Dostoïevski Fedor Mikhaïlovitch. "Crimen y Castigo". Parte 3

CAPÍTULO 1

Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre.

Después, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su mano temblaba en la de Rodia.

—Volved a vuestro alojamiento…con él —dijo Raskolnikof con voz entrecortada y señalando a Rasumikhine—. Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis llegado?

—Esta tarde, Rodia —repuso Pulqueria Alejandrovna—. El tren se ha retrasado. Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de…

—¡No me atormentéis! —la interrumpió el enfermo, irritado.

—Yo me quedaré con él —dijo al punto Rasumikhine—, y no te dejaré solo ni un segundo. Que se vayan al diablo mis invitados. No me importa que les sepa mal. Allí estará mi tío para atenderlos.

—¿Cómo podré agradecérselo? —empezó a decir Pulqueria Alejandrovna estrechando las manos de Rasumikhine.

Pero su hijo la interrumpió:

—¡Basta, basta! No me martiricéis. No puedo más.

—Vámonos, mamá. Salgamos aunque sólo sea un momento —murmuró

Dunia, asustada—. No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica.

—¡Que no pueda quedarme a su lado después de tres años de separación!

—gimió Pulqueria Alejandrovna, bañada en lágrimas.

—Esperad un momento —dijo Raskolnikof—. Como me interrumpís, pierdo el hilo de mis ideas. ¿Habéis visto a Lujine?

—No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de que Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy —dijo con cierta cortedad Pulqueria Alejandrovna.

—Sí, ha sido muy amable…Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo ibaa tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.

—¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú…No creerás que…

—balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.

Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía continuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga perplejidad.

—Dunia —dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo—, no quiero que se lleve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que no vuelva a hablarse de él.

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.

—Piensa lo que dices, Rodia; —replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que consiguió ahogar en seguida—. Sin duda, tu estado no lo permite…

Estás fatigado —terminó con acento cariñoso.

—¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él. Dámela a leer mañana, y asunto concluido.

—Yo no puedo hacer eso —replicó la joven, ofendida—. ¿Con qué
derecho…?

—Tú también pierdes la calma, Dunetchka —dijo la madre, aterrada y tratando de hacer callar a su hija—. Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos hacer es marcharnos.

—No estaba en su juicio —exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba su embriaguez—. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así. Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí.

El otro, como es natural, se ha indignado…Estaba aquí discurseando y exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.

—O sea ¿que es verdad? —dijo Dunia, afligida—. Vamos, mamá…Buenas noches, Rodia.

—No olvides lo que te he dicho, Dunia —dijo Raskolnikof reuniendo sus últimas fuerzas—. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo…Ya os podéis marchar.

—O estás loco o eres un déspota —gruñó Rasumikhine.

Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared,
completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.

—No puedo marcharme —murmuró a Rasumikhine, desesperada—.Me quedaré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.

—Con eso no hará sino empeorar las cosas —respondió Rasumikhine, también en voz baja y fuera de sí—. Salgamos a la escalera. Nastasia, alúmbranos. Le juro —continuó a media voz cuando hubieron salido— que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor! Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.

—¡Oh! ¿Qué dice usted?

—Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lugares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles buscado un alojamiento más conveniente… ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por eso empleo palabras demasiado…expresivas. No haga usted demasiado caso.

—Iré a ver a la patrona —dijo Pulqueria Alejandrovna— y le suplicaré que nos dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo dejarlo así, no puedo.

Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico.

A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que noquería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido para ella la Providencia en persona.

Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre respecto a Rodia, y aunque no fuera de temperamento asustadizo, estaba sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse en ella las miradas ardorosas del amigo de su hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían infundido los relatos de Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación de huir arrastrando con ella a su madre.

Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias. Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al cabo de diez minutos. Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en que se encontrase, se manifestaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba sabía en el acto a qué atenerse.

—De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona —exclamó Rasumikhine dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna—. Lo que usted pretende es un disparate. Por muy madre de él que usted sea, lo exasperaría quedándose aquí, y sabe Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he aquí lo que he pensado hacer: Nastasia se quedará con él un momento, mientras yo las llevo a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas las calles de Petersburgo…En seguida, en una carrera, volveré aquí, y un cuarto de hora después les doy mi palabra de honor más sagrada de que iré a informarlas de cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera…Luego, óiganme bien, iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes a la mía, donde he dejado algunos invitados, todos borrachos, por cierto. Entonces cojo a Zosimof, que es el doctor que asiste a Rodia y que ahora está en mi casa…Pero él no está bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver a Rodia, y de aquí lo llevaré inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes recibirán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona. ¡Del doctor! ¿Qué más pueden pedir? Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha dicho…! Yo pasaré la noche aquí, en el vestíbulo. Él no se enterará. Y haré que Zosimof se quede a dormir en casa de la patrona: así lo tendremos a mano…Porque, díganme: ¿a quién necesita más Rodia en estos momentos: a ustedes o al doctor? No cabe duda de que el doctor es más útil para él, mucho más útil…Por lo tanto, vuélvanse a casa. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. Yo puedo, pero ustedes no: ella no lo querrá, porque…porque es una necia. Tendría celos de Avdotia Romanovna, celos a causa de mi persona, ya lo saben. Y, a lo mejor, también tendría celos de usted, Pulqueria Alejandrovna. Pero de su hija no me cabe la menor duda de que los tendría. Es una mujer muy rara…Bien es verdad que también yo soy un estúpido… ¡Pero no me importa…! Bueno, vamos. Porque me creen,¿verdad? Díganme: ¿me creen o no me creen?

—Vamos, mamá —dijo Avdotia Romanovna—. Hará lo que dice. Es el salvador de Rodia, y si el doctor ha prometido pasar aquí la noche, ¿qué más podemos pedir?

—¡Ah! Usted me comprende porque es un ángel —exclamó Rasumikhine en una explosión de entusiasmo—. Vámonos. Nastasia, entra en la habitación con la luz y no te muevas de su lado. Dentro de un cuarto de hora estoy de vuelta.

Pulqueria Alejandrovna, aunque no del todo convencida, no hizo la menor objeción. Rasumikhine las cogió a las dos del brazo y se las llevó escaleras abajo. La madre de Rodia no estaba muy segura de que el joven cumpliera lo prometido. «Sin duda es listo y tiene buenos sentimientos. Pero ¿se puede confiar en la palabra de un hombre que se halla en semejante estado?

—Ya entiendo: ustedes creen que estoy bebido —dijo el joven, adivinando los pensamientos de las dos mujeres y mientras daba tales zancadas por la acera, que ellas a duras penas podían seguirle, cosa que él no advertía—. Eso es absurdo…Quiero decir que, aunque esté borracho perdido, esto no importa en absoluto. Estoy borracho, sí, pero no de bebida. Lo que me ha trastornado ha sido la llegada de ustedes: me ha producido el mismo efecto que si me dieran un golpe en la cabeza…Sin embargo, esto no excluye mi responsabilidad…No me hagan caso, pues soy indigno de ustedes completamente indigno…Y tan pronto como las haya dejado en casa, me acercaré al canal y me echaré dos cubos de agua en la cabeza. Entonces se me pasará todo… ¡Si ustedes supieran cuánto las quiero a las dos! No se enfaden, no se rían…De la última persona de quien deben ustedes burlarse es de mí. Yo soy amigo de él. Tenía el presentimiento de que sucedería lo que ha sucedido.

El año pasado ya lo presentí…Pero no, no pude presentirlo el año pasado, porque, al verlas a ustedes, he tenido la impresión de que me caían del cielo…

Yo no dormiré esta noche…Ese Zosimof temía que Rodia perdiera la razón.

Por eso les he dicho que no deben contrariarle.

—Pero ¿qué dice usted? —exclamó la madre.

—¿De veras ha dicho eso el doctor? —preguntó Avdotia Romanovna, aterrada.

—Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado unos sellos; yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes…Por cierto que habría sido preferible que llegasen mañana…Hemos hecho bien en marcharnos…Dentro de una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles noticias…Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces…Pero ¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos malditos me hanobligado a discutir… ¡Y eso que me había jurado a mí mismo no tomar parte jamás en discusiones…! Pero ¡dicen unas cosas tan absurdas…! He estado a punto de pegarles. He dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda…

Aunque no lo crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que ser jamás uno mismo. Y a esto lo consideran el colmo del progreso. Si los disparates que dicen fueran al menos originales…Pero no…

—Óigame —dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta interrupción no consiguió sino enardecer más todavía a Rasumikhine.

—No, no son originales —prosiguió el joven, levantando más aún la voz

—. ¿Y qué creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos absurdos? Pues no: me gusta que se equivoquen. En esto radica la superioridad del hombre sobre los demás organismos. Así llega uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy precisamente porque me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos.

Un error original acaso valga más que una verdad insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siempre.

Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la actualidad? Todos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensamiento, la invención, el ideal, los deseos, el liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria del instituto, y nos contentamos con vivir con el espíritu ajeno… ¿Tengo razón o no la tengo? Díganme: ¿tengo razón?

