Debo de estar soñando todavía —volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza— ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»
—No es posible —dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.
El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.
—He venido a verle —dijo— por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle personalmente, pues he oído hablar mucho de usted y en los términos más halagadores. En segundo lugar, porque confío en que no me negará usted su ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana Avdotia Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su hermana me pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de prevenciones contra mí. En cambio, contando con la ayuda de usted, yo creo…
—No espere que le ayude —le interrumpió Raskolnikof.
—Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad?
Raskolnikof no contestó.
—Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que quiero decirle, Rodion Romanovitch. Creo innecesario justificarme, pero permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal en mi conducta, siempre, claro es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted me dirá que he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he insultado con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me adelanto a enfrentarme con la acusación), pero considere usted que soy unhombre et nihil humanum…En una palabra, que soy susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad.
Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede plantearse así: ¿soy un monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima, pues cuando proponía al objeto de mi pasión que huyera conmigo a América o a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y sólo pensaba en asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el primer perjudicado por ella…
—No se trata de eso —replicó Raskolnikof con un gesto de disgusto—.Esté usted equivocado o tenga razón, nos parece usted un hombre sencillamente detestable y no queremos ningún trato con usted. No quiero verle en mi casa. ¡Váyase!
Svidrigailof se echó a reír de buena gana.
—¡A usted no hay modo de engañarlo! —exclamó con franca alegría—.He querido emplear la astucia, pero estos procedimientos no se han hecho para usted.
—Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.
—¿Y qué? —exclamó Svidrigailof, riendo con todas sus fuerzas—. Son armas de bonne guerre, como suele decirse; una astucia de lo más inocente…
Pero usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere, yo le aseguro que no habría ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín.
Marfa Petrovna…
—Se dice —le interrumpió rudamente Raskolnikof— que a Marfa Petrovna la ha matado usted.
—¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible.
Pues bien, en cuanto a lo que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que tengo la conciencia completamente tranquila sobre ese particular. Es un asunto que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en uso se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. No se descubrió nada más…No, no es esto lo que me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era si habría contribuido indirectamente a esta desgracia…con algún arranque de indignación, o algo parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede haber ocurrido tal cosa.
Raskolnikof se echó a reír.
—Entonces, no tiene usted por qué preocuparse.—¿De qué se ríe? Óigame: yo sólo le di dos latigazos tan flojos que ni siquiera dejaron señal…Le ruego que no me crea un cínico. Yo sé perfectamente que esto es innoble y…, etcétera; pero también sé que a Marfa Petrovna no le desagradó…mi arrebato, digámoslo así. El asunto relacionado con la hermana de usted estaba ya agotado, y Marfa Petrovna, no teniendo ningún asunto que ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada a permanecer en casa desde hacía tres días. Ya había fastidiado a todo el mundo con la lectura de la carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De pronto cayeron sobre ella, como enviados por el cielo, aquellos dos latigazos. Lo primero que hizo fue ordenar que preparasen el coche…Sin hablar de esos casos especiales en que las mujeres experimentan un gran placer en que las ofendan, a pesar de la indignación que simulan (casos que se presentan a veces), al hombre, en general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha observado usted? Pero esta particularidad es especialmente frecuente en las mujeres.
Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vida.
Hubo un momento en que Raskolnikof pensó en levantarse e irse, para poner término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto propósito le decidieron a tener paciencia.
—Le gusta manejar el látigo, ¿eh? —preguntó con aire distraído.
—No lo crea —respondió con toda calma Svidrigailof—. En lo que concierne a Marfa Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta armonía, y ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo durante nuestros siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso bastante dudoso). La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando llegamos a nuestra hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencionar…Y usted me considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario de la esclavitud…A propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que hace algunos años, en el tiempo de nuestras felices asambleas municipales, se cubrió de oprobio a un terrateniente, cuyo nombre no recuerdo, culpable de haber azotado a una extranjera en un vagón de ferrocarril? ¿Se acuerda? Me parece que fue el mismo año en que se produjo «el más horrible incidente del siglo». Es decir, Las noches egipcias, las conferencias, ¿recuerda…? ¡Los ojos negros…! ¡Oh, tiempos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis…? Pues bien, he aquí mi opinión. Yo critico severamente a ese señor que fustigó a la extranjera, pues es un acto inicuo que uno no puede menos de censurar. Pero también debo decirle que algunas de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo, que ni el hombre de ideas más avanzadas puede responder de sus actos. Nadie ha examinado la cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi punto de vista es perfectamente humano.
Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír.Raskolnikof comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elaborado y que era un perillán de clase fina.
—Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? —
preguntó el joven.
—Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?
—No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen carácter.
—Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respondido con franqueza —su acento rebosaba comprensión y simpatía—. Ahora —continuó, pensativo— nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada…
Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por eso me he alegrado tanto de verle…No se enfade, Rodion Romanovitch, pero me parece usted un hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos…En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.
Raskolnikof le dirigió una mirada sombría.
—Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.
—Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena —repuso Svidrigailof en un tono seco y un tanto altivo—. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? —terminó entre risas.
—Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?
—Es cierto que tengo aquí conocidos —dijo el visitante, sin responder a la pregunta principal que se le acababa de dirigir—. Ya me he cruzado con algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacionado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la abolición de la servidumbre, nos quedan bosques y praderas fertilizados pornuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía no he visitado a nadie…Además, ¡esta ciudad…! ¿Ha observado usted cómo está edificada?
Es una población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos clubes, como el Dussaud. No volveré a visitar ninguno —continuó, fingiendo no darse cuenta de la muda interrogación del joven—. ¿Qué placer se puede experimentar en hacer fullerías?
—¡Ah! ¿Hacía usted trampas en el juego?
—Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Sí, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.
—De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
—No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo había ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición, pues j'ai le vin mauvais y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?
—¿Pretende usted subir al globo?—¿Yo? No, no…Lo he dicho por decir —murmuró Svidrigailof, pensativo.
«¿Será sincero?», pensó Raskolnikof.
—No, el pagaré no me preocupó en ningún momento —dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido—. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad…Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree?
Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.
—Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.
—¿Yo…? Tal vez…A propósito, ¿cree usted en apariciones?
—¿Qué clase de apariciones?
—¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.
—¿Y usted? ¿Usted cree?
—Si y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire…En resumen, que no lo puedo afirmar.
—¿Usted las ha tenido?
Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.
—Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme —respondió torciendo la boca en una sonrisa indefinible.
—¿Es posible?
—Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro, o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días, durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera, al amanecer, y la tercera, hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.
—¿Despierto?
—Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.
—¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas?
—dijo de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las había pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.—¿De veras ha pensado usted eso? —exclamó Svidrigailof, sorprendido —.¿De veras? ¡Ah! Ya decía yo que entre nosotros existía cierta afinidad.
—Usted no ha dicho eso —replicó ásperamente Raskolnikof.
—¿No lo he dicho?
—No.
—Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»
—¿Qué quiere decir eso de «él mismo»? —exclamó Raskolnikof—. ¿A qué se refiere usted?
—Pues no lo sé —respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.
Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.
—¡Todo eso son tonterías! —exclamó Raskolnikof, irritado—. ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?
—¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales…Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba…Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados.
Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch —me preguntó—, cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas…Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando…Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.
»—Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.
»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú…Una bonita muchacha.»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro a ella a la cara, atentamente.
»—¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?
»—¿Es que te molesta hasta que venga a verte?
»—Oye, Marfa Petrovna —le digo para mortificarla—, voy a volver a casarme.
»—Eso es muy propio de ti —me responde—. Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.
»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?
—¿No me estará usted contando una serie de mentiras? —preguntó Raskolnikof.
—Miento muy pocas veces —repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.
—Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?
—No…Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza.
Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» Él dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.
—Usted debe ir al médico.
—No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.
—No, de ningún modo puedo creer eso —dijo Raskolnikof con cierta irritación.
—La gente —murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo— suele decir: «Estás enfermo. Por lotanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.
—Estoy seguro de que no existen —exclamó Raskolnikof con energía.
—¿Usted cree?
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
—Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo…Le ruego que me ayude…Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos…, sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.
—Yo no creo en la vida futura —replicó Raskolnikof.
Svidrigailof estaba ensimismado.
—¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? —preguntó de pronto.
«Está loco», pensó Raskolnikof.
—Nos imaginamos la eternidad —continuó Svidrigailof— como algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.
Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.
—¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? —preguntó.
—¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera —respondió Svidrigailof con una vaga sonrisa.
Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la cabeza, le miró fijamente y se echó a reír.—Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso —exclamó—.Hace media hora, jamás nos habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos, porque tenemos un asunto pendiente de solución. Sin embargo, lo dejamos todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que éramos dos cabezas gemelas.
—Perdone —dijo Raskolnikof bruscamente—. Le ruego que me diga de una vez a qué debo el honor de su visita. Tengo que marcharme.
—Pues lo va usted a saber. Dígame: su hermana, Avdotia Romanovna, ¿se va a casar con Piotr Petrovitch Lujine?
—Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera pronuncie su nombre. Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof.
—¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para hablarle a ella?
—Bien. Hable, pero de prisa.
—No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi pariente político el señor Lujine, o si ha oído hablar de él a alguna persona digna de crédito, ya tendrá formada su opinión sobre dicho señor. No es un partido conveniente para Avdotia Romanovna. A mi juicio, Avdotia Romanovna va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por…por su familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le encantaría que ese compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no reportase ningún perjuicio a su hermana. Ahora que le conozco, estoy seguro de la exactitud de mi suposición.
—No sea usted ingenuo…, mejor dicho, desvergonzado.
—¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo, Rodion Romanovitch: si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil. Respecto a este particular, voy a descubrirle una rareza psicológica.
Hace un momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho que yo había sido en este caso la primera víctima. Pues bien, le confieso que ahora no siento ningún amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar lo mucho que la amé.
—Lo que usted sintió —dijo Raskolnikof— fue un capricho de hombre libertino y ocioso.
—Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir.
Sin embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como ahora he podido ver.—¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?
—Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya había llegado el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con objeto de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.
—Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita? Tengo cosas urgentes que hacer.
—Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir…Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente…perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión.
—Realmente está usted loco —exclamó Raskolnikof, menos irritado que sorprendido—. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?
—Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido uso que haré de ellos. Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se convencerá, y lo mismo digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas molestias a su honorable hermana, y como estoy sinceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que compré el privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención, no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos, cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muypronto con cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotia Romanovna. Y, para terminar, le diré que si se casa con Lujine, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que de otra manera. En fin, Rodion Romanovitch, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma y sangre fría.
Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
—Basta ya —dijo Raskolnikof—. Su proposición es de una insolencia
imperdonable.
—No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a su hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?
—Es muy posible.
—Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere, le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.
—No lo haré.
