hacía este movimiento con timidez. A veces, incluso se abstenía de hacerlo, por temor a que él rechazara su mano, pues le parecía que Rodia la tomaba a la fuerza. En algunas de sus visitas incluso daba muestras de enojo y no abría la boca mientras ella estaba a su lado. Había días en que la joven temblaba ante su amigo y se separaba de él profundamente afligida. Esta vez, por el contrario, sus manos permanecieron largo rato enlazadas. Rodia dirigió a Sonia una rápida mirada y bajó los ojos sin pronunciar palabra. Estaban solos. Nadie podía verlos. El guardián se había alejado. De súbito, sin darse cuenta de lo que hacía y como impulsado por una fuerza misteriosa Raskolnikof se arrojó a los pies de la joven, se abrazó a sus rodillas y rompió a llorar. En el primer momento, Sonia se asustó. Mortalmente pálida, se puso en pie de un salto y le miró, temblorosa. Pero al punto lo comprendió todo y una felicidad infinita centelleó en sus ojos. Sonia se dio cuenta de que Rodia la amaba: sí, no cabía duda. La amaba con amor infinito. El instante tan largamente esperado había llegado.

Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero enaquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia.

Tenían que pasar siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikof estaba regenerado. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia, sólo vivía para él.

Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodia, echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia. Incluso le había parecido que aquel día, todos aquellos compañeros que antes habían sido enemigos de él le miraban de otro modo. Él les había dirigido la palabra, y todos le habían contestado amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero no sintió el menor asombro. ¿Acaso no había cambiado todo en su vida?

Pensaba en Sonia. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su pálida y delgada carita. Pero estos recuerdos no despertaban en él ningún remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor compensaría largamente los sufrimientos que le había causado.

Por otra parte, ¿qué importaban ya todas estas penas del pasado? Incluso su crimen, incluso la sentencia que le había enviado a Siberia, le parecían acontecimientos lejanos que no le afectaban.

Además, aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de concentrar el pensamiento. Sólo podía sentir. Al razonamiento se había impuesto la vida. La regeneración alcanzaba también a su mente.

En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro pertenecía a Sonia. Era el mismo en que ella le había leído una vez la resurrección de Lázaro. Al principio de su cautiverio, Raskolnikof esperó que Sonia le perseguiría con sus ideas religiosas. Se imaginó que le hablaría del Evangelio y le ofrecería libros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa suya, no había ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la lectura del Libro Sagrado. Él mismo se lo había pedido algún tiempo antes de su enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún comentario. Aún no lo había abierto.

Tampoco ahora lo abrió. Pero un pensamiento pasó veloz por su mente.

«¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ser ahora distintos de los míos?»

Sonia se sintió también profundamente agitada aquel día y por la noche cayó enferma. Se sentía tan feliz y había recibido esta dicha de un modo tan inesperado, que experimentaba incluso cierto terror.¡Siete años! ¡Sólo siete años! En la embriaguez de los primeros momentos, poco faltó para que los dos considerasen aquellos siete años como siete días.

Raskolnikof ignoraba que no podría obtener esta nueva vida sin dar nada por su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y heroicos esfuerzos…

Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su regeneración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada. En todo esto habría materia para una nueva narración, pero la nuestra ha terminado.