Rasumikhine dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de las dos mujeres.

—¿Qué sé yo, Dios mío? —exclamó la pobre Pulqueria Alejandrovna.

Y Avdotia Romanovna repuso gravemente:

—Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en todos los puntos.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor provocado por un apretón de manos demasiado enérgico.

Rasumikhine exclamó, en el colmo del entusiasmo:

—¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de declarar que es usted un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de perfección. Deme su mano, ¡démela…! Y usted deme también la suya. Quiero besarlas. Ahora mismo y de rodillas.

Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.—¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted? —exclamó, alarmada, Pulqueria Alejandrovna.

—¡Levántese, levántese! —dijo Dunia, entre divertida e inquieta.

—Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano…Así.

Esto es suficiente. Ahora ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino…Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. Pero inclinarse ante ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea un bruto rematado. Por eso me he inclinado yo…Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto, uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Piotr Petrovitch en la calle. ¿Cómo se habrá atrevido a traerlas a un sitio semejante?

¡Es bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive aquí. Sin embargo, usted es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.

—Escuche, señor Rasumikhine —comenzó a decir Pulqueria Alejandrovna—. Se olvida usted…

—Sí, sí; tiene usted razón —se excusó el estudiante—; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe guardarme rencor porque haya hablado así, pues he sido franco. No crea que lo he dicho por…No, no; eso sería una vileza…Yo no lo he dicho para…

No, no me atrevo a decirlo…Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos muy pronto que no era de los nuestros. Y no porque se hubiera hecho rizar el pelo en la peluquería, ni porque alardease de sus buenas relaciones, sino porque es mezquino e interesado, porque es falso y avaro como un judío. ¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies a cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene…? ¡Dios santo! Óiganme —dijo, deteniéndose de pronto, cuando subían la escalera—: en mi casa todos están borrachos, pero son personas de nobles sentimientos, y a pesar de los absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr Petrovitch…, en fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y también aprecio a esa mole de Zosimof, pues es honrado y conoce su oficio…

En fin, basta de esta cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante…Este pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie…Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Bueno, me voy. Buenas noches.

—Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? —preguntó, ya en lahabitación, Pulqueria Alejandrovna a su hija.

—Tranquilízate, mamá —repuso Dunia, quitándose el sombrero y la mantilla—. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto por mi hermano!

—¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodia…Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no se ha alegrado de vernos.

Las lágrimas llenaban sus ojos.

—Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su conducta.

—¡Esa enfermedad, Dios mío…! ¿Cómo terminará todo esto…? Y ¡en qué tono te ha hablado!

Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunia defendía a su hermano, lo que demostraba que le había perdonado.

—Estoy segura de que mañana será otro —añadió para ver qué contestaba su hija.

—Pues a mí no me cabe duda —afirmó Dunia— de que mañana pensará lo mismo que hoy.

Pulqueria Alejandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le parecía demasiado delicada.

Dunia se acercó a su madre y la rodeó con sus brazos. Y la madre estrechó apasionadamente a la hija contra su pecho.

Después, Pulqueria Alejandrovna se sentó y desde este momento esperó febrilmente la vuelta de Rasumikhine. Entre tanto observaba a su hija, que, pensativa y con los brazos cruzados, iba de un lado a otro del aposento. Así procedía siempre Avdotia Romanovna cuando tenía alguna preocupación. Y su madre jamás turbaba sus meditaciones.

No cabía duda de que Rasumikhine se había comportado ridículamente al mostrar aquella súbita pasión de borracho ante la aparición de Dunia, pero los que vieran a la joven ir y venir por la habitación con paso maquinal, cruzados los brazos, triste y pensativa, habrían disculpado fácilmente al estudiante.

Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a sugracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa…

No era extraño que el fogoso, honesto y sencillo Rasumikhine, aquel gigante accidentalmente borracho, hubiera perdido la cabeza apenas vio a aquella mujer superior a todas las que había visto hasta entonces. Además, el azar había querido que viera por primera vez a Dunia en un momento en que la angustia, por un lado, y la alegría de reunirse con su hermano, por otro, la transfiguraban. Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotia Romanovna temblaba de indignación ante las acusaciones de Rodia, Rasumikhine hubiera mentido en defensa de la joven.

El estudiante no había mentido al decir, en el curso de su extravagante charla de borracho, que la patrona de Raskolnikof, Praskovia Pavlovna, tendría celos de Dunia y, seguramente, también de Pulqueria Alejandrovna, la cual, pese a sus cuarenta y tres años, no había perdido su extraordinaria belleza. Por otra parte, parecía más joven de lo que era, como suele ocurrir a las mujeres que saben conservar hasta las proximidades de la vejez un alma pura, un espíritu lúcido y un corazón inocente y lleno de ternura. Digamos entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una edad avanzada. Su cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiempo que sus ojos estaban cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido a causa de los desvelos y los sufrimientos, pero esto no empañaba la belleza extraordinaria de aquella fisonomía. Su rostro era una copia del de Dunia, sólo que con veinte años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pulqueria Alejandrovna tenía un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en modo alguno sensiblería. Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder, pero hasta cierto punto: podía admitir muchas cosas opuestas a sus convicciones, mas había un punto de honor y de principios en los que ninguna circunstancia podía impulsarla a transigir.

Veinte minutos después de haberse marchado Rasumikhine se oyeron en la puerta dos discretos y rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de vuelta.

—No entro, pues el tiempo apremia —dijo apresuradamente cuando le abrieron—. Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que su sueño dure diez horas. Nastasia está a su lado y le he ordenado que no lo deje hasta que yo vuelva. Ahora voy por Zosimof para que le eche unvistazo. Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que
buena falta les hace, pues bien se ve que están agotadas.

Y se fue corriendo por el pasillo.

—¡Qué joven tan avispado…y tan amable! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, complacida.

—Yo creo que es una excelente persona —dijo Dunia calurosamente y reanudando sus paseos por la habitación.

Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente.

Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de entablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la belleza deslumbrante de Avdotia Romanovna, procuró no prestarle la menor atención y dirigirse exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una extraordinaria satisfacción.

Manifestó que había encontrado al enfermo en un estado francamente satisfactorio. Según sus observaciones, la enfermedad se debía no sólo a las condiciones materiales en que su paciente había vivido durante mucho tiempo, sino a otras causas de índole moral. Se trataba, por decirlo así, del complejo resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Al advertir, sin demostrarlo, que Avdotia Romanovna le escuchaba con suma atención, Zosimof se extendió sobre el tema con profunda complacencia. Pulquería Alejandrovna le preguntó, inquieta, por «ciertos síntomas de locura» y el doctor repuso, con una sonrisa llena de franqueza y serenidad que se había exagerado el sentido de sus palabras. Sin duda, el enfermo daba muestras de estar dominado por una idea fija, algo así como una monomanía. Él, Zosimof, estaba entonces enfrascado en el estudio de esta rama de la medicina.

—Pero no debemos olvidar —añadió— que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los efectos del delirio…La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente, una influencia saludable, siempre que se tenga en cuenta que hay que evitarle nuevas emociones.Con estas palabras, dichas en un tono significativo, dio por terminada su visita. Acto seguido se levantó, se despidió con una mezcla de circunspección y cordialidad y se retiró acompañado de un raudal de bendiciones, acciones de gracias y efusivas manifestaciones de gratitud. Avdotia Romanovna incluso le tendió su delicada mano, sin que él hubiera hecho nada por provocar este gesto, y el doctor salió, encantado de la visita y más encantado aún de sí mismo.

—Mañana hablaremos. Ahora acuéstense inmediatamente —ordenó Rasumikhine mientras se iba con Zosimof—. Mañana, a primera hora, vendré a darles noticias.

—¡Qué encantadora muchacha esa Avdotia Romanovna! —dijo calurosamente Zosimof cuando estuvieron en la calle.

Al oír esto, Rasumikhine se arrojó repentinamente sobre Zosimof y le atenazó el cuello con las manos.

—¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a… ¿Comprendes…? ¿Comprendes lo que quiero decir…? ¿Me has entendido…?

Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.

—¡Déjame demonio…! ¡Maldito borracho! —gritó Zosimof debatiéndose.

Y cuando Rasumikhine le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó una carcajada. Rasumikhine permaneció ante él, con los brazos caídos y el semblante pensativo y triste.

—Desde luego, soy un asno —dijo con trágico acento—. Pero tú eres tan asno como yo.

—Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.

Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de Raskolnikof, cuando Rasumikhine, que daba muestras de gran preocupación, rompió el silencio.

—Escucha —dijo a Zosimof—, tú no eres una mala persona, pero tienes una hermosa colección de defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Es un camino lamentable que conduce al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo has podido llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un doctor que duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a visitar a un enfermo…! Dentro de dos o tres años no harás tales sacrificios…

Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo siguiente: tú dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin trabajo, su consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de trabar más estrecho conocimiento con ella…No, no pienses mal. No quierodecir eso, ni remotamente…

—¡Pero si yo no pienso nada!

—Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos silencios, timidez, castidad invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimof! Es bastante agraciada. Me harías un favor que te lo agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!