—En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.
—Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?
—Pues…no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!
—No cuente con ello.
—Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a ser buenos amigos.
—¿Usted cree?
—¿Por qué no? —exclamó Svidrigailof con una sonrisa.
Se levantó y cogió su sombrero.
—¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía demasiadas esperanzas de…Sin embargo, su cara me había impresionado esta mañana.
—¿Dónde me ha visto usted esta mañana? —preguntó Raskolnikof con visible inquietud.
—Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo encomún…Pero no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda…Y antaño pasé muchas noches en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado…Además, tal vez suba en el globo de Berg.
—Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?
—¿Qué viaje?
—El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.
—¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo…Es un asunto muy complicado. ¡Si usted supiera el problema que acaba de remover!
Lanzó una risita aguda.
—A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.
—¿Aquí?
—Sí.
—No ha perdido usted el tiempo.
—Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotia Romanovna. Se lo digo en serio…Adiós, hasta la vista… ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que Marfa Petrovna le ha legado tres mil rublos. Esto es completamente seguro. Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días antes de morir. Avdotia Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres semanas.
—¿Habla usted en serio?
—Sí. Dígaselo a su hermana…Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca de su casa.
Al salir, Svidrigailof se cruzó con Rasumikhine en el umbral.
Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.
—¿Quién era ese señor que estaba contigo? —preguntó Rasumikhine apenas llegaron a la calle.—Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora pidió después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de repente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese hombre.
Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a Petersburgo.
Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él. Estaba deseando poder
decírtelo.
—¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin, Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?
—No lo sé.
—¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que me enteraré.
—¿Te has fijado en él? —preguntó Raskolnikof tras una pausa.
—Sí, lo he podido observar perfectamente.
—¿De veras lo has podido examinar bien? —insistió Raskolnikof.
—Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
—Oye —murmuró Raskolnikof—, ¿sabes que…? Mira, estaba pensando que… ¿no habrá sido todo una ilusión?
—Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikof torció la boca en una sonrisa.
—Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece que tal vez es verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he visto ha sido un espectro.
—Pero ¿qué disparates estás diciendo?
—Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo hayan ocurrido en mi imaginación.
—¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodia! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de ti?
Raskolnikof no le contestó. Rasumikhine reflexionó un instante.
—Bueno, te lo voy a contar todo —dijo—. He pasado por tu casa y hevisto que estabas durmiendo. Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfirio Petrovitch. Zamiotof estaba con él todavía. Intenté empezar en seguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de entrar en materia como era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban la menor desazón. Al fin, me llevo a Porfirio junto a la ventana y empiezo a hablarle, sin obtener mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro. Finalmente le acerco el puño a la cara y le digo que le voy a hacer polvo. Él se limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así termina la escena. Ha sido una estupidez. Con Zamiotof no he cruzado una sola palabra…Yo temía haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la escalera he tenido un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún peligro, tal inquietud se comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Piensa en su bochorno cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya les diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a burlarnos de ellos.
—Tienes razón —dijo Raskolnikof.
Y pensó: «¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo…? Es extraño: nunca se me había ocurrido pensar qué dirá Rasumikhine cuando se entere.»
Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la visita a Porfirio Petrovitch no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado tantos motivos de preocupación durante las últimas horas a los que tenía desde hacía tiempo!
En el pasillo se encontraron con Lujine. Había llegado a las ocho en punto y estaba buscando el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron la puerta exterior casi al mismo tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera. Los dos jóvenes entraron primero en la habitación. Piotr Petrovitch, siempre riguroso en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momento en el vestíbulo para quitarse el sobretodo. Pulqueria Alejandrovna se dirigió inmediatamente a él, mientras Dunia saludaba a su hermano.
Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana.Hubo un momento de silencio. Lujine sacó con toda lentitud un pañuelo de batista perfumado y se sonó con aire de hombre amable pero herido en su dignidad y decidido a pedir explicaciones. Apenas había entrado en el vestíbulo, le había acometido la idea de no quitarse el gabán y retirarse, para castigar severamente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del acto que habían cometido. Pero no se había atrevido a tanto. Por otra parte, le gustaban las situaciones claras y deseaba despejar la siguiente incógnita: Pulqueria Alejandrovna y su hija debían de tener algún motivo para haber desatendido tan abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que él necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo adecuado.
—Deseo que hayan tenido un buen viaje —dijo a Pulqueria Alejandrovna en un tono puramente formulario.
—Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.
—Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso, Avdotia
Romanovna?
—Yo soy joven y fuerte y no me fatigo —repuso Dunia—; pero mamá ha llegado rendida.
—¿Qué quieren ustedes? —dijo Lujine—. Nuestros trayectos son interminables, pues nuestra madre Rusia es vastísima…A mí me fue materialmente imposible ir a recibirlas, pese a mi firme propósito de hacerlo.
Sin embargo, confío en que no tropezarían ustedes con demasiadas dificultades.
—Pues sí, Piotr Petrovitch —se apresuró a contestar Pulqueria Alejandrovna en un tono especial—, nos vimos verdaderamente apuradas, y si Dios no nos hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no sé qué habría sido de nosotras. Me refiero a este joven. Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch Rasumikhine.
—¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer —murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudeciendo después con las cejas fruncidas.
Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no pocos esfuerzos, se muestran amabilísimos en sociedad, pero que, a la menor contrariedad, pierde los estribos de tal modo, que más parecen patanes que distinguidos caballeros.
Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un obstinado mutismo. Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas circunstancias no le correspondía a ella romper el silencio. Rasumikhine no tenía nada que decir.
En consecuencia, fue Pulqueria Alejandrovna la que tuvo que reanudar laconversación.
—¿Sabe usted que ha muerto Marfa Petrovna? —preguntó, echando mano de su supremo recurso.
—¿Cómo no? Me lo comunicaron en seguida. Es más, puedo informarla a usted de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente después del entierro de su esposa. Lo sé de buena tinta.
—¿Cómo? ¿Ha venido a Petersburgo? —exclamó Dunetchka, alarmada y cambiando una mirada con su madre.
—Lo que usted oye. Y, dada la precipitación de este viaje y las circunstancias que lo han precedido, hay que suponer que abriga alguna intención oculta.
—¡Señor! ¿Es posible que venga a molestar a Dunetchka hasta aquí?
—Mi opinión es que no tienen ustedes motivo para inquietarse demasiado, ya que eludirán toda clase de relaciones con él. En lo que a mí concierne, estoy ojo avizor y pronto sabré adónde ha ido a parar.
—¡Ah, Piotr Petrovitch! —exclamó Pulqueria Alejandrovna—. Usted no se puede imaginar hasta qué punto me inquieta esa noticia. No he visto a ese hombre más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser monstruoso. Estoy segura de que es el culpable de la muerte de Marfa Petrovna.
—Sobre este punto, nada se puede afirmar. Lo digo porque poseo informes exactos. No niego que los malos tratos de ese hombre hayan podido acelerar en cierto modo el curso normal de las cosas. En cuanto a su conducta y, en general, en cuanto a su índole moral, estoy de acuerdo con usted. Ignoro si ahora es rico y qué herencia habrá recibido de Marfa Petrovna, pero no tardaré en saberlo. Lo indudable es que, al vivir aquí, en Petersburgo, reanudará su antiguo género de vida, por pocos recursos que tenga para ello. Es un hombre depravado y lleno de vicios. Tengo fundados motivos para creer que Marfa Petrovna, que tuvo la desgracia de enamorarse de él, además de pagarle todas sus deudas, le prestó hace ocho años un extraordinario servicio de otra índole.
A fuerza de gestiones y sacrificios, esa mujer consiguió ahogar en su origen un asunto criminal que bien podría haber terminado con la deportación del señor Svidrigailof a Siberia. Se trata de un asesinato tan monstruoso, que raya en lo increíble.
—¡Señor Señor! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof escuchaba atentamente.
—¿Dice usted que habla basándose en informes dignos de crédito? — preguntó severamente Avdotia Romanovna.—Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego, el asunto está muy confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época habitaba aquí, e incluso parece que sigue habitando, una extranjera llamada Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba a otros trabajos.
Entre esa mujer y el señor Svidrigailof existían desde hacía tiempo relaciones tan íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana, me parece que una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era sordomuda. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el granero.
Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un suicidio. Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Cierto que todo esto estaba bastante confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Al fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Entonces todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero esos rumores eran muy significativos. Sin duda, Avdotia Romanovna, cuando estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel criado llamado Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en aquellos tiempos en que existía la esclavitud.
—Lo que yo oí decir fue que Filka se había suicidado.
—Eso es cierto y muy cierto; pero no cabe duda de que la causa del suicidio fueron los malos tratos y las sistemáticas vejaciones que Filka recibía.
—Eso lo ignoraba —respondió Dunia secamente—. Lo que yo supe sobre este particular fue algo sumamente extraño. Ese Filka era, al parecer, un neurasténico, una especie de filósofo de baja estofa. Sus compañeros decían de él que el exceso de lectura le había trastornado. Y se afirmaba que se había suicidado por librarse de las burlas más que de los golpes de su dueño. Yo siempre he visto que el señor Svidrigailof trataba a sus sirvientes de un modo humanitario. Por eso incluso le querían, aunque, te confieso, les oí acusarle de la muerte de Filka.
—Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle — dijo Lujine, torciendo la boca con una sonrisa equívoca—. De lo que no hay duda es de que es un hombre astuto que tiene una habilidad especial para conquistar el corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba de morir en circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era ayudarlas a usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas que ese hombre no dejará de renovar. Estoy convencido de que Svidrigailof volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa Petrovna no tuvo jamás la intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba ante todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modestasuma, lo estrictamente necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no le permitirá vivir más de un año.
—No hablemos más del señor Svidrigailof, Piotr Petrovitch; se lo ruego — dijo Dunia—. Es un asunto que me pone nerviosa.
—Hace un rato ha estado en mi casa —dijo de súbito Raskolnikof, hablando por primera vez.
Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso
Piotr Petrovitch dio muestras de emoción.
—Hace cosa de hora y media —continuó Raskolnikof—, cuando yo estaba durmiendo, ha entrado, me ha despertado y ha hecho su propia presentación.
Se ha mostrado muy simpático y alegre. Confía en que llegaremos a ser buenos amigos. Entre otras cosas, me ha dicho que desea tener contigo una entrevista, Dunia, y me ha rogado que le ayude a obtenerla. Quiere hacerte una proposición y me ha explicado en qué consiste. Además, me ha asegurado formalmente que Marfa Petrovna, ocho días antes de morir, te legó tres mil rublos y que muy pronto recibirás esta suma.
—¡Dios sea loado! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, santiguándose—.¡Reza por ella, Dunia, reza por ella!
—Eso es cierto —no pudo menos de reconocer Lujine.
—Bueno, ¿y qué más? —preguntó vivamente Dunetchka.
—Después me ha dicho que no es rico, pues la hacienda pasa a poder de los hijos, que se han ido a vivir con su tía. También me ha hecho saber que se hospeda cerca de mi casa. Pero no sé dónde, porque no se lo he preguntado.
—Pero ¿qué proposición quiere hacer a Dunetchka? —preguntó, inquieta, Pulqueria Alejandrovna—. ¿Te lo ha explicado?
—Ya os he dicho que sí.
—Bien, ¿qué quiere proponerle?
—Ya hablaremos de eso después.
Y Raskolnikof empezó a beberse en silencio su taza de té.
Piotr Petrovitch sacó el reloj y miró la hora.
—Un asunto urgente me obliga a dejarles —dijo, y añadió, visiblemente resentido y levantándose—: Así podrán ustedes conversar más libremente.
—No se vaya, Piotr Petrovitch —dijo Dunia—. Usted tenía la intención de dedicarnos la velada. Además, usted ha dicho en su carta que desea tener una explicación con mi madre.—Eso es muy cierto, Avdotia Romanovna —dijo Lujine con acento solemne.
Se volvió a sentar, pero conservando el sombrero en sus manos, y continuó:
—En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran importancia. Pero, del mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí las proposiciones del señor Svidrigailof, yo no puedo ni quiero hablar ante terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte, ustedes no han tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta.
Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura.
—He sido exclusivamente yo la que ha decidido que no se tuviera en cuenta su deseo de que mi hermano no asistiera a esta reunión —dijo Dunia—.Usted nos dice en su carta que él le ha insultado, y yo creo que hay que poner en claro esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos. Si Rodia le ha ofendido realmente, debe excusarse y lo hará.
Al oír estas palabras, Piotr Petrovitch se creció.
—Las ofensas que he recibido, Avdotia Romanovna, son de las que no se pueden olvidar, por mucho empeño que uno ponga en ello. En todas las cosas hay un límite que no se debe franquear, pues, una vez al otro lado, la vuelta atrás es imposible.
—Usted no ha comprendido mi intención, Piotr Petrovitch —replicó Dunia, con cierta impaciencia—. Entiéndame. Todo nuestro porvenir depende de la inmediata respuesta de esta pregunta: ¿pueden arreglarse las cosas o no se pueden arreglar? He de decirle con toda franqueza que no puedo considerar la cuestión de otro modo y que, si siente usted algún afecto por mí, debe comprender que es preciso que este asunto quede resuelto hoy mismo, por difícil que ello pueda parecer.
—Me sorprende, Avdotia Romanovna, que plantee usted la cuestión en esos términos —dijo Lujine con irritación creciente—. Yo puedo apreciarla y amarla, aunque no quiera a algún miembro de su familia. Yo aspiro a la felicidad de obtener su mano, pero no puedo comprometerme a aceptar deberes que son incompatibles con mi…
—Deseche esa vana susceptibilidad, Piotr Petrovitch —le interrumpió Dunia con voz algo agitada— y muéstrese como el hombre inteligente y noble que siempre he visto y que deseo seguir viendo en usted. Le he hecho una promesa de gran importancia: soy su prometida. Confíe en mí en este asunto y créame capaz de ser imparcial en mi fallo. El papel de árbitro que me atribuyo debe sorprender a mi hermano tanto como a usted. Cuando hoy, después derecibir su carta, he rogado insistentemente a Rodia que viniera a esta reunión, no le he dicho ni una palabra acerca de mis intenciones. Comprenda que si ustedes se niegan a reconciliarse, me veré obligada a elegir entre usted y él, ya que han llevado la cuestión a este extremo. Y ni quiero ni debo equivocarme en la elección. Acceder a los deseos de usted significa romper con mi hermano, y si escucho a mi hermano, tendré que reñir con usted. Por lo tanto, necesito y tengo derecho a conocer con toda exactitud los sentimientos que inspiro tanto a usted como a él. Quiero saber si Rodia es un verdadero hermano para mí, y si usted me aprecia ahora y sabrá amarme más adelante como marido.
—Sus palabras, Avdotia Romanovna —repuso Lujine, herido en su amor propio—, son sumamente significativas. E incluso me atrevo a decir que me hieren, considerando la posición que tengo el honor de ocupar respecto a usted. Dejando a un lado lo ofensivo que resulta para mí verme colocado al nivel de un joven…lleno de soberbia, usted admite la posibilidad de una ruptura entre nosotros. Usted ha dicho que él o yo, y con esto me demuestra que soy muy poco para usted…Esto es inadmisible para mí, dado el género de nuestras relaciones y el compromiso que nos une.
—¡Cómo! —exclamó Dunia enérgicamente—. ¡Comparo mi interés por usted con lo que hasta ahora más he querido en mi vida, y considera usted que no le estimo lo suficiente!
Raskolnikof tuvo una cáustica sonrisa. Rasumikhine estaba fuera de sí.
Pero Piotr Petrovitch no parecía impresionado por el argumento: cada vez estaba más sofocado e intratable.
—El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima del amor fraternal —repuso sentenciosamente—. No puedo admitir de ningún modo que se me coloque en el mismo plano…Aunque hace un momento me he negado a franquearme en presencia de su hermano acerca del objeto de mi visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar un punto de gran importancia y que yo considero especialmente ofensivo para mí…Su hijo — añadió dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna—, ayer, en presencia del señor Razudkine…Perdone si no es éste su nombre —dijo, inclinándose amablemente ante Rasumikhine—, pues no lo recuerdo bien…Su hijo — repitió volviendo a dirigirse a Pulqueria Alejandrovna— me ofendió desnaturalizando un pensamiento que expuse a usted y a su hija aquel día que tomé café con ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre y que tiene experiencia en la desgracia ofrece a su marido más garantía de felicidad que una muchacha que sólo ha conocido la vida fácil y cómoda. Su hijo ha exagerado deliberadamente y desnaturalizado hasta lo absurdo el sentido de mis palabras, atribuyéndome intenciones odiosas. Para ello se funda exclusivamente en las explicaciones que usted le ha dado por carta. Por estarazón, Pulqueria Alejandrovna, yo desearía que usted me tranquilizara demostrándome que estoy equivocado. Dígame, ¿en qué términos transmitió usted mi pensamiento a Rodion Romanovitch?
—No lo recuerdo —repuso Pulqueria Alejandrovna, llena de turbación—.Yo dije lo que había entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodia le habrá transmitido a usted mis palabras. Tal vez ha exagerado.
—Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.
—Piotr Petrovitch —replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna—. La prueba de que no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí.
—Bien dicho, mamá —aprobó Dunia.
—Entonces soy yo el que está equivocado —dijo Lujine, ofendido.
—Es que usted, Piotr Petrovitch —dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por las palabras de su hija—, no hace más que acusar a Rodia. Y no tiene en cuenta que en su carta nos dice acerca de él cosas que no son verdad.
—No recuerdo haber dicho ninguna falsedad en mi carta.
—Usted ha dicho —manifestó ásperamente Raskolnikof, sin mirar a Lujine—, que yo entregué ayer mi dinero no a la viuda del hombre atropellado, sino a su hija, siendo así que la vi ayer por primera vez. Usted se expresó de este modo con el deseo de indisponerme con mi familia, y para asegurarse de que conseguiría sus fines juzgó del modo más innoble a una muchacha a la que no conoce. Esto es una calumnia y una villanía.
—Perdone usted —dijo Lujine, temblando de cólera—, pero si en mi carta he hablado extensamente de usted ha sido únicamente atendiendo a los deseos de su madre y de su hermana, que me rogaron que las informara de cómo le había encontrado a usted y del efecto que me había producido. Por otra parte, le desafío a que me señale una sola línea falsa en el pasaje al que usted alude.
¿Negará que ha gastado su dinero y que en esa familia hay un miembro indigno?
—A mi juicio, usted, con todas sus cualidades, vale menos que el dedo meñique de esa desgraciada muchacha a la que ha arrojado usted la piedra.
—¿De modo que no vacilaría usted en introducirla en la sociedad de su hermana y de su madre?
—Ya lo he hecho. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas.
—¡Rodia! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine sonrióaltiva y despectivamente.
—Ya ve usted, Avdotia Romanovna, que es imposible toda reconciliación.
Creo que podemos dar el asunto por terminado y no volver a hablar de él. En fin, me retiro para no seguir inmiscuyéndome en esta reunión de familia. Sin duda, tendrán ustedes secretos que comunicarse.
Se levantó y cogió su sombrero.
—Pero, antes de irme, permítanme que les diga que espero no volver a verme expuesto a encuentros y escenas como los que acabo de tener. Me dirijo exclusivamente a usted, Pulqueria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi carta.
Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente.
—Por lo visto, Piotr Petrovitch, se considera usted nuestro dueño absoluto.
Ya le ha explicado Dunia por qué razón no hemos tenido en cuenta su deseo.
Mi hija ha obrado con la mejor intención. En cuanto a su carta, no puedo menos de decirle que está escrita en un tono bastante imperioso. ¿Pretende usted obligarnos a considerar sus menores deseos como órdenes? Por el contrario, yo creo que debe usted tratarnos con los mayores miramientos, ya que hemos depositado toda nuestra confianza en usted, que lo hemos dejado todo por venir a Petersburgo y que, en consecuencia, estamos a su merced.
—Eso no es totalmente exacto, Pulqueria Alejandrovna, y menos ahora que ya sabe usted que Marfa Petrovna ha legado a su hija tres mil rublos, suma que llega con gran oportunidad, a juzgar por el tono en que me está usted hablando —añadió Lujine secamente.
—Esa observación —dijo Dunia, indignada— puede ser una prueba de que usted ha especulado con nuestra pobreza.
—Sea como fuere, ahora todo ha cambiado. Y me voy; no quiero seguir siendo un obstáculo para que su hermano les transmita las proposiciones secretas de Arcadio Ivanovitch Svidrigailof. Sin duda, esto es importantísimo para ustedes, e incluso sumamente agradable.
—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Rasumikhine hacía inauditos esfuerzos para permanecer en su silla.
—¿No te da vergüenza soportar tanto insulto, Dunia? —preguntó
Raskolnikof.
—Sí, Rodia; estoy avergonzada —y, pálida de ira, gritó a Lujine—: ¡Salga de aquí, Piotr Petrovitch!
Lujine no esperaba ni remotamente semejante reacción. Tenía demasiada confianza en sí mismo y contaba con la debilidad de sus víctimas. No podíadar crédito a sus oídos. Palideció y sus labios empezaron a temblar.
—Le advierto, Avdotia Romanovna, que si me marcho en estas condiciones puede tener la seguridad de que no volveré. Reflexione. Yo mantengo siempre mi palabra.