Zosimof se echó a reír de buena gana.

—Pero ¿para qué la quiero yo?

—Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres médico, puedes empezar por curarla de una enfermedad cualquiera. Te juro que no te arrepentirás…Esa mujer tiene un clavicordio. Yo sé un poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas».

Ella adora las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un maestro del teclado, un Rubinstein. Te aseguro que no te arrepentirás.

—Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa…?, ¿le has firmado algún papel…?, ¿le has propuesto el matrimonio?

—Nada de eso, nada en absoluto…No, esa mujer no es lo que tú crees.

Porque Tchebarof ha intentado…

—Entonces, la plantas y en paz.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Pues…porque es imposible, sencillamente…Uno se siente atado, ¿no comprendes?

—Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.

—Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente…Es…es…No sé cómo explicarte…Mira; yo sé que tú dominas las matemáticas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acometerla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella.

Esto será suficiente…Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa;leerás, te echarás, escribirás…Incluso podrás arriesgarte a darle un beso…, pero un beso discreto.

—Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?

—¡Nada, que no consigo que me entiendas…! Oye: vosotros formáis una pareja perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando…Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te parecerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpes suculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir. Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda, puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo anormal…, delirio o fiebre, por ejemplo…, debes despertarme. Pero esto no sucederá.

CAPÍTULO 2

A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Rasumikhine se despertó. En su vida había estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue de profunda perplejidad. Jamás había podido suponer que se despertaría un día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos detalles de los incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le eran familiares. Además, comprendía que el sueño que se había forjado era completamente irrealizable, tanto, que se sintió avergonzado de haberle dado cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para dedicar su pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había legado, por decirlo así, la maldita jornada anterior.

Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado innoble, pues, además de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de la muchacha para criticar ante ella, llevado de un sentimiento de celos torpe y mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos de afecto que existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra parte, ¿con qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido que se erigiera en juez? ¿Acaso una criatura como Avdotia Romanovna podía entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero? No, nocabía duda de que Piotr Petrovitch poseía alguna cualidad.

¿El alojamiento? Él no podía saber lo que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su deber. ¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la razón con que intentaba justificarse: su estado de embriaguez!

Esta excusa le envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto, bajo la influencia del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.

¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en comparación con una joven como Avdotia Romanovna? ¿Cómo podía compararse con ella el borracho charlatán y grosero de la noche anterior?

Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una unión entre dos seres tan dispares.

Rasumikhine enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se acordó de que la noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la patrona tendría celos de Avdotia Romanovna…Este pensamiento le resultó tan intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa de la cocina. Tan violento fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.

—Ciertamente —balbuceó a media voz un minuto después profundamente avergonzado—, estas torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es inútil pensar en ello…Lo más prudente será que me presente en silencio, cumpla mis deberes sin desplegar los labios y…que me excuse con el mutismo…Naturalmente, todo está perdido.

Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje. No tenía más que uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo habría puesto expresamente. Sin embargo, exhibir cínicamente una descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía derecho a mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le necesitaban y le habían rogado que fuera a verlas.

Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de costumbre (Rasumikhine era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa interior). Procedió a lavarse concienzudamente. Nastasia le dio jabón y él lo utilizó para el cuello, la cabeza y —esto sobre todo— las manos. Pero cuando llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovia Pavlovna poseía excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor Zarnitzine), se dijo que no lo haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.

«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para…

Sí, seguro que lo pensarían…No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos teniendo el convencimiento de que soy un grosero, un mal educado, un…

Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo es verdad, un hombre honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo elmundo debe ser honrado y más que honrado…Además (bien lo recuerdo), yo tuve aquellas cosillas…, no deshonrosas, desde luego, pero… ¡Y qué ideas me asaltan a veces…! ¿Cómo poner al lado de todo esto a Avdotia Romanovna…?

¡Bueno, que se vaya al diablo…! Me importa un comino…Haré cuanto esté en mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea posible, y no me importa lo que puedan pensar.» _

En esto apareció Zosimof. Había pasado la noche en el salón de Praskovia Pavlovna y se disponía a volver a su casa. Rasumikhine le dijo que Raskolnikof dormía a pierna suelta. Zosimof dispuso que no se le despertara y prometió volver a las once.

—Pero veremos si lo encuentro aquí —añadió—. ¡Demonio de hombre!

¡Un paciente que no obedece al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto!

¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o si ellas vendrán aquí?

—Creo que vendrán ellas —repuso Rasumikhine, que había comprendido la finalidad de la pregunta—. Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el médico, tienes más derechos que yo.

—Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo dedicarme exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.

—Estoy preocupado por una cosa —dijo Rasumikhine pensativo y con cara sombría—. Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de…demencia. Así se lo manifesté al mismo Rodia.

—Y también a su hermana y a su madre, ¿no?

—Sí…Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan.

Pero, entre nosotros, ¿has pensado en ello seriamente?

—¡Seriamente…seriamente…! Tú mismo me lo describiste como un maniático cuando me trajiste a su casa…Y ayer lo trastornamos con nuestra conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso…! Si hubiese sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas, habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora, gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombrereducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal… ¡Bueno, que se vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.

—Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.

—Y a Porfirio.

—¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.

—Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que recomendarles que hoy fueran prudentes con él.

—Ya se las arreglarán —repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.

—¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y que no parece desagradar a las mujeres…No andan bien de dinero, ¿verdad?

—¡Esto es todo un interrogatorio! —exclamó Rasumikhine fuera de sí—.¿Cómo puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan.

—¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.

A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.

Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir mejor, Pulqueria Alejandrovna manifestó que lo celebraba de veras, puesdeseaba conferenciar con Rasumikhine sobre cuestiones urgentes antes de ir a ver a Rodia.

Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta negativa, la madre y la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían esperado para desayunarse.

Avdotia Romanovna hizo sonar la campanilla y acudió un desastrado sirviente. Se le encargó el té, y cómo lo serviría, que las dos mujeres se sonrojaron. Rasumikhine estuvo a punto de echar pestes de la pensión, pero se acordó de Lujine, se sintió avergonzado y nada dijo. Incluso se alegró cuando las preguntas de Pulqueria Alejandrovna empezaron a caer sobre él como una granizada. Interrogado e interrumpido a cada momento, estuvo tres cuartos de hora dando explicaciones. Contó cuanto sabía de la vida de Rodion Romanovitch durante el año último, y terminó con un relato detallado de la enfermedad de su amigo. Pasó por alto todo aquello que no convenía referir, como, por ejemplo, la escena de la comisaría, con todas sus consecuencias.

Las dos mujeres le escucharon con ávida atención. Sin embargo, cuando él creyó que había dado todos los detalles susceptibles de interesarlas y, por lo tanto, consideraba cumplida su misión, advirtió que ellas no opinaban así y que habían escuchado su largo relato simplemente como un preámbulo.

—Dígame —dijo vivamente Pulqueria Alejandrovna—, ¿qué juzga usted…? ¡Oh, perdón…! No conozco todavía su nombre.

—Dmitri Prokofitch.

—Pues bien, Dmitri Prokofitch; yo quisiera saber…cuáles son las opiniones de Rodia, sus ideas, en estos momentos…Es decir…, compréndame…¡Oh!, no sé cómo decírselo…Mire, yo quisiera saber qué es lo que le gusta y lo que no le gusta…, y si siempre está tan irritado como anoche…, y cuáles son sus deseos, mejor dicho, sus sueños y ambiciones…, y  qué es lo que más influye en su ánimo en estos momentos…En una palabra, yo quisiera saber…

—Pero, mamá —le interrumpió Dunia—, ¿quién puede responder a ese torrente de preguntas?

—¡Es verdad, Dios mío! ¡Es que estaba tan lejos de esperar encontrarlo así!

—Sin embargo —dijo Rasumikhine—, esos cambios son muy naturales.

Yo no tengo madre, pero sí un tío que viene todos los años a verme. Y siempre me encuentra transformado, incluso físicamente…Bueno, lo importante es que han ocurrido muchas cosas durante los tres años que han estado ustedes sin ver a Rodion. Yo lo conozco desde hace año y medio. Ha sido siempre un hombre taciturno, sombrío y soberbio. Últimamente (o tal vez esto empezó antes de loque suponemos) se ha convertido en un ser receloso y neurasténico. No es amigo de revelar sus sentimientos: prefiere mortificar a sus semejantes a mostrarse amable y expansivo con ellos. A veces se limita a aparecer frío e insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Es como si poseyese dos caracteres distintos y los fuera alternando. En ciertos momentos se muestra profundamente taciturno. Da la impresión de estar siempre atareado, lo que, de ser verdad, explicaría que todo el mundo le moleste, pero es lo cierto que está horas y horas acostado y sin hacer nada. No le gustan las ironías, y no porque carezca de mordacidad, sino porque sin duda le parece que no puede perder el tiempo en semejantes frivolidades. Lo que interesa a los demás, a él le es indiferente. Tiene una elevada opinión de sí mismo, a mi entender no sin razón… ¿Qué más…? ¡Ah, sí! Creo que la llegada de ustedes ejercerá sobre él una acción saludable.