—¡Qué insolencia! —gritó Dunia, irritada—. ¡Pero si yo no quiero volverle a ver!
—¿Cómo se atreve a hablar así? —exclamó Lujine, desconcertado, pues en ningún momento había creído en la posibilidad de una ruptura—. Tenga usted en cuenta que yo podría protestar.
—¡Usted no tiene ningún derecho a hablar así! —replicó vivamente Pulqueria Alejandrovna—. ¿Contra qué va a protestar? ¿Y con qué atribuciones? ¿Cree usted que puedo poner a mi hija en manos de un hombre como usted? ¡Váyase y déjenos en paz! Hemos cometido la equivocación de aceptar una proposición que no ha resultado nada decorosa. De ningún modo debí…
—No obstante, Pulqueria Alejandrovna —exclamó Lujine, exasperado—,usted me ató con una promesa que ahora retira. Y, además…, además, nuestro compromiso me ha obligado a…, en fin, a hacer ciertos gastos.
Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikof, pese a la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.
En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche de Lujine.
—¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gratuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien sus palabras, Piotr Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas de pies y manos!
—Basta, mamá, basta —dijo Dunia en tono suplicante—. Piotr Petrovitch, tenga la bondad de marcharse.
—Ya me voy —repuso Lujine, ciego de cólera—. Pero permítame unas palabras, las últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión pública.
—¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! —exclamó Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.—¡Es usted un hombre vil y malvado! —dijo Dunia.
—¡Quieto! —exclamó Raskolnikof reteniendo a Rasumikhine.
Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en voz baja pero con toda claridad:
—¡Salga de aquí, y ni una palabra más!
Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio mortal contra Raskolnikof, al que achacaba la culpa de su desgracia.
Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba —cosa notable— que no estaba todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos damas.
Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante desenlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su dominio. Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega confianza en sí mismo. Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adquirido la costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una alta opinión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando estaba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que más quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también por otros medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas las personas superiores a él. Había sido sincero al recordar amargamente a Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores desfavorables que circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud». Sin embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues ya los había desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin contar con que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunia. Lujine no habría negado que sabía todo esto en el momento de contraer el compromiso matrimonial, pero, aun así, seguía considerando como un acto heroico la decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días antes, en el aposento de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras.
Huelga decir que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombreofendido e incomprendido.
Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar.
Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el sueño acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse.
La belleza y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico; iba a rendirle una veneración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites…Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una palabra, había decidido probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola…Y todo esto se había venido abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa, le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso…No, era preciso poner remedio al mal, conseguir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine, pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera.
—¡Compararme con semejante individuo…!
Al que más temía era a Svidrigailof…En resumidas cuentas, que tenía en perspectiva no pocas preocupaciones.
—No, he sido yo la principal culpable —decía Dunia, acariciando a sumadre—. Me dejé tentar por su dinero, pero yo te juro, Rodia, que no creía que pudiera ser tan indigno. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar. No me lo reproches, Rodia.
—¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! —murmuró Pulqueria Alejandrovna, casi inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que acababa de suceder.
Todos estaban contentos, y cinco minutos después charlaban entre risas.
Sólo Dunetchka palidecía a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la escena que se acababa de desarrollar. Pulqueria Alejandrovna no podía imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana le parecía una desgracia horrible. Rasumikhine estaba encantado; no osaba manifestar su alegría, pero temblaba febrilmente como si le hubieran quitado de encima un gran peso. Ahora era muy dueño de entregarse por entero a las dos mujeres, de servirlas…Además, sabía Dios lo que podría suceder…Sin embargo, rechazaba, acobardado, estos pensamientos y temía dar libre curso a su imaginación. Raskolnikof era el único que permanecía impasible, distraído, incluso un tanto huraño. Él, que tanto había insistido en la ruptura con Lujine, ahora que se había producido, parecía menos interesado en el asunto que los demás. Dunia no pudo menos de creer que seguía disgustado con ella, y Pulqueria Alejandrovna lo miraba con inquietud.
—¿Qué tienes que decirnos de parte de Svidrigailof? —le preguntó Dunia.
—¡Eso, eso! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof levantó la cabeza.
—Está empeñado en regalarte diez mil rublos y desea verte una vez estando yo presente.
—¿Verla? ¡De ningún modo! —exclamó Pulqueria Alejandrovna—.¡Además, tiene la osadía de ofrecerle dinero!
Entonces Raskolnikof refirió (secamente, por cierto) su diálogo con Svidrigailof, omitiendo todo lo relacionado con las apariciones de Marfa Petrovna, a fin de no ser demasiado prolijo. Le molestaba profundamente hablar más de lo indispensable.
—¿Y tú qué le has contestado? —preguntó Dunia.
—Yo he empezado por negarme a decirte nada de parte suya, y entonces él me ha dicho que se las arreglaría, fuera como fuera, para tener una entrevista contigo. Me ha asegurado que su pasión por ti fue una ilusión pasajera y que ahora no le inspiras nada que se parezca al amor. No quiere que te cases con Lujine. En general, hablaba de un modo confuso y contradictorio.
—¿Y tú qué opinas, Rodia? ¿Qué efecto te ha producido?—Os confieso que no lo acabo de entender. Te ofrece diez mil rublos, y dice que no es rico. Afirma que está a punto de emprender un viaje, y al cabo de diez minutos se olvida de ello…De pronto me ha dicho que se quiere casar y que le buscan una novia…Sin duda, persigue algún fin, un fin indigno seguramente. Sin embargo, yo creo que no se habría conducido tan ingenuamente si hubiera abrigado algún mal propósito contra ti…Yo, desde luego, he rechazado categóricamente ese dinero en nombre tuyo. En una palabra, ese hombre me ha producido una impresión extraña, e incluso me ha parecido que presentaba síntomas de locura…Pero acaso sea una falsa apreciación mía, o tal vez se trate de una simple ficción. La muerte de Marfa Petrovna debe de haberle trastornado profundamente.
—¡Que Dios la tenga en la gloria! —exclamó Pulqueria Alejandrovna—.Siempre la tendré presente en mis oraciones. ¿Qué habría sido de nosotras, Dunia, sin esos tres mil rublos? ¡Dios mío, no puedo menos de creer que el cielo nos los envía! Pues has de saber, Rodia, que todo el dinero que nos queda son tres rublos, y que pensábamos empeñar el reloj de Dunia para no pedirle dinero a él antes de que nos lo ofreciera.
Dunia parecía trastornada por la proposición de Svidrigailof. Estaba pensativa.
—Algún mal propósito abriga contra mí —murmuró, como si hablara consigo misma y con un leve estremecimiento.
Raskolnikof advirtió este temor excesivo.
—Creo que tendré ocasión de volverle a ver —dijo a su hermana.
—¡Lo vigilaremos! —exclamó enérgicamente Rasumikhine—. ¡Me comprometo a descubrir sus huellas! No le perderé de vista. Cuento con el permiso de Rodia. Hace poco me ha dicho: «Vela por mi hermana.» ¿Me lo permite usted, Avdotia Romanovna?
Dunia le sonrió y le tendió la mano, pero su semblante seguía velado por la preocupación. Pulqueria Alejandrovna le miró tímidamente, pero no intranquila, pues pensaba en los tres mil rublos.
Un cuarto de hora después se había entablado una animada conversación.
Incluso Raskolnikof, aunque sin abrir la boca, escuchaba con atención lo que decía Rasumikhine, que era el que llevaba la voz cantante.
—¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? —exclamó el estudiante, dejándose llevar de buen grado del entusiasmo que se había apoderado de él
—. ¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben ustedes permanecer aquí todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. Por lo menos, deben quedarse aquí una temporada. En lo que a mí concierne, acéptenmecomo amigo y como socio y les aseguro que montaremos un negocio excelente. Escúchenme: voy a exponerles mi proyecto con todo detalle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada había sucedido todavía.
Se trata de lo siguiente: yo tengo un tío (que ya les presentaré y que es un viejo tan simpático como respetable) que tiene un capital de mil rublos y vive de una pensión que le basta para cubrir sus necesidades. Desde hace dos años no cesa de insistir en que yo acepte sus mil rublos como préstamo con el seis por ciento de interés. Esto es un truco: lo que él desea es ayudarme. El año pasado yo no necesitaba dinero, pero este año voy a aceptar el préstamo. A estos mil rublos añaden ustedes mil de los suyos, y ya tenemos para empezar.
Bueno, ya somos socios. ¿Qué hacemos ahora?
Rasumikhine empezó acto seguido a exponer su proyecto. Se extendió en explicaciones sobre el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no conocían su oficio y por eso hacían malos negocios, y añadió que editando buenas obras se podía no sólo cubrir gastos, sino obtener beneficios. Ser editor constituía el sueño dorado de Rasumikhine, que llevaba dos años trabajando para casas editoriales y conocía tres idiomas, aunque seis días atrás había dicho a Raskolnikof que no sabía alemán, simple pretexto para que su amigo aceptara la mitad de una traducción y, con ella, los tres rublos de anticipo que le correspondían. Raskolnikof no se había dejado engañar.
—¿Por qué despreciar un buen negocio —exclamó Rasumikhine con creciente entusiasmo—, teniendo el elemento principal para ponerlo en práctica, es decir, el dinero? Sin duda tendremos que trabajar de firme, pero trabajaremos. Trabajará usted Avdotia Romanovna; trabajará su hermano y trabajaré yo. Hay libros que pueden producir buenas ganancias. Nosotros tenemos la ventaja de que sabemos lo que se debe traducir. Seremos traductores, editores y aprendices a la vez. Yo puedo ser útil a la sociedad porque tengo experiencia en cuestiones de libros. Hace dos años que ruedo por las editoriales, y conozco lo esencial del negocio. No es nada del otro mundo, créanme. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión? Yo podría indicar a los editores dos o tres libros extranjeros que producirían cien rublos cada uno, y sé de otro cuyo título no daría por menos de quinientos rublos. A lo mejor aún vacilarían esos imbéciles. Respecto a la parte administrativa del negocio (papel, impresión, venta…), déjenla en mi mano, pues es cosa que conozco bien. Empezaremos por poco e iremos ampliando el negocio gradualmente.
Desde luego, ganaremos lo suficiente para vivir.
Los ojos de Dunia brillaban.
—Su proposición me parece muy bien, Dmitri Prokofitch.
—Yo, como es natural —dijo Pulqueria Alejandrovna—, no entiendo nada de eso. Tal vez sea un buen negocio. Lo cierto es que el asunto me sorprendepor lo inesperado. Respecto a nuestra marcha, sólo puedo decirle que nos vemos obligadas a permanecer aquí algún tiempo.
Y al decir esto último dirigió una mirada a Rodia.
—¿Tú qué opinas? —preguntó Dunia a su hermano.
—A mí me parece una excelente idea. Naturalmente, no puede improvisarse un gran negocio editorial, pero sí publicar algunos volúmenes de éxito seguro. Yo conozco una obra que indudablemente se vendería. En cuanto a la capacidad de Rasumikhine, podéis estar tranquilas, pues conoce bien el negocio…Además, tenéis tiempo de sobra para estudiar el asunto.
—¡Hurra! —gritó Rasumikhine—. Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un local independiente que pertenece al mismo propietario. Está amueblado, tiene tres habitaciones pequeñas y no es caro. Yo me encargaré de empeñarles el reloj mañana para que tengan dinero. Todo se arreglará. Lo importante es que puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodia cerca de ustedes…Pero oye, ¿adónde vas?
—¿Por qué te marchas, Rodia? —preguntó Pulqueria Alejandrovna con evidente inquietud.
—¡Y en este momento! —le reprochó Rasumikhine.
Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él,
con la gorra en la mano, se disponía a marcharse.
—¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! —exclamó en un tono extraño—. No me enterréis tan pronto.
Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!
—Sin embargo —dijo distraídamente—, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos!
Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.
—Pero ¿qué te pasa, Rodia? —preguntó ansiosamente su madre.
—¿Dónde vas? —preguntó Dunia con voz extraña.
—Me tengo que marchar —repuso.
Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución irrevocable.
—Yo quería deciros…—continuó—. He venido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunia, que…debemos separarnos por algún tiempo…No me siento bien…Los nervios…Ya volveré…Más adelante…, cuando pueda.
Pienso en vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo teníadecidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos de mí: esto es lo mejor…No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario…, y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.
—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo terror.
—¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! —exclamó la pobre mujer.
Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.
—¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? —murmuró, indignada.
—Ya volveré, ya volveré a veros —dijo a media voz, casi inconsciente.
Y se fue.
—¡Mal hombre, corazón de piedra! —le gritó Dunia.
—No es malo, es que está loco —murmuró Rasumikhine al oído de la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano—. Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva con él.
Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, que parecía a punto de caer, le dijo:
—En seguida vuelvo.
Salió corriendo de la habitación. Raskolnikof, que le esperaba al final del pasillo, le recibió con estas palabras:
—Sabía que vendrías…Vuelve al lado de ellas; no las dejes…Ven también mañana; no las dejes nunca…Yo tal vez vuelva…, tal vez pueda volver. Adiós.
Se alejó sin tenderle la mano.
—Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo!
Raskolnikof se detuvo de nuevo.
—Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré…No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí…Déjame…, pero a ellas no las abandones… ¿Comprendes?
El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este momento toda su vida.La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetrante, y Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron…Rasumikhine se puso pálido como un muerto.
—¿Comprendes ahora? —preguntó Raskolnikof con una mueca espantosa
—. Vuelve junto a ellas —añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.
No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulqueria Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría a visitarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta…En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano.
Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.
—¿Quién va? —preguntó una voz de mujer con inquietud.
—Soy yo, que vengo a su casa —dijo Raskolnikof.
Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.
—¡Dios mío! ¿Es usted? —gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.
—¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la velasobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.
La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había cortinas en la cama.
Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.
—He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? —preguntó Raskolnikof sin levantar la vista hacia Sonia.
—Sí, sí, son las once ya —balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran un inquietante problema—: El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído perfectamente las…
—Vengo a su casa por última vez —dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba de que era también su primera visita—. Acaso no vuelva a verla más —añadió.
—¿Se va de viaje?
—No sé, no sé…Mañana, quizá…
—Así, ¿no irá usted mañana a casa de Catalina Ivanovna? —preguntóSonia con un ligero temblor en la voz.
—No lo sé…Quizá mañana por la mañana…Pero no hablemos de este asunto. He venido a decirle…
Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonia de pie.
—¿Por qué está de pie? Siéntese —le dijo, dando de pronto a su voz un
tono bajo y dulce.
Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.
—¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las manos de un muerto.
Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.
—Siempre he sido así —dijo Sonia.
—¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?
—Sí.
—¡Claro, claro! —dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.
Volvió a pasear su mirada por la habitación.
—Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?
—Sí.
—Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
—Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
—¿Sólo una para toda la familia?
—Sí.
—A mí, esta habitación me daría miedo —dijo Rodia con expresión sombría.
—Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable —dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo—.Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.
—Son tartamudos, ¿verdad?
—Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre…no es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él eraesclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean…Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas cosas?
—Su padre me lo contó todo…Por él supe lo que le ocurrió a usted…Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.
Sonia se turbó.
—Me parece —murmuró, vacilando— que hoy lo he visto.
—¿A quién?
—A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él.
Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna…
—No, usted iba…paseando.
—Sí —murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.
—Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?
—¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!
Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.
—Ya veo que la quiere usted.
—¡Claro que la quiero! —exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento—. Usted no la… ¡Ah, si usted supiera…! Es como una niña…Está trastornada por el dolor…Es inteligente y noble…y buena…Usted no sabe nada…nada…
Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.
—¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor…! Pero, aunque me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce… ¡Es tan desgraciada!
Está enferma…Sólo pide justicia…Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama…Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto.
No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita…Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame…Es una mujer justa, muy justa.
—¿Y qué va a hacer usted ahora?
Sonia le dirigió una mirada interrogante.
—Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así.
Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para beber…Pero ¿qué van a hacer ahora?
—No lo sé —respondió Sonia tristemente.
—¿Seguirán viviendo en la misma casa?
—No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.
—¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?
—¡Oh, no! Ella no piensa en eso…Nosotros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.
Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.
—Además, ¿qué quiere usted que haga? —continuó Sonia con vehemencia creciente—. ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más.
¡Eran tan bonitos los zapatos que quería…! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe…? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero… ¡Qué pena da ver estas cosas!
—Ahora comprendo que lleve usted esta vida —dijo Raskolnikof, sonriendo amargamente.—¿Es que usted no se compadece de ella? —exclamó Sonia—. Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa.
¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar…!
La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella…Y así muchas veces…Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!
Se retorcía las manos con un gesto de dolor.
—¿Dice usted que fue mala con ella?
—Sí, fui mala…Yo había ido a verlos —continuó llorando—, y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque tengo que marcharme…» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. «¡Oh Sonia! —me dijo—. ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante… ¿En qué vestido los habría puesto…? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada…! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna?» Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón…No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije…!
—¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?
—Sí. ¿Usted también la conocía? —preguntó Sonia con cierto asombro.
—Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto —dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.
—¡Oh, no, no!
Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.
—Lo mejor es que muera —dijo Raskolnikof.
—¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? —exclamó Sonia, trastornada, llena deespanto.
—¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.
—¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! —exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.
—Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la
llevan al hospital, ¿qué sucederá? —siguió preguntando despiadadamente.
—¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! —exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.
—¿Por qué imposible? —preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica—. Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños…
—¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! —gritó Sonia con voz ahogada.
Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si todo dependiera de él.
Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.
—¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado?
—preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.
—No —murmuró Sonia.
—No me extraña. ¿Lo ha intentado? —preguntó con una sonrisa burlona.
—Sí.
—Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.
Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.
—¿Es que no gana usted dinero todos los días? —preguntó Rodia.
Sonia se turbó más todavía y enrojeció.
—No —murmuró con un esfuerzo doloroso.—La misma suerte espera a Poletchka —dijo Raskolnikof de pronto.
—¡No, no! ¡Eso es imposible! —exclamó Sonia.
Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.
—¡Dios no permitirá una abominación semejante!
—Permite otras muchas.
—¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! —gritó Sonia fuera de sí.
—Tal vez no exista —replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.
Seguidamente se echó a reír y la miró.
Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.
—Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos —dijo Raskolnikof tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban.
Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas.
Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor convulsivo…De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.
—¿Qué hace usted? —balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
Él se puso en pie.
—No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano —dijo en un tono extraño.
Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
—Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.
—¿Eso ha dicho? —exclamó Sonia, aterrada—. ¿Y delante de ellas?¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy…una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?
—Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda —continuó ardientemente—, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio…! Y ahora dime —añadió, iracundo—: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.
—Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? —preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.
Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamente había pensado en ello, que no le había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.
Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.
«Sólo tiene tres soluciones —siguió pensando Raskolnikof—: arrojarse al canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.»
Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof erajoven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad era la más probable.
«Pero ¿es esto posible? —siguió reflexionando—. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna…? No, no; esto es imposible —exclamó mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento—: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia…Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro…? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»
Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.
—¿Rezas mucho, Sonia? —le preguntó.
La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.
—¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?
Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano.
«No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.
—Pero ¿qué hace Dios por ti? —siguió preguntando el joven.
Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder.
La emoción henchía su frágil pecho.
—¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas
—exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.
«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.
—Dios todo lo puede —dijo Sonia, bajando de nuevo los ojos.
«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con ávida curiosidad.
Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresaruna pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.
«Está loca, está loca», se repetía.
Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.
—¿De dónde has sacado este libro? —le preguntó desde el otro extremo de la habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.
—Me lo han regalado —respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.
—¿Quién?
—Lisbeth.
«¡Lisbeth! ¡Qué raro!», pensó Raskolnikof.
Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó a hojearlo.
—¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? —preguntó de pronto.
Sonia no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.
—Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.
Sonia le miró de reojo.
—Están en el cuarto Evangelio —repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio.
—Toma; busca ese pasaje y léemelo.
Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el semblante.
«Dentro de quince días o de tres semanas —murmuró para sí— habrá que ir a verme a la séptima versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»
Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.
—¿Es que usted no lo ha leído nunca? —preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría y dura.—Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño…Lee.
—¿Y no lo ha leído en la iglesia?
—Yo…yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?
—Pues…no —balbuceó Sonia.
Raskolnikof sonrió.
—Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?
—Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.
—¿Por quién?
—Por Lisbeth. La mataron a hachazos.
La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vueltas.
—Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.
—Sí. Era una mujer justa y buena…A veces venía a verme…Muy de tarde en tarde. No podía venir más…Leíamos y hablábamos…Ahora está con Dios.
¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias?
«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.
—¡Lee! —ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.
Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.
—¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe —murmuró Sonia con voz entrecortada.
—¡Lee! —insistió Raskolnikof—. ¡Bien le leías a Lisbeth!
Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni una sola palabra.
—«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo…»—articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.
Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado tensa. Sintió que a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikofcomprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero.
De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adolescencia, desde la época en que vivía con su familia, con su infortunado padre, con aquella madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos y oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo que después pudiera ocurrir…Leía todo esto en los ojos de Sonia y comprendía la emoción que la trastornaba…Sin embargo, Sonia se dominó, deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo 11 del Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo 19.
—«…Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para consolarlas de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará…»
Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que amenazaba ahogar su voz.