—¡Quiera Dios que sea así! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, consternada por las revelaciones de Rasumikhine acerca del carácter de su Rodia.

Al fin el joven osó mirar más francamente a Avdotia Romanovna. Mientras hablaba, le había dirigido miradas al soslayo, pero rápidas y furtivas. A veces, la joven permanecía sentada ante la mesa, escuchándolo atentamente; a veces, se levantaba y empezaba a dar sus acostumbrados paseos por la habitación, con los brazos cruzados, cerrada la boca, pensativa, haciendo de vez en cuando una pregunta, pero sin detenerse. También ella tenía la costumbre de no escuchar hasta el final a quien le hablaba. Llevaba un vestido sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco. Rasumikhine dedujo de diversos detalles que tanto ella como su madre vivían en la mayor pobreza. Si Avdotia Romanovna hubiese ido ataviada como una reina, es muy probable que Rasumikhine no se hubiera sentido cohibido ante ella. Sin embargo, tal vez porque la veía tan modestamente vestida y se imaginaba su vida de privaciones, estaba atemorizado y vigilaba atentamente sus propios gestos y palabras, lo que aumentaba su timidez de hombre que desconfía de sí mismo.

—Nos ha dado usted —dijo Avdotia Romanovna con una sonrisa— interesantes detalles acerca del carácter de mi hermano, y lo ha hecho con toda imparcialidad. Eso está muy bien; pero yo creía que usted lo admiraba…Sin duda, como usted supone, debe de haber alguna mujer en todo esto —añadió, pensativa.

—Yo no he dicho tal cosa…, aunque tal vez tenga usted razón. Sin embargo…

—¿Qué?

—Que él no ama a nadie y tal vez no sienta amor jamás —afirmó Rasumikhine.—Es decir, que lo considera usted incapaz de amar.

—¿Sabe usted, Avdotia Romanovna, que se parece extraordinariamente, e incluso me atrevería a decir que en todo, a su hermano? —dijo Rasumikhine sin pensarlo.

Pero en seguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal hermano, y enrojeció hasta las orejas. La joven no pudo menos de echarse a reír al advertirlo.

—Es muy posible que estéis los dos equivocados en vuestro juicio sobre Rodia —dijo Pulqueria Alejandrovna, un tanto ofendida—. No hablo del presente, Dunetchka. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo hemos sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no puede imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus caprichos…No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando era un chiquillo de quince años. Todavía le creo capaz de hacer algo que a nadie puede pasarle por la imaginación…Sin ir más lejos, hace año y medio me dio un disgusto de muerte con su decisión de casarse con la hija de su patrona, esa señora…, ¿cómo se llama…?, Zarnitzine.

—¿Conoce usted los detalles de esa historia? —preguntó Avdotia Romanovna.

—¿Cree usted —continuó con vehemencia Pulqueria Alejandrovna— que habrían podido detenerle mis lágrimas, mis súplicas, mi falta de salud, mi muerte, nuestra miseria, en fin? No, él habría pasado sobre todos los obstáculos con la mayor tranquilidad del mundo.

—Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto —dijo prudentemente Rasumikhine—, pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la cual por cierto no es nada habladora. Y lo que esa señora me ha dicho es bastante extraño.

—¿Qué le ha dicho? —preguntaron las dos mujeres a la vez.

—¡Oh! Nada de particular. Lo que he sabido es que ese matrimonio, que estaba irrevocablemente decidido y que sólo la muerte de la prometida pudo impedir, no era del agrado de la señora Zarnitzine…Supe, además, que la novia era una mujer fea y enfermiza…, una joven extraña, aunque dotada de ciertas prendas. Sin duda, las debía de poseer, pues, de otro modo, no se habría comprendido que Rodia…Además, la muchacha no tenía dote…Sin embargo, él no se habría casado por interés…Es muy difícil formular un juicio.

—Estoy segura de que esa joven tenía alguna cualidad —observó lacónicamente Avdotia Romanovna.

—Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuálde los dos habría sido más funesto ese matrimonio —dijo Pulqueria Alejandrovna.

Acto seguido, tímidamente, con visibles vacilaciones y dirigiendo furtivas miradas a Dunia, que no ocultaba su descontento, empezó a interrogar al joven sobre la escena que se había desarrollado el día anterior entre Rodia y Lujine.

Este incidente parecía causarle profunda inquietud, e incluso verdadero terror.

Rasumikhine refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios comentarios. Acusó sin rodeos a Raskolnikof de haber insultado a Piotr Petrovitch deliberadamente y no mencionó el detalle de que la enfermedad que padecía su amigo podía disculpar su conducta.

—Había planeado todo esto antes de su enfermedad —concluyó.

—Yo pienso como usted —dijo Pulqueria Alejandrovna, desesperada.

Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aquella mañana Rasumikhine hablaba de Piotr Petrovitch con la mayor moderación e incluso con cierto respeto. Avdotia Romanovna parecía no menos asombrada por este hecho. Pulqueria Alejandrovna no pudo contenerse.

—Así, ¿es ésa su opinión sobre Piotr Petrovitch?

—No puedo tener otra del futuro esposo de su hija —respondió Rasumikhine con calurosa firmeza—. Y no lo digo por pura cortesía sino porque…porque la mejor recomendación para ese hombre es que Avdotia Romanovna lo haya elegido por esposo…Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba ignominiosamente embriagado…y como loco; sí, como loco, completamente fuera de mí…Y hoy me siento profundamente avergonzado.

Enrojeció y se detuvo. Avdotia Romanovna se ruborizó también, pero no dijo nada. No había pronunciado una sola palabra desde que había empezado a oír hablar de Lujine.

Pero Pulqueria Alejandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la ayuda de su hija. Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas miradas a la joven, que había ocurrido algo que la trastornaba profundamente.

—Verá usted, Dmitri Prokofitch —comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó a su hija—: Debo hablar con toda franqueza a Dmitri Prokofitch, ¿verdad, Dunetchka?

—Desde luego, mamá —respondió sin vacilar Avdotia Romanovna.

—Pues es el caso…—continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, como si le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor—. En las primeras horas de esta mañana hemos recibido una carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándolenuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí.

Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta…Lo mejor será que la lea usted.

Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.

Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo siguiente: «Señora: deseo informarle de que razones imprevistas me han impedido ir

a recibirlas a la estación. Ésta es la razón de que les enviara en mi lugar a un hombre que por su desenvoltura, me pareció indicado para el caso. Los asuntos que exigen mi presencia en el Senado me privarán igualmente del honor de visitarlas mañana por la mañana. Por otra parte, no quiero poner ninguna traba a la entrevista que habrán de celebrar, usted con su hijo, y Avdotia Romanovna con su hermano. Por lo tanto, no tendré el honor de visitarlas hasta mañana, a las ocho en punto de la noche, y les ruego encarecidamente que me eviten encontrarme con Rodion Romanovitch, que me insultó del modo más grosero cuando ayer, al saber que estaba enfermo, fui a visitarle. Esto aparte, es indispensable que hable con usted, con toda seriedad, de cierto punto sobre el que deseo conocer su opinión. Me permito advertirla de que si, a pesar de mi ruego, encuentro a Rodion Romanovitch al lado de ustedes, me veré obligado a marcharme inmediatamente y que en este caso la responsabilidad será exclusivamente de usted. Si le digo esto es porque sé positivamente que Rodion Romanovitch está en disposición de salir a la calle y, por lo tanto, puede ir a casa de ustedes. Sí, sé que su hijo, que tan enfermo parecía cuando le visité, dos horas después recobró repentinamente la salud. Y puedo asegurarlo porque lo vi con mis propios ojos en casa de un borracho que acababa de ser atropellado por un coche y que murió poco después. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos "para el entierro" a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del dominio público. Esto me sorprendió sobremanera, pues no ignoro lo mucho que le ha costado a usted conseguir ese dinero.

»Le ruego que salude en mi nombre, con toda devoción, a Avdotia Romanovna y que acepte el respeto más sincero de su fiel servidor.

»LUJINE.»

—¿Qué debo hacer, Dmitri Prokofitch? —exclamó Pulqueria Alejandrovna casi con lágrimas en los ojos— ¿Cómo voy a decir a Rodia que no venga? Élnos pidió insistentemente que rompiéramos con Piotr Petrovitch, y he aquí ahora que Piotr Petrovitch me prohíbe que vea a mi hijo…Pero si yo le digo a Rodia esto, él es capaz de venir ex profeso. ¿Y qué ocurrirá entonces?

—Haga usted lo que Avdotia Romanovna juzgue más conveniente — repuso Rasumikhine en el acto y sin la menor vacilación.

—¡Dios mío! —exclamó la madre. ¡Cualquiera sabe lo que ella opina!