—«Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice…»
Sonia tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la que hacía públicamente su profesión de fe:
—«…Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo…»
Sonia se detuvo, levantó momentáneamente los ojos hacia Raskolnikof y después continuó la lectura. El joven, acodado en la mesa, escuchaba sin moverse y sin mirar a Sonia. La lectora llegó al versículo 32.
—«…Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban igualmente, se entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis?
Le respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego, ¿no podía hacer que este hombre no muriera?…»Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él había sospechado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo —«El que abrió los ojos al ciego…»—, Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a creer, mientras prorrumpían en sollozos…Y él, él que tampoco creía, él que también estaba ciego, comprendería y creería igualmente…Y esto iba a suceder muy pronto, en seguida…Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa espera.
—«…Jesús, lleno de una profunda tristeza, fue a la tumba. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo: Levantad la piedra. Marta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, ya huele mal, pues hace cuatro días que está en la tumba…»
Sonia pronunció con fuerza la palabra «cuatro».
—«…Jesús le dijo entonces: ¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto.
Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que Tú me escuchas siempre y sólo he hablado para que los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra.
Habiendo dicho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el muerto salió…—Sonia leyó estas palabras con voz clara y triunfante, y temblaba como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos—…vendados los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario.
Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. Entonces, muchos de los judíos que habían ido a casa de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él.»
Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
—No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.
Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se detuvo. Permanecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Raskolnikof. Seguía temblando febrilmente. El cabo de la vela estaba a punto de consumirse en el torcido candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera habitación donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.
—He venido a hablarle de un asunto —dijo de súbito Raskolnikof con voz fuerte y enérgica. Seguidamente, velado el semblante por una repentinatristeza, se levantó y se acercó a Sonia. Ésta se volvió a mirarle y vio que su dura mirada expresaba una feroz resolución. El joven añadió—: Hoy he abandonado a mi familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de ellas: la ruptura es definitiva.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Sonia, estupefacta.
Su reciente encuentro con Pulqueria Alejandrovna y Dunia había dejado en ella una impresión imborrable aunque confusa, y la noticia de la ruptura la horrorizó.
—Ahora no tengo a nadie más que a ti —dijo Raskolnikof—. Vente conmigo. He venido por ti. Somos dos seres malditos. Vámonos juntos.
Sus ojos centelleaban.
«Tiene cara de loco», pensó Sonia.
—¿Irnos? ¿Adónde? —preguntó aterrada, dando un paso atrás.
—¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos seguimos la misma ruta y que únicamente tenemos una meta.
Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era infinitamente desgraciado.
—Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí.
Yo, en cambio, lo he comprendido. Te necesito y por eso he venido a buscarte.
—No entiendo —balbuceó Sonia.
—Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has cruzado la línea. Has atentado contra ti; has destruido una vida…, tu propia vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías podido vivir con tu alma y tu razón y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga, y si permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya parece que sólo conservas a medias la razón. Hemos de seguir la misma ruta, codo a codo. ¡Vente!
—¿Por qué, por qué dice usted eso? —preguntó Sonia, emocionada, incluso trastornada por las palabras de Raskolnikof.
—¿Por qué? Porque no se puede vivir así. Por eso hay que razonar seriamente y ver las cosas como son, en vez de echarse a llorar como un niño y gritar que Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un día te llevan al hospital?
Catalina Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto. ¿Qué será entonces de los niños? ¿Crees que Poletchka podrá salvarse? ¿No has visto por estos barrios niños a los que sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven esas madres y cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros.
Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.—Pero ¿qué hacer, qué hacer? —exclamó Sonia, llorando desesperadamente mientras se retorcía las manos.
—¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no comprendes? Ya comprenderás más adelante…La libertad y el poder, el poder sobre todo…, el dominio sobre todos los seres pusilánimes…Sí, dominar a todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testamento que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo mañana, te enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras. Quizá llegue un día, en el curso de los años, en que comprendas su significado. Y si vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth.
Sonia se estremeció.
—Entonces, ¿usted lo sabe? —preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una mirada despavorida.
—Lo sé y te lo diré…Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No vendré a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo que te elegí para esta confidencia: el mismo día en que tu padre me habló de ti, cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.
Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado conversando con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón.
La cabeza le daba vueltas.
«¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus palabras?»
Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la verdad.
«Debe de ser muy desgraciado…Ha abandonado a su madre y a su hermana. ¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan sus palabras?»
Le había besado los pies y le había dicho…, le había dicho…que no podía vivir sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
«¡Señor, Señor…!»
Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía, lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes…Él le besaba los pies y lloraba… ¡Señor, Señor!
Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de la señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquelcompartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidrigailof, de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había oído perfectamente toda la conversación de Sonia con su visitante.
Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió de puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y volvió a la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al dormitorio de Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez, al día siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que turbara su satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.
Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez de instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala.
Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran, siendo así que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo, en la sala de espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno de ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikof.
El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose si habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber marchado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior, lo hubiera sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikof, no habría podido permanecer tan tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían esperado hasta las once para verle, ni le habrían permitido ir por su propia voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada…, porque tal vez no sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo ocurrido el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su mente enferma.
Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le habíaocurrido el día anterior en el momento en que sus inquietudes, aquellas inquietudes rayanas en el terror, eran más angustiosas.
Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha, Raskolnikof empezó a temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de que aquel temblor podía ser de miedo, miedo a la entrevista que iba a tener con el odioso Porfirio Petrovitch. Pensar que iba a volver a ver a aquel hombre le inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que temía incluso que aquel odio le traicionase, y esto le produjo una cólera tan violenta, que detuvo en seco su temblor. Se dispuso a presentarse a Porfirio en actitud fría e insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos posible, vigilar a su adversario, permanecer en guardia y dominar su irascible temperamento. En este momento le llamaron al despacho de Porfirio Petrovitch.
El juez de instrucción estaba solo en aquel momento. En el despacho, de medianas dimensiones, había una gran mesa de escritorio, un armario y varias sillas. Todo este mobiliario era de madera amarilla y lo pagaba el Estado. En la pared del fondo había una puerta cerrada. Por lo tanto, debía de haber otras dependencias tras aquella pared. Cuando entró Raskolnikof, Porfirio cerró tras él la puerta inmediatamente y los dos quedaron solos. El juez recibió a su visitante con gesto alegre y amable; pero, poco después, Raskolnikof advirtió que daba muestras de cierta violencia. Era como si le hubieran sorprendido ocupado en alguna operación secreta.
Porfirio le tendió las dos manos.
—¡Ah! He aquí a nuestro respetable amigo en nuestros parajes. Siéntese, querido…Pero ahora caigo en que tal vez le disguste que le haya llamado «respetable» y «querido» así, tout court. Le ruego que no tome esto como una familiaridad. Siéntese en el sofá, haga el favor.
Raskolnikof se sentó sin apartar de él la vista. Las expresiones «nuestros parajes», «como una familiaridad», «tout court», amén de otros detalles, le parecían muy propios de aquel hombre.
«Sin embargo, me ha tendido las dos manos sin permitirme estrecharle ninguna: las ha retirado a tiempo», pensó Raskolnikof, empezando a desconfiar.
Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las desviaban con la rapidez del relámpago.
—Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. ¿Está bien así o habré de escribirlo de otro modo?
—¿Cómo? ¿El papel del reloj? ¡Ah, sí! ¡No se preocupe! Está muy bien — dijo Porfirio Petrovitch precipitadamente, antes de haber leído el escrito.Inmediatamente, lo leyó—. Sí, está perfectamente. No hace falta más.
Seguía expresándose con precipitación. Un momento después, mientras hablaban de otras cosas, lo guardó en un cajón de la mesa.
—Me parece —dijo Raskolnikof— que ayer mostró usted deseos de interrogarme…oficialmente…sobre mis relaciones con la mujer asesinada…
«¿Por qué habré dicho "me parece"?»
Esta idea atravesó su mente como un relámpago.
«Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto seguido.
Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello.
La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía…
«¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»
—¡Ah, sí! No se preocupe…Hay tiempo —dijo Porfirio Petrovitch, yendo y viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de Raskolnikof, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra pared.
Porfirio Petrovitch continuó:
—Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra… ¿Fuma usted? ¿Acaso no tiene tabaco? Tenga un cigarrillo…Aunque le recibo aquí, mis habitaciones están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No opina usted así?
—En efecto, es una cosa magnífica —repuso Raskolnikof, mirándole casi burlonamente.
—Una cosa magnífica, una cosa magnífica —repetía Porfirio Petrovitch distraídamente—. ¡Sí, una cosa magnífica! —gritó, deteniéndose de súbito a dos pasos del joven.
La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con lamirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en aquel momento.
Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse, lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
—Bien sé —empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de satisfacción— que es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere, pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una costumbre rigurosamente observada en su profesión?
—Así… ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado para…?
Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con una risa prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír también, con una risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfirio, al verle reír a él, se avivó hasta el punto de que su rostro se puso como la grana, Raskolnikof se sintió dominado por una contrariedad tan profunda, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo y dirigió al juez de instrucción una mirada de odio que ya no apartó de él mientras duró aquella larga y, al parecer, un tanto ficticia alegría. Por lo demás, Porfirio no se mostraba más prudente que él, ya que se había echado a reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a éste le hubiera sentado tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció extremadamente significativa al joven, el cual dedujo que todo había sucedido a medida de los deseos de Porfirio Petrovitch y que él, Raskolnikof, se había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada, algún propósito que él no había logrado descubrir. La mina estaba cargada y estallaría de un momento a otro.
Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
—Porfirio Petrovitch —dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva irritación—. Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio
—subrayó con energía esta palabra—, y he venido a ponerme a su disposición.
Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario, permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murióatropellado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después continuó, con una irritación creciente:
—Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy harto…Ha sido una de las causas de mi enfermedad…En una palabra — añadió, levantando la voz al considerar que esta frase sobre su enfermedad no venía a cuento—, en una palabra: haga usted el favor de interrogarme o permítame que me vaya inmediatamente…Pero si me interroga, habrá de hacerlo con arreglo a las normas legales y de ningún otro modo…Y como veo que no decide usted nada, adiós. Por el momento, usted y yo no tenemos nada que decirnos.
—Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que interrogar? —exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de tono y dejando de reír—. No se preocupe usted —añadió, reanudando sus paseos, para luego, de pronto, arrojarse sobre Raskolnikof y hacerlo sentar—. No hay prisa, no hay prisa. Además, esto no tiene ninguna importancia. Por el contrario, estoy encantado de que haya venido usted a verme. Le he recibido como a un amigo. En cuanto a esta maldita risa, perdóneme, mi querido Rodion Romanovitch…Se llama usted así, ¿verdad? Soy un hombre nervioso y me ha hecho mucha gracia la agudeza de su observación. A veces estoy media hora sacudido por la risa como una pelota de goma. Soy propenso a la risa por naturaleza. Mi temperamento me hace temer incluso la apoplejía…
Pero siéntese, amigo mío, se lo ruego. De lo contrario, creeré que está usted enfadado.
Raskolnikof no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y observar con las cejas fruncidas. Se sentó, pero sin dejar la gorra.
—Quiero decirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch; una cosa que le ayudará a comprender mi carácter —continuó Porfirio Petrovitch, sin cesar de dar vueltas por la habitación, pero procurando no cruzar su mirada con la de Raskolnikof—. Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada mundano, desconocido y, por añadidura, acabado, embotado, y…y… ¿ha observado usted, Rodion Romanovitch, que aquí en Rusia, y sobre todo en los círculos petersburgueses, cuando se encuentran dos hombres inteligentes que no se conocen bien todavía, pero que se aprecian mutuamente, están lo menos media hora sin saber qué decirse? Permanecen petrificados y confusos el uno frente al otro. Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. Las damas, la gente de mundo, la de alta sociedad, tienen siempre un tema de conversación, c'est de rigueur; pero las personas de la clase media, como nosotros, son tímidas y taciturnas…Me refiero a los que son capaces de pensar… ¿Cómo se explica usted esto, amigo mío? ¿Es que no tenemos eldebido interés por las cuestiones sociales? No, no es esto. Entonces, ¿es por un exceso de honestidad, porque somos demasiado leales y no queremos engañarnos unos a otros…? No lo sé. ¿Usted qué opina…? Pero deje la gorra.
Parece que esté usted a punto de marcharse, y esto me contraría, se lo aseguro, pues, en contra de lo que usted cree, estoy encantado…
Raskolnikof dejó la gorra, pero sin romper su mutismo. Con el entrecejo fruncido, escuchaba atentamente la palabrería deshilvanada de Porfirio Petrovitch.
«Dice todas estas cosas afectadas y ridículas para distraer mi atención.»
—No le ofrezco café —prosiguió el infatigable Porfirio— porque el lugar no me parece adecuado…El servicio le llena a uno de obligaciones…Pero podemos pasar cinco minutos en amistosa compañía y distraernos un poco…
No se moleste, mi querido amigo, por mi continuo ir y venir. Excúseme. Temo enojarle, pero necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es un gran bien para mí poder pasear durante cinco minutos…Mis hemorroides, ¿sabe usted…? Tengo el propósito de someterme a un tratamiento gimnástico.
Se dice que consejeros de Estado e incluso consejeros privados no se avergüenzan de saltar a la comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia en nuestros días…En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los interrogatorios y todo ese formulismo del que usted me ha hablado hace un momento, le diré, mi querido Rodion Romanovitch, que a veces desconciertan más al magistrado que al declarante. Usted acaba de observarlo con tanta razón como agudeza.
—Raskolnikof no había hecho ninguna observación de esta índole—. Uno se confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con los procedimientos que se siguen y que son siempre los mismos? Se nos han prometido reformas, pero ya verá como no cambian más que los términos. ¡Je, je, je! En lo que concierne a nuestras costumbres jurídicas, estoy plenamente de acuerdo con sus sutiles observaciones…Ningún acusado, ni siquiera el mujik más obtuso, puede ignorar que, al empezar nuestro interrogatorio, trataremos de ahuyentar su desconfianza (según su feliz expresión), a fin de asestarle seguidamente un achazo en pleno cráneo (para utilizar su ingeniosa metáfora). ¡Je, je, je…!
¿De modo que usted creía que yo hablaba de mi casa pagada por el Estado para…? Verdaderamente, es usted un hombre irónico…No, no; no volveré a este asunto…Pero sí, pues las ideas se asocian y unas palabras llevan a otras palabras. Usted ha mencionado el interrogatorio según las normas legales.
Pero ¿qué importan estas normas, que en más de un caso resultan sencillamente absurdas? A veces, una simple charla amistosa da mejores resultados. Estas normas no desaparecerán nunca, se lo digo para su tranquilidad; pero ¿qué son las normas, le pregunto yo? El juez de instrucción jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado que interroga a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de ideas absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando una palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella palabrería sin sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus gruesas y cortas piernas, con la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y haciendo con la izquierda ademanes que no tenían relación alguna con sus palabras.
Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a la puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
«¿Esperará a alguien?»
—Tiene usted razón —continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza—. Tiene usted motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos, naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie de la letra las normas establecidas…Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un crimen cuya instrucción se me ha confiado…Usted ha estudiado Derecho, ¿verdad, Rodion Romanovitch?
—Empecé.
—Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante…Pero no crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los periódicos artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de exponerle un hecho a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo cualquiera como un criminal, ¿por qué, dígame, he de inquietarle prematuramente, incluso en el caso de que tenga pruebas contra él? A algunos me veo obligado a detenerlos inmediatamente, pero otros son de un carácter completamente distinto. ¿Por qué no he de dejar a mi culpable pasearse un poco por la ciudad? ¡Je, je…! Ya veo que usted no me acaba de comprender.
Se lo voy a explicar más claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le proporciono un punto de apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
—Sin embargo —continuó éste—, tengo razón, por lo menos en lo que concierne a ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el momento que tiene usted pruebas, me dirá usted… ¡Dios mío! Usted sabe muybien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo, por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así, una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a su caparazón, se me escapa…Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por asalto.
Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses —se decían—, pues un asedio normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree?
En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al parecer, no tiene ningún precedente.
»Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en tensión… ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis…! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede escapar… ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero,dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiks que para él son como extranjeros. ¡Je, je…! Por otra parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológicamente… ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfirio con profunda atención.
«Me ha dado una buena lección —se dijo mentalmente, helado de espanto —. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer.
No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza.
Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál?
¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado… ¿Por qué hablará con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios…No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»
Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio Petrovitch y estrangularlo.
En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarlealguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
—Ya veo que no me ha creído usted —prosiguió Porfirio—. Usted supone que todo esto son bromas inocentes.
Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.
—Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch…Pero, ante todo, le ruego que me perdone este lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero. Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa.
Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su ejército. ¡Je, je, je…! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano, para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra…
Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante.
¡Je, je, je…! Bien; ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch…
Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta y cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría que se había arqueado su espalda.
—Además —continuó—, yo soy un hombre sincero… ¿Verdad que soy un hombre sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer, confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro.Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.
»Supongamos que ese hombre miente…Me refiero al hombre desconocido de nuestro caso particular…Supongamos que miente, y de un modo magistral.
Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas…Su mentira ha sido perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra como cogido en una trampa.
»Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo han detenido todavía. ¡Je, je, je…! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz, a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?
—No se preocupe —exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír—.Le ruego que no se moleste.
Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a reír también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva se había calmado, se puso en pie.
—Porfirio Petrovitch —dijo levantando la voz y articulando claramente las palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para sostenerse sobre sus temblorosas piernas—, estoy seguro de que usted sospecha que soy el asesino de la vieja y de su hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de mí en mi propia cara y torturándome como lo está haciendo.
Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas de cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.
—¡No lo permitiré! —exclamó, descargando violentamente su puño sobre la mesa—. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!—¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? —dijo Porfirio Petrovitch con un gesto de vivísima inquietud—. ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion Romanovitch?
—¡No lo permitiré! —gritó una vez más Raskolnikof.
—No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué les diremos? ¿No comprende?
Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de Raskolnikof.
—No lo permitiré, no lo permitiré —repetía Rodia maquinalmente.
Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió rápidamente y corrió a abrir la ventana.
—Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua, amigo mío, pues está verdaderamente trastornado.
Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una garrafa en un rincón.
—Tenga, beba un poco —dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano
—. Tal vez esto le…
El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso beber.
—Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco.
¡Beba, por favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!
Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
—Ha tenido usted un amago de ataque —dijo Porfirio Petrovitch afectuosamente y, al parecer, muy turbado—. Se mortifica usted de tal modo, que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un carácter cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. «¡Qué ocurrencia! —pensaba—. ¡Señor! ¡Dios mío!» Le envió usted, ¿verdad…?
Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios.
—Yo no lo envié —repuso Raskolnikof—, pero sabía que tenía que venir a su casa y por qué motivo.—¿Conque lo sabía?
—Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
—Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion Romanovitch, que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó estupefactos a los empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo, es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así.
Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado exactamente su estado de ánimo?
»Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya le contaré…Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro.
«¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho?»
—Durante el ejercicio de mi profesión —continuó inmediatamente Porfirio Petrovitch—, he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino.
Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien, amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nerviosen tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo preguntas sobre manchas de sangre…En la práctica de mi profesión me ha sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita…Usted delira a veces, y ese mal no tiene más origen que el delirio…
Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
«¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con todas sus fuerzas un pensamiento que —se daba perfecta cuenta de ello— amenazaba hacerle enloquecer de furor.
—En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de mis actos —exclamó, pendiente de las reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones—.Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
—Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto. Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva observación. Si usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este maldito asunto, ¿habría dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el contrario, usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que usted no se daba cuenta de lo que hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la tengo?
El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había acercado al suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de asombro.
—Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.
Raskolnikof se estremeció. Él no había hecho afirmación semejante.
—Sigue usted mintiendo —dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y débil—. Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que puede predecir todas mis respuestas —añadió, dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras—. Usted quiere asustarme; usted se está burlando de mí, sencillamente.Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito, un terrible furor fulguró en sus ojos.
—Está diciendo una mentira tras otra —exclamó—. Usted sabe muy bien que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto como sea posible…, declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo a usted!
—¡Qué veleta es usted! —dijo Porfirio con una risita mordaz—. No hay medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree?
Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo verdadero afecto y sólo deseo su bien.
Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.
—Sí, le tengo verdadero afecto —prosiguió Porfirio, apretando amistosamente el brazo del joven—, y no se lo volveré a repetir. Además, tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense en ella. Usted debería hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el contrario, sólo les causa inquietudes…
—Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué me vigila y qué interés tiene en que yo lo sepa?
—Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted.
Usted no se da cuenta de que, cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a mí que a los demás. Rasumikhine me ha contado también muchas cosas interesantes…Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar de su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son…Le voy a poner un ejemplo, volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla es un detalle de valor extraordinario para un juez que está instruyendo un sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza, sin reserva alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría procedido como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su desconfianza, no dejarle entrever que estaba al corriente de este detalle, para arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «¿Qué hacia usted, entre diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón de la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran…El hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz de ver nada.Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio Petrovitch no pudo menos de notarlo.
—No hace usted más que mentir —repitió resueltamente—. Ignoro lo que persigue con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un momento; por eso no puedo equivocarme… ¡Miente usted!