Dice lo que hay que hacer, pero sin explicar el motivo. Su parecer es que conviene…, no que conviene, sino que es indispensable…que Rodia venga a las ocho y se encuentre con Piotr Petrovitch…Mi intención era no decirle nada de esta carta y procurar, con la ayuda de usted, evitar que viniese… ¡Se irrita tan fácilmente…! En lo referente a ese alcohólico que ha muerto, no sé de quién se trata, y tampoco quién es esa hija a la que Rodia ha entregado un dinero que…

—Que has logrado a costa de tantos sacrificios —terminó Avdotia Romanovna.

—Ayer su estado no era normal —dijo Rasumikhine, pensativo—.Sería interesante saber lo que hizo ayer en la taberna…En efecto, me habló de un muerto y de una joven, cuando le acompañaba a su casa; pero no comprendí ni una palabra. Ayer también estaba yo…

—Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Allí veremos lo que conviene hacer. Además, ya es hora de que nos marchemos.

¡Más de las diez! —exclamó la joven después de echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.

—Sí, Dunetchka, ya es hora —dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida e inquieta—; ya es hora de que nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío…!

Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla.

Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver Rasumikhine. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad, como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes. Rasumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna—. Nunca me habríaimaginado que pudiera causarme temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodia. Pues la temo, Dmitri Prokofitch —añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.

—No debes inquietarte, mamá —dijo Dunia, abrazándola—. Ten confianza en él como la tengo yo.

—Confianza en él no me falta, hija —dijo la pobre mujer—. Pero no he dormido en toda la noche.

Salieron de la casa.

—¿Sabes lo que me ha pasado, Dunetchka? Que esta mañana, cuando empezaba, al fin, a quedarme dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha aparecido en sueños. Iba vestida de blanco. Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como censurándome…

¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios mío…! Oiga,

Dmitri Prokofitch: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?

—¿Marfa Petrovna? No sé quién es.

—Pues sí, murió de repente. Y figúrese que…

—¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!

—¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo! Perdóneme, Dmitri Prokofitch. Ando trastornada estos días. Le considero a usted como nuestra Providencia; por eso le creía informado de todo lo que nos concierne. Usted es para mí como una persona de la familia…

No se enfade si le digo algo que no le guste… ¡Santo Dios! ¿Qué tiene usted en la mano derecha? ¡Está herido!

—Sí —gruñó Rasumikhine en un tono de íntima satisfacción.

—Soy tan expansiva a veces, que Dunia ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en qué tabuco vive! ¿Se habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama habitación a semejante tugurio…Oiga: ¿dice usted que no le gusta que le hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que… ¿Quiere darme algunos consejos, Dmitri Prokofitch? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve usted que estoy completamente desorientada.

—No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le hable de su salud: esto le molesta.

—¡Ah, Dmitri Prokofitch; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la escalera… ¡Qué cosa tan horrible!

—Mamá, estás pálida. Cálmate —le dijo Dunia, acariciándola—. Te atormentas en balde, pues para él será una gran alegría volverte a ver —añadió con ojos resplandecientes.—Iré yo delante —dijo Rasumikhine—, para asegurarme de que está despierto.

Las dos damas subieron lentamente detrás de Rasumikhine. Cuando llegaron al cuarto piso advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba entreabierta y que a través de la abertura, desde la sombra, las miraban dos ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los de ellas, la puerta se cerró tan ruidosamente, que Pulqueria Alejandrovna estuvo a punto de lanzar un grito de terror.

CAPÍTULO 3

Está mejor —les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera. Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo.

El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes.

Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.

Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.

Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor.

Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado.

Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.

—Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado —dijo Raskolnikof,
abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría aPulqueria Alejandrovna—. Y no digo esto como te dije ayer —añadió,
dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.

—Estoy incluso asombrado —dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez—. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás…, o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación… ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo —añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.

—Es posible —respondió fríamente Raskolnikof.

—Digo esto —continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento— porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.

—Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.

Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.

—¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? —exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado—. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje…

—Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.

—Yo tampoco sé cómo darle las gracias —dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza—. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso…, por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.—No se preocupe usted —repuso Zosimof sonriendo afectuosamente—.Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.

—Y no hablemos de ése —dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine—.No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y…

—¡Qué tonterías dices! —exclamó Rasumikhine—. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.

Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.

—De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar —continuó Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana—. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.

Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.

Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.

—Ésta es la razón de que le aprecie tanto —exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas—. ¡Tiene unos gestos…!

«Posee un arte especial para hacer bien las cosas —pensó la madre—.Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente… ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso.

Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él…

¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría…y lloraría! Pero me da miedo…, sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»

—¡Ah, Rodia! —dijo, respondiendo a las palabras de su hijo—. No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer… ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia…Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte,inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda…, pues estábamos solas, completamente solas —terminó con acento quejumbroso.

Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.

—Sí, todo eso es muy enojoso —dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida—. ¿Qué otra cosa quería deciros? —continuó, esforzándose por recordar—. ¡Ah, si! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.

—¡Qué ocurrencia, Rodia! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.

«Nos habla como por pura cortesía —pensó Dunetchka—. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»

—Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.

—¿Manchas de sangre? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.

—No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello…Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.

—¿Cuando estabas delirando? —dijo Rasumikhine—. Pues te acuerdas de todo.

—Es cierto —convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación—.Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.

—El fenómeno es conocido —observó Zosimof—. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.

«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco», pensó Raskolnikof.—Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso —observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.

—La observación es muy justa —respondió el médico—. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.

La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.

—Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? —se apresuró a decir Rasumikhine—. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.

Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.

—¿Cómo…? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa…A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro.

Está enferma del pecho…Una verdadera desgracia…Tres huérfanos de corta edad…Hambrientos…No hay nada en la casa…Ha dejado otra hija…Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro…

Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'étes pas contents.

Lanzó una carcajada.

—¿Verdad, Dunia?

—No —repuso enérgicamente la joven.

—¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones —murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso—. Debí comprenderlo…Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor…Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería —añadió, lamentando no haber sabido contenerse—. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá —terminó con voz entrecortada y tono tajante.—No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho —repuso la madre alegremente.

—No estés tan segura —repuso él, esbozando una sonrisa.

Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.

«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.

Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.

«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof
repentinamente.

—¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? —preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.

—¿Qué Marfa Petrovna?

—¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!

—¡Ah, sí! Ahora me acuerdo —dijo como si despertara de un sueño—.¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?

Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió
vivamente:

—Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable.

Dicen que le dio una tremenda paliza.

—¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? —preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.

—No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años.

Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.

—O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.

—¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible —repuso la joven con un ligero estremecimiento.Luego frunció las cejas y quedó absorta.

—La escena tuvo lugar por la mañana —prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna—. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.

—¿A pesar de los golpes?

—Ya se iba acostumbrando…Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida…Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.

—No es nada extraño —observó Zosimof.

—¿Y dices que la paliza había sido brutal?

—Eso no influyó —dijo Dunia.

Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:

—No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.

—Es que no sabía de qué hablar, hijo mío —se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.

—¿Es posible que todos me temáis? —dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.

—Sí, te tememos —respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos—. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.

El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.

Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:

—Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico…Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo…Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto…Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz…Te equivocas, Dunia…Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.

—Basta, mamá —dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla—. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.

Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadidopor un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.

—Pero ¿qué te pasa? —le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.

Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.

—Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? —exclamó de súbito—.¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!

—¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! —dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.

—¿Qué te ha pasado, Rodia? —preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.

—Nada —respondió el joven—: que me he acordado de una tontería.

Y se echó a reír.

—Si es una tontería, lo celebro —dijo Zosimof levantándose—. Pues hasta a mí me ha parecido…Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde…

Supongo que le encontraré aquí.

Saludó y se fue.

—Es un hombre excelente —dijo Pulqueria Alejandrovna.

—Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto —exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito—. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte…Y ahí tenéis otro hombre excelente —añadió señalando a Rasumikhine—. ¿Te ha sido simpático, Dunia? —preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.

—Mucho —respondió Dunia.

—¡No seas imbécil! —exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.

Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.

—Pero ¿adónde vas?

—Tengo que hacer.—Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate… ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.

—Es un regalo de Marfa Petrovna —dijo Dunia.

—Un regalo de alto precio —añadió Pulqueria Alejandrovna.

—Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.

—Me gusta así.

«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.

—Yo creía que era un regalo de Lujine —dijo Raskolnikof.

—No, Lujine todavía no le ha regalado nada.

—¡Ah!, ¿no…? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? —preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.

—Sí, me acuerdo perfectamente.

Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.

—¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza —añadió, pensativo y bajando la cabeza— y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto…Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente…Era fea…En realidad, no sé qué atractivo veía en ella…Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.

Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:

—Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera…

—No, no fue simplemente una locura pasajera —dijo Dunetchka, convencida.

Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.

—¿La amas aún? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.

—¿A ella? ¿Ahora…? Sí…Pero…No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo… ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió…! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.Y los miró a todos atentamente.

—Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas…Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas…? ¿Y por qué me interrogáis? —exclamó, irritado.

Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.

—¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba —dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio—. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.

—¿Esta habitación? —dijo Raskolnikof, distraído—. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello…Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! —añadió con una singular sonrisa.

Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.

Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.

—Tengo algo que decirte, Dunia —manifestó secamente y con grave semblante—. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.

—¡Pero Rodia! ¿Otra vez las ideas de anoche? —exclamó Pulqueria Alejandrovna—. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.

—Óyeme, Rodia —repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano—, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil.

Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.

«Miente —se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque derabia—. ¡La muy orgullosa…! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»

—En una palabra —continuó Dunia—, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?

Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.

—¿Dices que lo cumplirás todo? —preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.

—Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente… ¿Por qué vuelves a reírte?

—¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí…Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.

—¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! —exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma—. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación.

Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices…Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma…Todavía no he matado a nadie… ¿Por qué me miras de ese modo…? ¡Estás pálido…! ¿Qué te pasa, Rodia…? ¡Rodia, querido Rodia!

—¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa —exclamó Pulqueria Alejandrovna.

—No, no…, no ha sido nada…Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado…No piensas más que en eso… ¿Qué es lo que yo quería decir…? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho…? ¿O acaso he entendido mal?

—Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch —dijo Dunetchka.Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa.

Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:

—No sé por qué me ha de preocupar este asunto…Cásate con quien quieras.

Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente.

Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.

—No comprendo absolutamente nada —dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular—. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla lo hace bastante bien.

Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.

Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.

—Todos los hombres de su profesión escriben así —dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.

—¿Es que has leído la carta?

—Sí.

—Tenemos buenos informes de él, Rodia —dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa—. Nos los han dado personas respetables.

—Es el lenguaje de los leguleyos —dijo Rasumikhine—. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.

—Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario…En una palabra, es un estilo propio de los negocios.

—Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios —dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano—. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.

—Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad seráexclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?

—No —repuso Dunetchka vivamente—, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.

—Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia…La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.

Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.

—¿Qué piensas hacer, Rodia? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.

—¿A qué te refieres?

—Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si…si te encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?

—Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo —terminó secamente— haré lo que vosotras me digáis.

—Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer —respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.—Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche —dijo Dunia—. ¿Vendrás?

—Iré.

—También a usted le ruego que venga —añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine—. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.

—Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos.

Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.

CAPÍTULO 4

En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida.

Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior —por primera vez—, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa.

Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.

—¡Ah! ¿Es usted? —exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.

Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.

—Estaba muy lejos de esperarla —le dijo vivamente, deteniéndola con unamirada—. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.

Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.

—Y tú siéntate ahí —dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.

Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:

—Sólo…sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí.

Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan…y que después venga a casa, a su casa, para la comida…Le suplica que le conceda este honor.

Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.

—Haré todo lo posible por…No, no faltaré —repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también—. Tenga la bondad de sentarse —dijo de pronto—. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.

Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.

—Mamá —dijo con voz firme y vibrante—, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche…Ya os he contado…

Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.

Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.—Quería preguntarle —dijo Rodia precipitadamente— cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?

—No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.

—¿Sus protestas?

—Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.

—¿O sea que hoy se lo llevarán?

—Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.

—¡Hasta comida de funerales…!

—Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.

Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.

Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.

—No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación —dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.

—El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla…O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no sela debe contrariar…Es un consuelo para ella…Ya sabe usted cómo es…

—Comprendo, comprendo…También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.

—¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! —murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.

Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof.

Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.

Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.

—Como es natural, Rodia —dijo la madre, poniéndose en pie—,comeremos juntos…Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras…lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.

—Iré, iré —se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose—. Además, tengo cosas que hacer.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof—. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?

—Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento… ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?

—¡No, no! Puede quedarse…Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.

—Yo también se lo ruego —dijo Dunia.

Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.

—Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós…Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!

Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.

En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente.

Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.

—Adiós, Dunia —dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella—. Dame la mano.

—¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? —dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.

—Es que quiero que me la vuelvas a dar.

Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre.

También ella se sentía feliz.

—¡Todo ha salido a pedir de boca! —dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió—: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?

Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria…

*—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle—. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa…!

¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!

—Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas…

—Sin embargo, tú no has sido comprensiva —dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna—. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka…? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.

—No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.

—Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? —preguntó indiscretamente.

—Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción — repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.

Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.

—Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentementea una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen…! Mira, transportan un piano…

Aquí la gente anda empujándose…Esa muchacha me inquieta.

—¿Qué muchacha?

—Esa Sonia Simonovna.

—¿Por qué te inquieta?

—Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?

—¡Eso es absurdo! —exclamó Dunia, indignada—.Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.

—Ya veremos quién tiene razón…Desde luego, esa joven me inquieta…He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir… ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta…No me cabe duda de que está enamorado de ella.

—No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado…? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.

—¡Ojalá sea así!

—Y Piotr Petrovitch es un chismoso —exclamó súbitamente Dunetchka.

Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.

* —Ven; tenemos que hablar —dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.

—Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales —dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.

—Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo…Todavía tengo algo que decirle.

Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:

—Quiero hablarte de ése…, ¿cómo se llama…? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch…Tú le conoces, ¿verdad?—¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata?

—preguntó con viva curiosidad.

—Creo que es él el que instruye el sumario de…de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?

—Sí, ¿y qué? —preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.

—Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado…, muy poca cosa…, una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga?

No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio… ¿Qué te parece…? Así se solucionaría más rápidamente el asunto…Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.

Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.

—No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo…Me has dado una verdadera alegría…Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.

—De acuerdo: vamos.

—Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti…!

Ayer mismo te nombramos… ¿De modo que conocías a la vieja?

¡Estupendo…! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.

—Sonia Simonovna —rectificó Raskolnikof—. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho…

—Si se han de marchar ustedes…—comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.

—Vamos —decidió Raskolnikof—. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.

Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.—No has cerrado la puerta —dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.

—No la cierro nunca…Además, no puedo. Hace dos años que quiero
comprar una cerradura.

Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose
a reír y dirigiéndose a Sonia:

—¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?

Al llegar a la puerta se detuvieron.

—Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna…? ¡Ah, oiga!

¿Cómo ha podido encontrarme? —preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.

—Ayer dio usted su dirección a Poletchka.

—¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?

—Sí, ¿no se acuerda?

—Sí, sí; ya recuerdo.

—Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre.

Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna…

Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.

De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.

—Si al menos no viniera hoy…—murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado—. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación…! Allí verá…

Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.

En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habíandetenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:

—…he podido preguntar por el señor Raskolnikof.

Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.

«¿Dónde vivirá? —pensó—. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»

Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.

Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.

Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.

Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»

—¡Qué casualidad! —exclamó el desconocido.Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.

—¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? —dijo el caballero alegremente—. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.

Sonia le miró fijamente.

—Sí, somos vecinos —continuó el caballero, con desbordante jovialidad

—. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.

Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.

*Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.

—Has tenido una gran idea, querido, una gran idea —dijo varias veces—.Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.

«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.

—No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.

«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.

—¿Cuándo estuve por última vez? —preguntó, deteniéndose como para recordar mejor—. Me parece que fue tres días antes del crimen…Te advierto que no quiero recoger los objetos en seguida —se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente—, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.

Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».

—¡Comprendido, comprendido! —exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo—. Esto explica que te mostraras entonces tan…impresionado…E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas…Todo aclarado; ya se ha aclarado todo…

«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que sería capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sussuposiciones.»

—¿Crees que encontraremos a Porfirio? —preguntó Raskolnikof en voz
alta.

—¡Claro que lo encontraremos! —repuso vivamente Rasumikhine—. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico.

Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales…Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.

—¿Grandes deseos? ¿Por qué?

—Bueno, tal vez he exagerado…Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco…

Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles…Ayer, Zamiotof…Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.

—¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco?

Pues bien, tal vez no se equivoquen.

Y se echó a reír forzadamente.

—Si, si… ¡digo, no…! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.

—Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! —exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.

—Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo.

Incluso me da vergüenza hablar de ello.

—Si te da vergüenza, cállate.

Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.

«Otro que me compadece —pensó, con el corazón agitado y palideciendo —. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada…No, no; esto también podría parecer poco natural…En fin, dejémonos llevar de losacontecimientos…En seguida veremos lo que sucede… ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma…El corazón me late con violencia…Mala cosa.»

—Es esa casa gris —dijo Rasumikhine.

«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»

—¿Sabes lo que te digo? —preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna—. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.

—¿Agitación? Nada de eso —repuso, mortificado, Rasumikhine.

—No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.

—Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?

—A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.

—¡Imbécil!

—Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!

—Oye, oye…Hablemos en serio…Quiero saber…—balbuceó Rasumikhine, aterrado—. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido… ¡Eres un majadero!

—Estás hecho una rosa de primavera… ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy!

Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.

—¡Imbécil!

Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo,y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.

—¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! —dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.

CAPÍTULO 5

Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.

El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.

—¡Demonio de hombre! —gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.

—No hay que romper los muebles, señores míos —exclamó Porfirio Petrovitch alegremente—. Esto es un perjuicio para el Estado.

Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.

En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparicióninesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo: «Otra cosa en que hay que pensar.»

Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:

—Le ruego que me perdone…

—Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable…—repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza—. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los buenos días.

—Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.