—¿Que miento? —replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero conservando su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna importancia a la opinión que Raskolnikof tuviera de él—. ¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio, el amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías…! ¡Je, je, je…! Sin embargo, dicho sea de paso, esos medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos filos y pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad, el desvarío, la alucinación…No me acuerdo de nada.» Y le contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué su enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué le produce precisamente ese tipo de alucinación?» Esta enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
—En resumidas cuentas —dijo firmemente, levantándose y apartando a Porfirio—, yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen de toda sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin rodeos.
—Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! — exclamó Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla—.Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se comporta como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se inquieta usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
—¡Le repito —replicó Raskolnikof, ciego de ira— que no puedo
soportar…!
—¿La incertidumbre? —le interrumpió Porfirio.
—¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
—¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No estoy bromeando.
Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y de bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidasy un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y los misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue momentánea.
Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que la ira le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al límite, obedeció —cosa extraña— la orden de bajar la voz.
—No me dejaré torturar —murmuró en el mismo tono de antes. Pero advertía, con una mezcla de amargura y rencor, que no podía obrar de otro modo, y esta convicción aumentaba su cólera—. Deténgame —añadió—,regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo prohíbo!
—Nada de reglas —respondió Porfirio, que seguía sonriendo burlonamente y miraba a Raskolnikof con cierto júbilo—. Le invité a venir a verme como amigo.
—No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo mi gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si tiene intención de arrestarme.
Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
—¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? —le dijo Porfirio Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a Raskolnikof fuera de sí.
—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? —preguntó Rodia, fijando en el juez de instrucción una mirada llena de inquietud.
—Una sorpresa que está detrás de esa puerta… ¡Je, je, je!
Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
—Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
—¿Qué demonios se trae usted entre manos?
Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
—Está cerrada con llave y la llave la tengo yo —dijo Porfirio.
Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
—No haces más que mentir —gruñó Raskolnikof sin poder dominarse—.¡Mientes, mientes, maldito polichinela!
Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aunque sin demostrar temor alguno.—¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! —siguió vociferando Raskolnikof—. Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no debo.
—¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovitch! ¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
—¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
—Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas, querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus propios ojos.
Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del despacho.
En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
—Ya vienen —exclamó Raskolnikof—. Has enviado por ellos…Los esperabas…Lo tenías todo calculado…Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los testigos y a quien quieras…Estoy preparado.
Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo habrían podido prever jamás.
He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.
—¿Qué pasa? —gritó Porfirio Petrovitch, contrariado—. Ya he advertido que…
Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas que trataban de impedir el paso a alguien.
—¿Quieren decir de una vez qué pasa? —repitió Porfirio, perdiendo la paciencia.—Es que está aquí el procesado Nicolás —dijo una voz.
—No lo necesito. Que se lo lleven.
Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.
—¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
—Es que Nicolás…—empezó a decir el mismo que había hablado antes.
Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto irrumpió en el despacho.
El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él nuevamente.
Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en describirlo.
—¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? — exclamó el juez, sorprendido e irritado.
De pronto, Nicolás se arrodilló.
—¿Qué haces? —exclamó Porfirio, asombrado.
—¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! —dijo Nicolás con voz jadeante pero enérgica.
Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil.
—¿Qué dices? —preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
—Yo…soy…un asesino —repitió Nicolás tras una pausa.
—¿Tú? —exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto—. ¿A quién has matado?Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
—A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté…con un hacha. No estaba en mi juicio —añadió.
Y guardó silencio, sin levantarse.
Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones.
Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan.
Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.
—Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte —exclamó, irritado—. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto: ¿has cometido un crimen?
—Sí, soy un asesino; lo confieso —repuso Nicolás.
—¿Qué arma empleaste?
—Un hacha que llevaba conmigo.
—¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
Nicolás no comprendió la pregunta.
—Digo que si tuviste cómplices.
—No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.
—No te precipites a hablar de Mitri…Sin embargo, habrás de explicarme cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.
—Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía de mí —respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien aprendida.
—La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado — murmuró para sí el juez de instrucción.
En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido.
Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él, presuroso.
—Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme…Ya ve usted que…Ustedno tiene nada que hacer aquí…Yo soy el primer sorprendido, como puede usted ver…Váyase, se lo ruego…
Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.
—Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? —dijo Raskolnikof, que, dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.
—Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla. ¡Je, je, je!
—También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
—Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
—Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
—¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
—Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
—Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera —gruñó Porfirio con una sonrisa sarcástica.
Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo.
Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
—Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
—¿No? —repitió.
Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
—Perdóneme por mi conducta de hace un momento —dijo Raskolnikof, que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado—. He estado demasiado vehemente.
—No tiene importancia —repuso Porfirio con excelente humor—.También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.—Y terminaremos de conocernos —dijo Raskolnikof.
—Sí —convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados—.Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños, ¿no?
—No; a un entierro.
—¡Ah, sí! A un entierro…Cuídese, créame; cuídese.
—Yo no sé qué desearle —dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la escalera y se había vuelto de pronto—. Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
—¿Cómicas? —exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.
—Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted con sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
—¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que repetía palabras aprendidas de memoria.
—¡Claro que me he dado cuenta!
—¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
—Sí, era Gogol.
—¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que juzgaba inminente.Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclararse. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había corrido.
Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado, que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo, demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof, se había comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo.
Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué consistiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se hubiese producido la espectacular aparición de Nicolás?
Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo había decidido correr. Raskolnikof no dejaba de pensar en ello. Si el juez hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué sería aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna acusación…? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que hubiera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.
Raskolnikof estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las rodillas y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo su cuerpo. Al fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para reflexionar y se dirigió a la puerta.
Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de peligro. De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el deseo de trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivanovna.
Desde luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría a tiempo para la comida y vería a Sonia.
Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.
—Hoy, hoy —murmuró—. Hoy mismo. Es necesario…
Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase.
Se estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a poco, sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior, del hombre que parecía haber surgido de la tierra.
El desconocido se detuvo en el umbral, miró en silencio a Raskolnikof ydio un paso hacia el interior del aposento.
Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión de su mirada habían cambiado. Parecía profundamente apenado. Tras unos segundos de silencio, lanzó un suspiro. Sólo le faltaba llevarse la mano a la mejilla y volver la cabeza para parecer una pobre mujer desolada.
—¿Qué desea usted? —preguntó Raskolnikof, paralizado de espanto.
El recién llegado no contestó. De pronto hizo una reverencia tan profunda, que su mano derecha tocó el suelo.
—¿Qué hace usted? —exclamó Raskolnikof.
—Me siento culpable —dijo el desconocido en voz baja.
—¿De qué?
—De pensar mal.
Cruzaron una mirada.
—Yo no estaba tranquilo…Cuando llegó usted, el otro día, seguramente embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisaría, después de haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió que no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Esto me atormentó de tal modo, que no pude dormir. Y como me acordaba de su dirección, decidimos venir ayer a preguntar…
—¿Quién vino? —le interrumpió Raskolnikof, que empezaba a comprender.
—Yo. Por lo tanto, soy yo el que le insultó.
—Entonces, ¿vive usted en aquella casa?
—Sí, y estaba en el portal con otras personas. ¿No se acuerda? Hace ya mucho tiempo que vivo y trabajo en aquella casa. Tengo el oficio de peletero.
Lo que más me inquieta es…
Raskolnikof se acordó de súbito de toda la escena de la antevíspera.
Efectivamente, en el portal, además de los porteros, había varias personas, hombres y mujeres. Uno de los hombres había dicho que debían llevarle a la comisaría. No recordaba cómo era el que había manifestado este parecer —ni siquiera ahora podía reconocerle—, pero estaba seguro de haberse vuelto hacia él y haber respondido algo…
Se había aclarado el inquietante misterio del día anterior. Y lo más notable era que había estado a punto de perderse por un hecho tan insignificante.
Aquel hombre únicamente podía haber revelado que él, Raskolnikof, había ido allí para alquilar una habitación y hecho ciertas preguntas sobre las manchasde sangre. Por consiguiente, esto era todo lo que Porfirio Petrovitch podía saber; es decir, que tenía conocimiento de su acceso de delirio, pero de nada más, a pesar de su «arma psicológica de dos filos». En resumidas cuentas, que no sabía nada positivo. De modo que, si no surgían nuevos hechos (y no debían surgir), ¿qué le podían hacer? Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo podrían confundirle? Otra cosa que podía deducirse era que Porfirio acababa de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. Antes de ver al peletero no sabía nada.
—¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfirio mi visita a aquella casa? —preguntó, obedeciendo a una idea repentina.
—¿Quién es Porfirio?
—El juez de instrucción.
—Sí, yo he sido. Como los porteros no fueron, he ido yo.
—¿Hoy?
—He llegado un momento antes que usted y lo he oído todo: sé cómo le han torturado.
—¿Dónde estaba usted?
—En la vivienda del juez, detrás de la puerta interior del despacho. Allí he estado durante toda la escena.
—Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba usted escondido allí?
—Pues verá —dijo el peletero—. En vista de que los porteros no querían ir a dar parte a la policía, con el pretexto de que era tarde y les pondrían de vuelta y media por haber ido a molestarlos a hora tan intempestiva, me indigné de tal modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme acerca de usted.
Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. La primera vez que he preguntado por él, estaba ausente. He vuelto una hora después y no me ha recibido. Al fin, a la tercera vez, me han hecho pasar a su despacho. Se lo he contado todo exactamente como ocurrió. Mientras me escuchaba, Porfirio Petrovitch iba y venía apresuradamente por el despacho, golpeándose el pecho con el puño. «¡Qué cosas he de hacer por vuestra culpa, cretinos! —exclamó—. Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener.»
En seguida salió precipitadamente del despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él en un rincón. Después volvió a mi lado y de nuevo empezó a hacerme preguntas y a insultarme. Mientras él me dirigía reproche tras reproche, yo se lo he contado todo. Le he dicho que usted se había callado cuando yo le acusé de asesino y que no me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y venidas precipitadas y a darse golpes en el pecho, y cuando le han anunciado austed, ha venido hacia mí y me ha dicho: «Pasa detrás de esa puerta y, oigas lo que oigas, no te muevas de ahí.» Me ha traído una silla, me ha encerrado y me ha advertido: «Tal vez te llame.» Pero cuando ha llegado Nicolás y le ha despedido a usted, en seguida me ha dicho a mí que me marchase, advirtiéndome que tal vez me llamaría para interrogarme de nuevo.
—¿Ha interrogado a Nicolás delante de ti?
—Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha empezado a interrogar a Nicolás.
El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.
—Perdone mi denuncia y mi malicia.
—Que Dios lo perdone —dijo Raskolnikof.
El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue a paso lento.
«Ya no hay más que pruebas de doble sentido», se dijo Raskolnikof, y salió de su habitación reconfortado.
«Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba la escalera. Se detestaba a sí mismo y se sentía humillado por su pusilanimidad.
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