—¡Imbécil! —exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.

—Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva

—comentó Porfirio echándose a reír.

—Oye, juez de instrucción…—empezó a decir Rasumikhine—. ¡Bah!

¡Que el diablo os lleve a todos!

Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.

—¡Basta de tonterías! —dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch—. Sois todos unos imbéciles…Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo… ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?

«¿Qué significa todo esto?», se dijo, inquieto, Raskolnikof.

Zamiotof se sentía un poco violento.

—Nos conocimos anoche en tu casa —respondió.

—No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?

Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte,enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.

Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de sí mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se había sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.

«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.

—Tendrá que prestar usted declaración ante la policía —repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial—. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.

—Pero lo que ocurre —dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo— es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero…

—Eso no importa —le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico—. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega…

—¿Puedo escribirle en papel corriente? —le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.

—Sí, el papel no importa.Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona.

Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof.

Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto.

Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.

«Este hombre sabe algo», pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:

—Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe…

—Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados — exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.

Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.

—Tú todo lo tomas a broma —dijo con una irritación que no tuvo que fingir—. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar —manifestó dirigiéndose a Porfirio—, y si se enterase —continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara— de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.

—¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario —protestó, desolado, Rasumikhine.

«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? —pensó Raskolnikof, temblando de inquietud—. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»

—¿De modo que su madre ha venido a verle? —preguntó Porfirio Petrovitch.

—Sí.

—¿Y cuándo ha llegado?

—Ayer por la tarde.

Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.—Sus objetos no pueden haberse perdido —manifestó al fin, tranquilo y fríamente—. Hace tiempo que esperaba su visita.

Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero.

Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.

—¿Dices que lo esperabas? —preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch

—. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?

Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:

—Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.

—¡Qué memoria tiene usted! —exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.

Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:

—He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno…, y…y…

«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» —Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted —dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.

—No me sentía bien.

—Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.

—Pues me encuentro admirablemente —replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.

Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.

«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»

—Dice que no se sentía bien —exclamó Rasumikhine—, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado…Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie…Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, paravestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!

—¿En pleno delirio? ¡Qué locura! —exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.

—¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra…! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos —dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.

Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.

—¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? — exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez—: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.

—Me fastidiaron insoportablemente —dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora—. Hui para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?

De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.

—Me pareció —dijo al fin Zamiotof secamente— que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre…prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.

—Y hoy —intervino Porfirio Petrovitch— Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.

—¡Ahí tenemos otra prueba! —exclamó al punto Rasumikhine—. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías…

—A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado…

Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:

—Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?—¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle…Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.

—Danos un poco de té —dijo Rasumikhine—. Tengo la garganta seca.

—Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti…

¿No quieres nada sólido antes?

—¡Hala! No te entretengas.

Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.

La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.

«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch?

Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»

Y al pensar esto, temblaba de cólera.

«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»

Respiraba penosamente.

«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías?

Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta…Las cosas que dicen son perfectamente normales…Sin embargo, se percibe tras ellas algo que…

Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención… ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono…Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada…Vuelvo a sentir fiebre… ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado… ¿A santo de qué?

¿Quieren exasperarme…? ¿Me desprecian…? ¿Son suposiciones mías…? ¿Lo saben todo…? Zamiotof se muestra insolente… ¿No me equivocaré…? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí…Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Estánde acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada… ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse…He hecho muy bien en decir esto…Puede serme útil…Dirán que es una crisis de delirio… ¡Ja, ja, ja…! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre…Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño…Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso…Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere… ¿Para qué habré venido…? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista…Es evidente que tengo los nervios de punta…Pero tal vez esto sea lo mejor…Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo…Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme… ¿Por qué habré venido?»

Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.

Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.

—Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa —dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces—. Aún estoy algo trastornado.

—¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?

—Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.

—Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen…? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.

—Yo no veo nada de extraordinario en ello —repuso Raskolnikof distraídamente—. Es una simple cuestión de sociología.

—La cuestión no se planteó en ese aspecto —observó Porfirio.

—Cierto: no se planteó exactamente así —reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre—. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita…Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamenteninguna.

—¡Gran error! —exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.

—No, no admiten otra causa —prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación—. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen:

«Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia.

No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas…!

—Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo —dijo Porfirio Petrovitch entre risas—. Figúrese usted —añadió dirigiéndose a Raskolnikof

— esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello…? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.

—Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?

—Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa —repuso Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave—.Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia delmedio.

Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.

—Yo también te puedo probar a ti —gruñó— que tus blancas pestañas son una consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre?

—Sí, vamos a ver cómo te las compones.

—¡Siempre con tus burlas! —exclamó Rasumikhine con un tono de desaliento—. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la reunión…! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y que todo era pura invención.

—Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gastaros la broma.

—¿De verdad es usted tan comediante? —preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof.

—Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja…! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un artículo de usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba…creo que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra Periódica hace dos meses.

—¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? —exclamó Raskolnikof, sorprendido—.Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.

—Pues se publicó en La Palabra Periódica.

—La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo…

—Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica que su artículo se haya publicado en este últimoperiódico. Así, ¿no estaba usted enterado?

En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.

—Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.

—Yo tampoco sabía nada —exclamó Rasumikhine—. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico… ¿Dices que el artículo se publicó hace dos meses? ¿En qué día…? Bueno, ya lo encontraré… ¡No decir nada! ¡Es el colmo!

—¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.

—Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me había interesado tanto…

—Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.

—Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su artículo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente…Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.

Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.

—¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? —preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.

—Sin esa influencia —respondió Porfirio Petrovitch—. No se trata de eso.

En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios.

En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.

—¡Es imposible que haya dicho eso! —balbuceó Rasumikhine.

Raskolnikof volvió a sonreír. Había comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que había dicho en su artículo, aceptó el reto.

—No es eso exactamente lo que dije —comenzó en un tono natural ymodesto—. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.

Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.

—La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho…, no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral…, de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad…Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Kepler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.

»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.

»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy.

Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de lamisma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.

»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero…, que quede esto bien claro…, teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos…, dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle…, hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.

—Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?

—Sí —respondió firmemente Raskolnikof.

Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.

—¿Y en Dios? ¿Cree usted…? Perdone si le parezco indiscreto.

—Sí, creo —repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.

—¿Y en la resurrección de Lázaro?—Pues…sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?

—¿Cree usted sin reservas?

—Sin reservas.

—Bien, bien…La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad…

Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos…

—Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces…

—Son ellos los que ejecutan.

—Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.

—Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo…? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces…

—¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.

—Gracias.

—No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propiasmanos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.

—Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios?

Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.

—¡Oh! No se preocupe tampoco por eso —dijo Raskolnikof sin cambiar de tono—. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.

—¿Estáis bromeando? —exclamó Rasumikhine—. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.

Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.

—Bien, querido —dijo el estudiante—. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo…Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar…, la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.

—Exacto: es mucho más terrible —observó Porfirio.—Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir…Tú no puedes opinar así…Leeré tu artículo.

—En mi artículo no hay nada de todo eso —dijo Raskolnikof—.Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.

—Lo cierto es —dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez— que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero…Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero…sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que, en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino…, se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero… ¿Comprende…?

Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.

—Admito —repuso tranquilamente— que esos casos deben presentarse.

Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.

—Por eso se lo digo… ¿Y qué hay que hacer en ese caso?

Raskolnikof sonrió mordazmente.

—¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre…Fíjese usted en éste —e indicó con un gesto a Rasumikhine—.Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.

—¿Y si se le encuentra?

—Peor para él.

—Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.

—Eso no debe preocuparle.

—Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.

—El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.—Así —dijo Rasumikhine, malhumorado—, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana…?

—No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo —añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.

Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:

—Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta…, aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar…

—Bien, usted dirá —dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.

—Pues se trata…No sé cómo explicarme…Es una idea tan extraña…De tipo psicológico, ¿sabe…? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión… ¿No es así?

—Es muy posible —repuso desdeñosamente Raskolnikof.

Rasumikhine hizo un movimiento.

—En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso…, en fin, a matar para robar?

Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.

—Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted —repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.

—Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.

«¡Qué celada tan buena! —pensó Raskolnikof, asqueado—. La malicia está cosida con hilo blanco.»

—Permítame aclararle —dijo secamente— que yo no me he creído jamásun Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.

—Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? —exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.

Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.

De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:

—¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna?

Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.

—¿Ya se va usted? —exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven—. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría un día de éstos…, mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa —añadió en tono amistoso—, tal vez pueda aclararnos algo.

—Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? — preguntó rudamente Raskolnikof.

—Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último… ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! —exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine—. He estado a punto de olvidarme otra vez…El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente —se dirigía de nuevo a Raskolnikof—. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera…, por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?

—Sí, entre siete y ocho —repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.

—Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no viousted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta…, recuerda usted…, no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos…

—¿Dos pintores? Pues no, no los vi —repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras—. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta…Lo que recuerdo es que en el cuarto piso —continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro— había un funcionario que estaba de mudanza…, precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna…Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared…Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta…No, no había ninguna abierta.

—Pero ¿qué significa esto? —dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción—. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?

—¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! —exclamó Porfirio golpeándose la frente—. Este asunto acabará volviéndome loco —dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof—. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.

—Hay que llevar cuidado —gruñó Rasumikhine.

Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala.

Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta.

Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente…

CAPÍTULO 6

No lo creo, no puedo creerlo — repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.

Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto.—Tú no puedes creerlo —repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y desdeñosa—; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.

—Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof…Tiene razón: había en él algo raro…Pero ¿por qué, Señor, por qué?

—Habrá reflexionado durante la noche.

—No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad.

Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.

—Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida…O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo…Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus insolencias… ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso por no tener pruebas…? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio…Parece inteligente…Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo…Es un hombre de carácter muy especial…En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones… ¡Dejemos este asunto!

—Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen…? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido…! Un pobre estudiante transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas…, este joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar delasesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope…! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo…! ¡Es intolerable!

«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.

—¡Que les escupa! —exclamó amargamente—. Eso es muy fácil de decir.

Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos encontramos?

—¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamiotof…

«Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikof.

—¡Óyeme! —exclamó Rasumikhine, cogiendo de súbito a su amigo por un hombro—. Hace un momento divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo. Pero reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le compromete?

—Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto —dijo Raskolnikof, dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.

—Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?

—Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que modifica su significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque explicando las cosas a mi modo. Sin embargo…

—Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.

—Eso es lo que él quería. Creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara másfavorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos
días antes del crimen.

—Pero ¿es posible olvidar una cosa así?

—Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.

—Entonces, es un ladino.

Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él, que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una obligación penosa.

«Me parece que le voy tomando el gusto a estas cosas», pensó.

Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión Bakaleev.

—Entra tú solo —dijo de pronto Raskolnikof—. Yo vuelvo en seguida.

—¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?

—Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.

—Espera, voy contigo.

—¿También tú te has propuesto perseguirme? —exclamó Raskolnikof con un gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.

El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulqueria Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su hijo.

Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera, entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del escondite. Nada, allí no había nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio.

Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le había asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de gemeloso incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que había escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.

Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.

—¡Aquí lo tiene usted! —dijo una voz potente.

Raskolnikof levantó la cabeza.

El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo.

Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado.

Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.

—¿Qué pasa? —preguntó Raskolnikof acercándose al portero.

El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó detenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó.

—¿Qué quería ese hombre? —preguntó Raskolnikof.

—Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante que ha resultado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este momento ha bajado usted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es todo.

El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho: después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.

Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un paso regular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar.

Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle. Al fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un minuto avanzaron en silencio.

—Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no? —dijo Raskolnikof en voz baja.

El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.

—Viene a preguntar por mí y ahora se calla… ¿Por qué?Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse a salir de su boca.

Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada sombría y siniestra.

—Asesino —dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.

Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiera separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba.

—Pero ¿qué dice usted? ¿Quién…quién es un asesino? —balbuceó al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible.

—Tú, tú eres un asesino —respondió el desconocido, articulando las palabras más claramente todavía.

Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido dobló por ella y continuó su camino sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.

Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un débil suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.

No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría podido recordar…Veía el campanario de la iglesia de V***, una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido…De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco…Una taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana dominical…Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frenético torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se desvanecen. Experimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha apoderado de él, y tampoco esta sensación es ingrata…En esto oyó los pasos presurosos de Rasumikhine, seguidos de su voz, y cerró los ojos para que lo creyera dormido.

Rasumikhine abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral, indeciso. Luego entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.

—No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera —murmuró Nastasia —. Ya comerá más tarde.

—Tienes razón —repuso Rasumikhine.

Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.

Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca.

«¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de la tierra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda.

Bien, pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si parece imposible…Además —siguió reflexionando Raskolnikof, dominado por un terror glacial—, ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la puerta… ¿Se podía esperar que ocurriera esto…? Pruebas…Basta equivocarme en una nimiedad para crear una prueba que va creciendo hasta alcanzar dimensiones gigantescas.»

Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.

«Debí suponerlo —se dijo con amarga ironía—. No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y derramé sangre…Debí preverlo todo…Pero ¿acaso no lo había previsto?»

Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo pensamiento.

«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.»

De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo…

¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello… ¡Un Napoleón introducirse debajo de la cama de una vieja…! ¡Inconcebible!»

De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.

«La vieja no significa nada —se dijo fogosamente—. Esto tal vez sea un error, pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar el escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar. Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera esto lo he hecho bien del todo, al parecer…Un principio… ¿Por qué ese idiota de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por el bienestar general…Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quiero vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible no tener vida. Al fin y al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre hambrienta, con mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es suficiente para que me sienta en paz… ¿Por qué, por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también… ¡Ah! Yo no soy más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada
más.»

Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó a darle todas las vueltas imaginables, con un acre placer.

«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfacciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la vieja) …En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas —añadió rechinando los dientes—. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo… ¿Hay nada comparable a este horror?

¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza…! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado en su caballo y empuñando el sable! "¡Alá lo ordena! Sométete, pues,miserable y temblorosa criatura." Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa tuya… ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.»

Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su mirada se fijaba en el techo obstinadamente.

«Mi madre…mi hermana… ¡Cómo las quería…! ¿Por qué las odio ahora?

Sí, las odio con un odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas horas, lo recuerdo perfectamente, me he acercado a mi madre y la he abrazado…Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera… ¿Y si se lo contara todo…? Me quitaría un peso de encima…Ella debe de ser como yo.»

Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le iba dominando.

«¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara… ¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar…? ¡Qué extraño es que piense tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado… ¡Lisbeth…!

¡Sonia…! ¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada…! ¡Queridas criaturas…! ¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una mirada resignada y dulce… ¡Sonia, dulce Sonia…!»

Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de verse en la calle sin poder recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las sombras se espesaban y la luna resplandecía con intensidad creciente, pero la atmósfera era asfixiante. Las calles estaban repletas de gente. Se percibía un olor a cal, a polvo, a agua estancada.

Raskolnikof avanzaba, triste y preocupado. Sabía perfectamente que había salido de casa con un propósito determinado, que tenía que hacer algo urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se detuvo y miró a un hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano. Atravesó la calle para reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la cabeza baja, sin volverse, como si no le hubiera llamado.

«A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así», se dijo Raskolnikof. Pero juzgó que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de pasos de él lo reconoció súbitamente y se estremeció. Era el desconocido de poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda encorvada.

Raskolnikof lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en un callejón. El desconocido no se volvía.

«¿Sabrá que le sigo?», se preguntó Rodia.El hombre encorvado entró por la puerta principal de un gran edificio.

Raskolnikof se acercó a él y le miró con la esperanza de que se volviera y le llamase. En efecto, cuando el desconocido estuvo en el patio, se volvió y pareció indicarle que se acercara. Raskolnikof se apresuró a franquear el portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre de la hopalanda había tomado la primera escalera. Raskolnikof corrió tras él.

Efectivamente, se oían pasos lentos y regulares a la altura del segundo piso.

Aquella escalera —cosa extraña— no era desconocida para Raskolnikof. Allí estaba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misteriosa y triste se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.

«¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores!»

¿Cómo no habría reconocido antes la casa…? El ruido de los pasos del hombre que le precedía se extinguió.

«Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte…

He aquí el tercer piso. ¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio…!»

El ruido de sus propios pasos le daba miedo.

«¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en algún rincón… ¡Toma! La puerta que da al rellano está abierta de par en par.»

Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Toda ella estaba iluminada por una luna radiante. Nada había cambiado: allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.

«Es la luna la que crea el silencio —pensó Raskolnikof—, la luna, que se ocupa en descifrar enigmas.»

Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio nocturno, los latidos de su corazón eran más violentos y dolorosos. ¡Qué calma tan profunda…! De pronto se oyó un seco crujido, semejante al que produce una astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.

«¿Qué hace esa capa aquí? —pensó—. Entonces no estaba.»

Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el borde y con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que era ella…

Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en lanuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo que vio le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imaginables.

De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva.

Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que daba a la escalera estaba abierta de par en par, y por ella pudo ver que también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos. Con las cabezas juntas, todos miraban, tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se le oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener los pies clavados en el suelo…Intentó gritar y se despertó.

Tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien despierto le parecía que su sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, un hombre al que no había visto jamás le contemplaba atentamente.

Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a cerrarlos. Estaba echado boca arriba y no hizo el menor movimiento.

«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.

Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al desconocido.

Éste seguía en el umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró cautelosamente en el aposento, cerró la puerta tras él con todo cuidado, se acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin hacer el menor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla sobre las manos. Era evidente que se preparaba para una larga espera.

Raskolnikof le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba espesa, rubia, que empezaba a blanquear.

Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado contra los cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y golpeándolos obstinadamente. Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof seincorporó y quedó sentado en el diván.

—Bueno, ¿qué desea usted?

—Ya sabía yo que usted no estaba dormido de veras, sino que lo fingía — respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente—. Permítame que me presente. Soy Arcadio Ivanovitch Svidrigailof…

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